Parecen dos palabras que, a primera vista, se repelen: pensamiento y magia. La primera refiere a lo racional, al pensare latino; la segunda, al mageikos griego, a todo lo que se escapa a la razón. Ignacio Martínez de Pisón, sin embargo, las engarza como dos piezas del mismo puzzle para hablar de su relación con el fútbol, y más en concreto, con el Real Zaragoza. Quizás en esa nebulosa frontera entre lo racional y lo irracional sea el lugar donde se esconda uno de los mayores atractivos del deporte de la patada: «El fútbol abole la lógica que rige en otros ámbitos de la realidad», escribe Martínez de Pisón, «para instalarnos en el territorio del pensamiento mágico, y en ese territorio no vemos lo que vemos sino lo que necesitamos ver».
El pensamiento mágico, entonces, empuja al aficionado a creer en el relato de su equipo, a sentirse parte del destino de su club desde el momento en que se decide por su escudo. El sino de Martínez de Pisón quedó ligado al del Zaragoza por dos goles de Felipe Ocampos que no vio. La fe, es sabido, no necesita de ojos. Desde aquella tarde, si el Zaragoza bajaba a Segunda, él lo acompañaba incansable en su andadura por el infrafútbol porque «la fe en el milagro no te abandona nunca». Por suerte, en las cuatro ocasiones que descendió a los infiernos, el Zaragoza y Martínez de Pisón volvieron a Primera en solo una temporada. Aunque quizás la categoría del equipo no la marca tanto la división, sino el amor que le profesa el aficionado: «Para mí», afirma, «el Zaragoza es un equipo de Primera aunque juegue en Segunda».
Volver a Primera División. El eterno retorno a la máxima categoría. El eterno retorno al gol primigenio. Al niño que se enamoró del fútbol. A la infancia. Esta teoría de Mircea Eliade es otra de las ideas que, según Martínez de Pisón, rigen el mundo del fútbol. Todos los clubes aspiran a emular su glorioso pasado, al igual que los jugadores solo tratan de superar los grandes logros de sus antecesores. Renovar una actuación primordial. Toda acción que realiza el futbolista moderno solo adquiere sentido en cuanto repite una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado mítico. Así, «los Cinco Magníficos fueron el mito fundacional del Zaragoza, y todos los éxitos que se han conseguido o se consiguen desde entonces son sólo un pálido reflejo de aquella grandeza originaria».
Aquella noche del 10 de mayo de 1995, todos los aficionados al fútbol fuimos un poquito del Zaragoza. Y recordamos exactamente qué hacíamos cuando, a diez segundos de los fatídicos penaltis, Nayim controló aquel balón con el pecho
Sin duda, uno de los goles fundacionales de la modernidad fue el de Nayim. Aquella noche del 10 de mayo de 1995, todos los aficionados al fútbol fuimos un poquito del Zaragoza. Y recordamos exactamente qué hacíamos cuando, a diez segundos de los fatídicos penaltis, Nayim controló aquel balón con el pecho. Mi hermana y yo nos comíamos las uñas tumbados en el suelo del salón. Entonces vimos cómo lo dejó botar y, cuando nadie lo esperaba, lo empaló con el alma. El resto es leyenda, y mi hermana y yo la celebramos corriendo y chillando como locos por el pasillo. Apaciguada la euforia del gol, en las repeticiones, recuerdo ver a Seaman tirado en la hierba dentro de la portería, mirando el balón que, tras la mítica parábola de cuarenta y nueve metros, se había quedado tremendamente quieto sobre la línea de cal. «Aquello no fue gol:», escribe Martínez de Pisón, «aquello fue milagro».
Otra imagen imborrable de aquel milagro fue la del Negro Cáceres en el larguero alzando el trofeo hacia el cielo de París. Aquella noche muchos de esos grandes momentos pasaron a formar parte de la memoria colectiva maña. Muchos otros ha vivido Martínez de Pisón con su equipo, instantes que han fraguado su pensamiento mágico. Por supuesto, también lo conforman momentos agridulces, y algunos mucho más amargos que el descenso al peor de los infiernos. Como el fatídico incendio en el Hotel Corona de Aragón, aquel aciago 12 de julio de 1979, que truncó la carrera del joven Badiola.
Se alojaba en el hotel junto a Zárraga, Gerente del Alavés, para terminar de limar los flecos de su fichaje. En cuanto vio el humo negro por debajo de su puerta, Zárraga corrió a avisar al joven futbolista. Por más que aporreó la puerta, no obtuvo respuesta. «Sería encontrado por Zárraga en el Hospital Provincial, entre los heridos evacuados. “Estaba inconsciente, chamuscado, ennegrecido”», declaró en El País al día siguiente. «”Me dijeron no sé qué de asfixia, y mi primera impresión fue que el chico había muerto”». Por suerte, Badiola no había muerto. Por desgracia, su carrera futbolística sí.
El fútbol como narración, como espejo en el que ver reflejada la sociedad. Una consecuencia inevitable en estos tiempos en los que se ha convertido en tema omnipresente. Imposible escapar de su influencia: los periódicos le dedican más portadas, los noticieros más tiempo, las marcas más millones, la publicidad más anuncios. «Si en el Siglo de Oro se hablaba de las armas y las letras», escribe Martínez de Pisón, «aquí podríamos hablar de los goles y los libros». El niño que antes soñaba con montar su roncel armado con lanza y yelmo, ahora sueña con marcar un gol en un estadio lleno hasta la bandera. Del poeta-soldado que fue Garcilaso en la Edad Media, al poeta-goleador que creó Pier Paolo Pasolini en los setenta. Dos palabras, goles y poesía, que engarzan a la perfección desde que Pasolini definiera el fútbol como un lenguaje de signos, y el gol, como su momento más poético.
Sin duda, uno de los goles fundacionales de la modernidad fue el de Nayim. “Aquello no fue gol”, escribe Martínez de Pisón, “aquello fue milagro”
En la capital aragonesa, uno de los estandartes de esta relación entre literatura y goles, sin duda, fue Miguel Pardeza. Los más de quince mil volúmenes que alicatan las paredes de su casa, junto al centenar de goles que hizo con la camiseta del Zaragoza, así lo atestiguan. Aunque algunas tardes, la exigente Romareda reclamase en sus cánticos más goles y menos literatura. Sin embargo, «en el espectáculo de masas más popular de la historia de la civilización», recuerda Martínez de Pisón, «Miguel se declara enemigo del populismo». En el terreno de juego, Pardeza capitaneó aquel Zaragoza de goleadores y poetas junto a los hermanos Milito, Nayim o el Negro Cáceres. Un plantel de futbolistas que dio incomparables alegrías y, al mismo tiempo, memorables sinsabores, como el descenso a Segunda; pero que también «nos proporcionó una buena dosis de literatura zaragocista».
En las gradas, el Real Zaragoza puede presumir de una soberbia plantilla de escritores: Pisón, Mena, Luis Alegre, Javier Tomeo, Melero, Labordeta, Ismael Grasa, Eva Puyó, Notivol, Sanmartín o Lasheras. Un equipo de narradores que escribió Cuentos a patadas, capitaneado por el gran Félix Romeo, fundador de la Peña Milito. Recuerdo una entrevista en la que le pidieron que contara uno de sus vicios, y él confesó ser del Real Zaragoza. Recuerdo también que, en su novela Discothèque, aparecía un fantasmagórico futbolista que recordaba misteriosamente a Nayim. Tras su muerte, el propio Martínez de Pisón escribió en ¡Viva Félix Romeo!: «Le gustaba mucho el regaliz de palo (que él llamaba “paloduz”) y comer pipas en La Romareda. Le gustaba celebrar por teléfono los goles del Zaragoza y regalar camisetas del equipo a los hijos de los amigos».
«Yo no sé lo que es ganar una Liga», dice, «pero sí sé lo que es salvarse en el último segundo y por los pelos, y puedo asegurar que eso provoca una felicidad desbordada e incomparable, una felicidad cien veces más modesta pero mil veces más intensa». El Real Zaragoza de Martínez de Pisón es eso: la suma de lo imaginado y lo vivido, de lo mágico y lo real, de lo bueno y de lo malo. Una inolvidable Recopa, cuatro dolorosos descensos. Partidos seguidos por el teletexto, goles celebrados por teléfono. Algunas tardes de alegría en las gradas de La Romareda, y muchas otras de frustración en las de Montjuïch o el Camp Nou. Un himno del que no se sabe la letra. Un chiste de Cedrún que no pierde la gracia. Las pipas de Félix Romeo. Una taquicardia tras la abultada paliza del Barça de Stoichkov.
Desde entonces, cambió su relación con su equipo. Ahora, acostumbra a hacer coincidir las presentaciones de sus novelas con partidos del Zaragoza contra rivales asequibles. Así se forjan los grandes amores de toda la vida: el que se enamoró del fútbol en la infancia, ya nunca lo abandona por muchos disgustos que le dé al corazón.