Era verano, época de instituto. Una notificación de WhatsApp iluminaba la pantalla del móvil, “¿A las 16.30 en el campito?”. Intentaba comer deprisa para no tener el estómago muy pesado. Abría el armario dirigiéndome al cajón de las camisetas y elegía la que esa tarde portaría intentado imitar al jugador que llevase en la espalda. Me ponía unos calcetines blancos altos y llenaba mi mochila con unas zapatillas de fútbol sala, una botella de agua para hacer frente al cansancio y una sudadera por si por la noche refrescaba un poco. Teniendo ya todo listo, salía de casa y comenzaba mi camino hacia la cancha con los cascos cual jugador de fútbol que se concentra en la previa de un partido. Antes de llegar al destino recuerdo cruzar los dedos para que, entre mis amigos y la gente que estuviese allí, juntásemos tres equipos o más, porque si no tendríamos que jugar un 5 contra 5 constante y porque no podríamos sentir la emoción de lograr ser los reyes de la pista.
Lo primero y más importante siempre era repartir los equipos. Si éramos justos era fácil, pero si alguien se quedaba colgado le tocaba formar parte de dos equipos a la vez. A continuación, tocaba descubrir quiénes serían los primeros en colocarse la corona. Lo normal era que el partido inaugural fuese a tres goles y sin tiempo, aunque si la cosa se alargaba mucho, el equipo que más goles llevase se quedaba con el trono momentáneo del campo cuando la grada se aburriese de esperar.
La auténtica presión comenzaba cuando alguien gritaba: “¡Última jugada!”. Ahí empezaba la verdadera tensión para lograr sentarte en el trono o para mantenerlo alejado del populacho que intentaba hacerlo suyo
Al terminar el primer partido, lo lógico era que el resto de encuentros fuesen al mejor de dos goles y con una duración estimada de diez minutos. Digo estimada porque a no ser que alguno de los de fuera llevase el tiempo cual árbitro profesional, podías quedarte bastante más rato jugando del que te tocaba. La auténtica presión comenzaba cuando alguien gritaba: “¡Última jugada!”. Ahí empezaba la verdadera tensión para lograr sentarte en el trono o para mantenerlo alejado del populacho que intentaba hacerlo suyo. Aquí las reglas estaban claras, si ganabas estabas dentro y si perdías estabas fuera, pero ¿y si empatabas? Casi siempre el que llevase más tiempo se iba para fuera, pero siempre estaba el típico día en el que todo se decidía desde el punto de penalti.
De las reglas generales teníamos que pasar a las internas de cada equipo. A través de un acuerdo democrático íbamos decidiendo más o menos por donde nos moveríamos cada uno, si al libre albedrío o un poco estructurados para que aquello no fuese un caos. También tocaba tomar una decisión complicada, que para muchos era una pesadilla: ¿quién defendería la portería? Muchas veces la mayor de las preocupaciones antes de un partido no era ganar o perder, sino ver quién era el último en tocar el larguero. Si no estabas avispado y eras el último en llegar, te iba a tocar pringar, a no ser que ya te trajeses un portero de casa o que uno de tus humildes compañeros se sacrificase para comenzar bajo palos. Aunque esta no era la única forma de ver quién se enfundaba unos guantes que nunca había; a veces otro buen método de selección era viendo quién era el último en darle al larguero con el balón desde el borde del área.
Una de las cosas más bonitas y visuales de este tipo de encuentros era la variada gama cromática de camisetas que uno se podía encontrar por los aledaños de aquel pequeño estadio que nos montábamos en la cabeza. Desde las más comunes de Messi, Ronaldo o Neymar; a algunas más exóticas como las de Aubameyang, Müller o Ibrahimovic; hasta las más impensables como encontrarte a un chaval con la camiseta de Thiago Silva del Milan. Muchos intentábamos recrearlos pero, al fin y al cabo, cualquier parecido con la realidad era pura coincidencia.
Muchas veces la mayor de las preocupaciones antes de un partido no era ganar o perder, sino ver quién era el último en tocar el larguero. Si no estabas avispado, te iba a tocar pringar
Cuando el balón empezaba a rodar, cada uno intentaba derrochar toda su calidad, o por lo menos no liarla demasiado como para que tus colegas te echasen la bronca por cagarla. Si tenías un buen día, de esos en los que te sale todo, te sentías como si estuvieses en la cima del fútbol mundial, pero como estuvieses espeso y mandaras cada balón fuera del campo, la cosa se te podía complicar un poco. Una de las mejores sensaciones era cuando tu racha de victorias era larga y te convertías en el auténtico rival a batir, el equipo al que todos quieren echar de la pista. Muchas veces el cansancio era tu principal rival ante una larga sucesión de partidos invictos, así que de vez en cuando perder y abdicar en favor de otro de los equipos para descansar un rato fuera no venía del todo mal. El problema llegaba cuando tu mapa de calor marcaba que la posición por la que más te habías movido era por fuera del campo, esperando con ansias tu turno para intentar recuperar la corona.
La jornada solía finalizar por dos razones, o porque debido al cansancio acumulado demasiados jugadores habían abandonado la cancha y no había suficientes como para formar equipos, o porque la luz del día no era suficiente como para ver a donde enviabas la pelota. Eran días sencillos, felices y sin muchas preocupaciones, en los que llegabas a casa reventado por estar toda la tarde persiguiendo el balón y en los que cuando ponías un pie en la cama caías rendido después de un buena tarde de fútbol con amigos.
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Fotografía de Getty Images.