Mi amigo Jota y su pareja han roto. Quedamos en el chino para que me cuente. La decisión la ha tomado ella. Él, reconoce, está hundido. Pero lo cierto es que nada ha desaparecido de la superficie. Al contrario. Se ha hecho todo mucho más visible. En cada mínimo gesto, apartarse los pelos de la frente, reclinarse en el respaldo metálico de la silla, remover la cucharilla del café, el dolor se destapa y se retuerce. Tarda unos pocos minutos en resumirme lo ocurrido. Sin sorpresas: las mismas frases de siempre. Todas las rupturas son iguales cuando te las cuentan. Unos meses de enfriamiento, una discusión reveladora, un “tenemos que hablarlo”, un precipicio ante ti. Por fuera, el tipo está ileso. No gimotea, le pide azúcar al camarero, atiende una llamada del trabajo. Lo mismo que haría cualquiera. Pero quien lo conoce y sabe por lo que está pasando solo percibe hachazos de melancolía. “Mi vida es comer, dormir y llorar”, describió Savater cuando su mujer falleció. La voz de mi amigo se deshila cuando hace un inventario de las derrotas colaterales: las fotos, la ropa, el viaje planeado a Buenos Aires, la cuñada, las llaves del piso. Una relación no es un romance ni un pacto: es un manual para existir. Perderla significa quedarse sin instrucciones. Se hace un silencio y nos miramos. Un colega, llegados a este punto, está aquí para decirte que lo mejor es hablar de otros asuntos y distraerse, aunque no crea una mierda en lo que te está diciendo. Pruebo con dos temas, pero la charla se obstruye enseguida. Al final, él saca el partido del sábado. Lo mal que jugamos, lo bien que sienta ganar sin merecerlo de vez en cuando. Un gol sigue siendo un gol, independientemente de cómo te vaya la vida ahí fuera. Sin reparar en ello, sin poder evitarlo, acabamos hablando la siguiente media hora de esto. Nos revolvemos, gesticulamos, levantamos la voz, sacamos el móvil para recuperar un tuit o comprobar un dato. Que si el cambio de dibujo, que si hay que atacar más por fuera, que si viste la rueda de prensa, que si qué poco defiende este, que si cómo ha engordado el otro. Todo es normal, volvemos a ser los mismos, hasta que se acerca el camarero y nos indica que en cinco minutos cierra. Sus palabras se despeñan sobre la mesa como una viga de madera. El ritmo se quiebra y la conversación recula hacia el principio. Jota, serio, busca la cartera en el bolsillo del abrigo para pagar. En ese instante, no en otro, es cuando su soledad viene contra mí y se me clava en la garganta. Siento unas ganas terribles de quitarnos ese peso de encima. Quiero decirle que no se haga el responsable, que no abra los ojos, que se agarre a esta afición estúpida que es el fútbol y se revolque en ella hasta cansarse. Que salte de un partido a otro, de la tele al Fantasy, de una polémica a la siguiente, que entre a la rueda y no salga de ella, porque la rueda nunca para de girar, nunca se vence, es obstinada y fanática y cegadora, y es fácil hacer ver que no hay nada más allá de ella. Me encantaría contarle que el narrador de la novela que estoy leyendo, Noruega, también lo hizo; cuando la desgracia lo atrapó, decidió desprogramarla y estuvo un año siguiendo al Valencia por todos los campos de España. Que no está mal engañarse durante una temporada. Simular, huir, protegerse. Dejarse la venda puesta. Que hay dolores que solo se sanan con el paso de los días, y el fútbol no es más que otra forma de ganar tiempo.
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Fotografía de Imago.