El 29 de mayo de 1985, la emoción reina en las calles de Bruselas: va a tener lugar «la gran fiesta del fútbol» en el Estadio de Heysel entre la Juventus y el Liverpool. Una hora antes de que empiece, dos centenares de hinchas británicos acorralan a los aficionados italianos en una zona del estadio. Aprisionadas contra las vallas protectoras, treinta y nueve personas mueren aplastadas por la multitud y más de seiscientas resultan heridas. Sin embargo, el partido no se cancela: los cuerpos se apilan en un espacio anexo al campo y la final de la Copa de Europa da comienzo.
Tres años más tarde, la tragedia ha marcado profundamente a quienes lograron sobrevivir a ese viaje al fin de la noche y sus vidas se entrecruzan en el antes y el después.
‘En la turba’, publicada por Nocturna Ediciones y ganadora del Premio de Novela Fnac en 2006, es una soberbia obra escrita por uno de los más talentosos autores de la narrativa francesa actual.
Nosotros dos, Tonino y yo, jamás hubiéramos imaginado lo que iba a ocurrir, teníamos París encima, sobre nuestras cabezas, y nada nos detendría esa vez. Nos hundimos bajo París y los vagones de metro volaban hacia la estación del Norte sin que ni Tonino ni yo nos dijéramos, oye, ¿y si de todos modos nos parásemos un momento a ver pasar el tiempo y a sentir cómo el dinero que no tenemos se nos escurre de entre los dedos? No, no nos detuvimos, rodamos de un tirón hasta Bélgica, sin mirar Francia ni el tiempo que dejábamos atrás, a nuestras espaldas, sin aguardar a que Tonino agitase sus manos, grandes como uno se imagina las de un boxeador o un desmontador de coches (espatuladas, cuadradas, robustas), con ademán prometedor de momentos formidables.
A Tonino le gustaba servirse de las manos con fingido gesto de amenaza. ¡Vete a tocarle el culo a tu hermana!, gruñía cuando estaba trompa, antes de prometerle a quien remolonease demasiado delante de él un buen navajazo —me parece que ni una sola vez le oí emplear otra palabra que esa de navajazo—, amenaza que expresaba con una mímica amplia y sabia, pero sin exhibir jamás hoja alguna; era únicamente un gesto, susceptible de poner en su sitio al primero que se le pusiera por delante. Nos reíamos demasiado en los bares como para no saber que todo aquello terminaría antes en un charco de cerveza que en uno de sangre, ¡pues sí, mi buen Tonino, estás otra vez como una cuba! Y la mayoría de las veces se quedaba frito, borracho, en ocasiones hasta roncando, a eso de las cuatro o las cinco de la madrugada, sobre los pechos blancos y grandes de una pelirroja olvidada por su amiga en la barra o bien, y más frecuentemente, entre los brazos de ese viejo colega suyo que se parecía a Lucky Luke como una gota de agua a otra.
¿Cómo se llamaba? Vaya, ya no me acuerdo de cómo se llamaba ese… Recuerdo sólo que muchas de aquellas noches terminaban como el rosario de la aurora. Acabábamos por pelearnos a gritos a poco que tuviéramos un mínimo de espectadores, y en más de una ocasión Tonino terminó con varios mechones de su pelo rizado enredados en los botones marrones de ese abrigo color ocre que me encontré una noche, de vuelta a casa, plegado sobre una papelera junto a la estación. Tomaba ese atajo las noches que no acabábamos en comisaría, como solía ocurrirnos con bastante frecuencia porque teníamos, una pena, nuestras costumbres: mear sobre las begonias del ayuntamiento, socavar los terraplenes a talonazos, y aún nos oigo, en la plaza de la alcaldía, que no, que no, señor agente, se lo juro, se lo aseguro, sólo quería cortarle unas viejas ores a mi joven madre y el otro, hale, venga, que ya basta, como ya he dicho, ¡los detalles me los cuenta en comisaría!
Y esas chapas de U2 y de Prince que servían de chapucero remiendo para el faldón superior izquierdo del abrigo que Tonino rasgó una noche en la que de nuevo más o menos nos enzarzamos; ¡puerco!, le grité y aquello le hizo gracia, se encogió de hombros mientras cloqueaba vaya, qué mierda, y entretanto yo furioso, mi gabán ocre y marrón, el que encontré tan bien doblado, pues ya ves, ahí lo tienes, con un jirón. Entonces me hice con aquellas chapas a modo de puntada. ¿Que por qué hablo de esto? Y por qué no. Al menos, cuando hablo del invierno y de esa época, lo que me sacude por dentro es la alegría, la nostalgia, lo que se quiera.
Me da igual, paso.
Pero hablar del sol, seguir hablando de ese sol y del corte de mangas que le hacíamos, me digo que eso no me tienta. El sol, el de ese día, repito, no, no estoy seguro de que sea una gran idea volver a mencionarlo, creo que no me apetece.
Nosotros dos, Tonino y yo, jamás hubiéramos imaginado lo que iba a ocurrir, teníamos París encima, sobre nuestras cabezas, y nada nos detendría esa vez
Más me hubiera valido no subirme al tren. Pero ya ves. En lugar de quedarme ahí, inmóvil, subí al tren, también yo me marché ese día de Liverpool, me fui a Bélgica, a Bruselas. Me he engañado a mi manera, solazándome falsamente con la secreta promesa de que hallaría en mis mentiras con qué consolarme y tranquilizarme. Porque lo cierto es que aquel día me dije que no tenía verdaderas ganas de salir de Liverpool. Pensé que igualmente no estaría tan mal quedar- me en casa y ver el partido con Elsie, en lugar de tomar el tren y viajar hasta Bruselas. No es que yo me muriera de ganas de ir… Qué va. Pero es que ellos querían que los acompañase… En fin, digamos que papá quería que fuésemos los tres a ver ese partido
Entonces nos fuimos juntos.
Los tres hermanos. Nos reunimos con los demás en la estación. Amigos de Doug en su mayoría, que se rieron al ver llegar a la vez a los tres Andrewson, cada uno con su mochila a la espalda. Salvo que de Doug no se rieron de verdad, por supuesto que no. Nadie se ha reído nunca de Doug, ni ellos ni nadie. En cambio, de Hughie y de mí, de Geoff, del pequeño Geoff Andrewson con su voz demasiado suave y el pelo excesivamente largo para sus gustos, se rieron a sus anchas, se partieron a nuestra costa, como de costumbre. Yo les parezco demasiado joven, demasiado esto y lo otro y lo de más allá, y no les gusta mucho que no me ría con sus chistes. De modo que no me hablaron casi en el vagón. Se reían con Doug y con Hughie. Se descojonaban entre ellos y a veces también con otros. Pero sobre todo empezaron a fantasear con la juerga que se correrían en Bruselas, la noche del partido, ¡una movida de las de hacer saltar por los aires los cimientos de Marble Arch y de Buckingham! Una juerga de las que ya no hay, de esas capaces de sacudir el in erno y de despertar a las ánimas de las guerras de los Cien Años, eso dijeron exactamente. Así de felices se las prometieron.
Me acuerdo de la impaciencia en el tren, y de las chicas que colocaban las manos en la parte superior de sus muslos; de sus sonrisas crispadas; de las faldas que mantenían bien prietas y estiradas sobre las piernas mientras evitaban las indirectas y las risas maliciosas de mis hermanos y sus amigos. Como si las camisetas y las bufandas les resultasen desconocidas. Como si… ¿Qué? No lo sé. Nunca he sido tan forofo como ellos. Nunca pude creer en eso del todo. Y, sin embargo, los Reds son un asunto serio, una cuestión de familia, un mito de mayor importancia para los míos que los Beatles para los vecinos, y eso a pesar de todos esos discos y carteles que hubieran podido ir a buscar al otro lado de Sefton o de Wirral. Pero en nuestra casa eran los Reds lo que nos transmitíamos entre hombres, desde mi nacimiento en el 66, fecha en la que fueron a la nal de la Recopa. Aunque el título se lo llevó Dortmund, nuestro padre siempre ha dicho que fue ese año cuando a la familia se le desbocó el corazón, latiéndole desacompasado como nunca antes. Yo, el benjamín, lo escuchaba relatar las primeras victorias y el porqué de mi nombre, Geoff, como el Geoff del equipo.
Y esa historia siempre regresaba, tan bella como ambigua a mis ojos, sin dejarme nunca en paz; después de escuchársela, me quedaba en mi cuarto y buscaba durante largo rato un sueño que no llegaba. Percibía entonces los olores a cebolla frita o a salsa de menta prove- nientes de la cocina, las pisadas de Pellet, nuestro viejo perro medio ciego que arrastraba su pelambrera nudosa y sucia entre bostezos y ruidos hondos como eructos; lo llamamos Pellet porque nació de un tamaño no mayor que el de una bolita de papel y ya por entonces el pelaje se le veía todo arrugado.
Tenía necesidad de acusar a alguien. A algo. A los muelles, por ejemplo, o a la estatua de Eleanor Rigby. Y a mí mismo, después. No obstante, cuando mi padre hablaba de las hazañas de Geoff Strong, se limitaba a un profundo sentimiento de admiración, sin añadirle ninguna expresión o entonación particulares. Reiteraba, con esa misma mirada suya de par en par, la que esgrimía al ver un partido importante o en esas ocasiones en que paladeaba una buena noticia, las hazañas de Geoff Strong en la semifinal contra el Celtic. Un Geoff Strong que tenía una pierna lesionada, herida. Y yo no sabré nunca si lo que me incomodaba era esa herida o bien si el motivo de mi malestar radicaba en que siempre hubiese que terminar de contar esa historia con el añadido de que a Strong le colgaron el mote de El Rampante, el impedido, o por el hecho de que no se trataba más que de un suplente, siempre sería sólo un suplente porque no estaba asignado a ningún puesto, no era defensa ni ataque ni contraataque, iba y venía, por el contrario, de una posición a otra, al albur de las necesidades del momento de su equipo.
Mis hermanos charlaban bastante con mi padre. Pero yo, a causa de la diferencia de edad que me alejaba de la proximidad existente entre ellos (sólo los separaba un año, frente a los seis que me sacaba el menor de ambos), no entendía nada, o casi nada, de su asombro y de esas exaltaciones que les envidiaba. Veía a mi padre hablando de Mc Dermott y de Case, y a mis hermanos, que observaban a mi padre sentado en el salón con ojos como platos, redondos como canicas de vidrio. Ellos lo miraban y yo los miraba a ellos. Y luego, además, estaba la voz, su voz, que se excitaba al referirse al estilo, único a su juicio, nadie más lo tenía ya ahora, con que Clemence paraba un gol. Ponía cara de pocos amigos y ladeaba la cabeza diciendo que no y que no, ellos lo inventaron todo y ya ves: los Reds son ahora los mejores, tal vez no del mundo mundial, pero más le valdría a ese mundo mundial no meneallo y dejarse de aires de grandeza. Eso decía nuestro padre.
Más me hubiera valido no subirme al tren. Pero ya ves. En lugar de quedarme ahí, inmóvil, subí al tren, también yo me marché ese día de Liverpool, me fui a Bélgica, a Bruselas
Mis hermanos: uno era carpintero de obra, el otro trabajaba de almacenista reponedor para una gran superficie. Mi padre ya no trabajaba, pero recuerdo que de niño su mano me acariciaba la cabeza cuando pasaba por mi lado, engrasándome el pelo con sus dedos anchos; mi madre lo reñía entonces, porque volvía de la fábrica donde trasteaba con remaches y poleas (no me acuerdo exactamente) que le ponían los dedos negros como el carbón, grasientos como el aceite de hígado de bacalao.
Quizá fuese porque aseguraba ser demasiado viejo para ir por lo que hubiera resultado cruel rechazar la entrada que Doug consiguió para él. Bueno, soy yo quien se imagina que, de las tres entradas obtenidas por Doug, una era para papá y no para mí. Pienso que le hubiera gustado que su padre manifestase el deseo de ir ese día a Bélgica con ellos dos. Pero quia. Se levantó de la mesa con un sonoro lengüetazo, como si masticase una enorme porción de crumble; aunque todos sabíamos, por su expresión enfurruñada, que sólo se estaba lamiendo el hueco del diente que le faltaba. Se levantó con aire preocupado y el entrecejo fruncido, y dijo luego que al fin y al cabo no estaría de más que el benjamín de sus hijos presenciase, a sus diecinueve años, al menos algo importante en su vida.
Eso es. Decía que se sentiría orgulloso sabiéndonos a los tres allí. Que vería la tele para tratar de distinguirnos en las gradas, para captar cómo las voces de sus hijos animaban al equipo. Yo me acuerdo de mi entrada entre los dedos. Me acuerdo de sostener esa cosa mágica y de la mirada que él me dirigía, una mirada que se posaba no sólo en ellos, también en mí, el pequeño Geoff. Íbamos a vivir al menos eso, mis hermanos y yo. Quizás incluso se lo contásemos alguna vez, algún día, a unos críos boquiabiertos por escucharnos decir «y yo estaba allí, me oyes, ¡soy de los que estuvieron allí!». Y esa sería la primera vez que los tres compartiríamos algo juntos, sin nuestros padres. Y en mi caso, sin Elsie. Yo me decía que ella no iba a enfadarse. Y es verdad, no lo hizo, no en ese momento. No podía hacerlo. No porque me fuese con mis hermanos, sino porque habíamos escuchado repetir muchas veces en la radio que se trataba del partido del siglo y una ocasión semejante se presenta muy pocas veces en la vida, es tan infrecuente que no puedes dejarla pasar.
EL AUTOR
Laurent Mauvignier nació en Tours en 1967 y se licenció en Bellas Artes. En 1999 publicó su primera novela, Lejos de ellos, seguida de otras como Aprender a terminar (2000), En la turba (2006; Nocturna, 2017) -Premio de Novela Fnac-, Hombres (2009) y Lo que yo llamo olvido (2011). Sus obras han sido elogiadas por la crítica y recibido algunos de los galardones literarios más importantes (entre otros, el Millepages y el Premio de los Libreros). En 2010 se lo reconoció como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia.