El futbolín, el objeto en sí y también lo que desprende, es una especie de baúl de los recuerdos. Un lugar en el que la nostalgia se quedaría instalada eternamente si pudiera. Porque los futbolines huelen a bar, a cañas bien o mal tiradas, a pasión por un deporte, a diversión, a días en los que ir a clase era lo de menos, a ratos muertos que cobraban vida para siempre. Habrá infinidad de momentos en los que la felicidad es plena, ¿pero que decís de ser el rey de la pista y que nadie sea capaz de desengancharos a ti y a tu pareja de los mangos de un futbolín porque sois imbatibles? Que vayan poniendo euro tras euro sobre la mesa, que esta partida la volvemos a ganar. Una tras otra, tras otra. Hasta caer la noche. Hasta cerrar el bar. Hasta el próximo lugar en el que encuentres un futbolín y le digas a tu gente: “¿Qué? ¿Alguien tiene una moneda y echamos una partida?”.
Cuenta la historia que el futbolín llegó a España por culpa del poeta gallego Alejandro Finisterre, allá por 1937. Se dice que lo patentó en Barcelona, y que su idea vino de cuando en la Guerra Civil estuvo ingresado en un hospital madrileño por culpa de un bombardeo. Allí se encontró con muchos niños también convalecientes que no podían jugar al fútbol. Entonces pensó que la mejor manera de acercar el balón a esas criaturas era creando un juego de mesa en el que pudieran sentir que volvían a disparar un esférico, por mucho que fuera con las manos y no con los pies.
Todo esto nos retrotrae a otros tiempos. A las épocas de la SD Compostela de los años 90, del ‘Súper Dépor’, del Sporting de Gijón de Quini a la espalda, a Romario en su etapa en el Barça, a la ‘Quinta del Buitre’. Y, cómo no, a Di Stéfano, a Luis Aragonés, al ‘Pelusa’, a la ‘Saeta’. A todos aquellos que nos hicieron disfrutar del fútbol con los pies y, obviamente, por supuesto, también con las manos pegadas a las barras del futbolín.
Por ello, para cualquier amante de este juego de mesa, para respetar las tradiciones, no hay mejor manera de acudir a ese baúl de los recuerdos que tener piezas de coleccionista únicas en casa. Piezas como las que crean The Pichichi Company, una empresa que se dedica a manufacturar artesanalmente muñecos de futbolín. Personalizados uno a uno, para que cada persona sienta que se lleva a su casa una pieza única e irrepetible. Se pueden adquirir a futbolistas históricos, de los que hablábamos que evocan a recuerdos de tiempos pasados, o piezas hechas al gusto de cada uno, con el nombre, dorsal, escudo y equipación que se desee; y con la cara hecha a imagen y semejanza de uno mismo. Una manera de regresar a nuestros orígenes, de rememorar los días en los que poner un euro en la ranura se convertía en un espacio de tiempo sin igual.