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‘Bucarest’, un cuento de Sergi Pàmies

Publicamos como avance de EL DESCUENTO, nuestra antología de fútbol en la que participan autores como Vila-Matas, Sacheri, Villoro o Gopegui, este relato del gran Sergi Pàmies. Si quieres leerlos a todos, hazte con el libro

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El fútbol es una industria. La nostalgia es una industria. Ergo: la nostalgia del fútbol es una industria. Partiendo de esta premisa se puede entender el cíclico oleaje que nos sitúa ante nuestra memoria de aficionados. Por suerte, el fútbol permite que se entrecrucen percepciones racionales y sentimentales y que el rigor documental quede en segundo plano frente al poder categórico de los recuerdos. Como idioma universal, el fútbol proporciona cementos fácilmente identificables, que cohesionan lugares, religiones e identidades aparentemente irreconciliables. Comparada con otras nostalgias, la del fútbol quizá sea la más inofensiva. Pero, aun siendo así, para que perviva la sobredimensionada, festiva, redundante y creativa nostalgia de los años ochenta es necesario que existan minoritarios reductos discrepantes que recuerdan aquellos años como una pesadilla.

Lo diré con el máximo respeto: no me cuadra que la nostalgia de los ochenta afecte a tantas personas durante tanto tiempo. Y probablemente porque estuve allí para vivirlos, he llegado a la conclusión de que los ochenta se han convertido en una especie de prestación sustitutoria de una o varias generaciones que no tuvieron ni una guerra, ni una posguerra, ni un Mayo del 68, ni una revolución sexual, ni una triste muerte de Franco que llevarse a la boca. Allí donde nuestros hermanos mayores o nuestros padres podían presumir de Che Guevara o Bob Dylan, de Angela Davis o Martin Luther King, nosotros solo pudimos esgrimir la discutible heroicidad de Mazinger Z o el cadáver reiteradamente profanado de Chanquete. Que, además, sigan dándonos la tabarra con la nostalgia de los ochenta cuando, por pura lógica cronológica, ya deberíamos estar superando la de los noventa, es una anomalía que, igual que el calentamiento del planeta, debería tener consecuencias.

Ya está, ya lo he dicho.

Pàmies

Éramos jóvenes, sí, pero lo que de verdad marcó futbolísticamente aquella década fue la derrota del Barça en Sevilla, con su grotesca y fatídica tanda de penaltis. Una tanda que, por cierto, ha quedado fuera de los circuitos oficiales de la nostalgia. Éramos jóvenes, vale, pero tuvimos que sobrevivir a la supremacía gráfica y a la onda expansiva de un ser tan repelente como Naranjito, hito de la infantilización y del feísmo. ¿Recuerdos? Ustedes se lo han buscado. Mi padre, dirigente comunista, consigue, a saber por qué conducto reglamentario, dos entradas para asistir al partido del Mundial de 1982, en el Camp Nou, entre Polonia y Bélgica. Por disciplina de partido, él va a favor de los polacos que, futbolísticamente, gozan de un merecido prestigio. Yo, en cambio, simpatizo con Bélgica porque es un país que, en su disonante estructura y sus constantes muestras de genio, nunca me ha fallado, incluso en su tendencia al desastre. La situación es artificial porque al Camp Nou se va a ver al Barça y porque, aunque mi padre exterioriza su contenida satisfacción de Comité Central cada vez que marcan los polacos, el ambiente es tibio y la grada está medio llena según él y medio vacía según yo. El reencuentro llega demasiado tarde. Mi padre tiene 68 años y yo 22 y, por razones político-biográficas, no hemos podido compartir el ritual fundacional que une a los aficionados niños con sus aficionados padres a favor de una misma causa sentimental susceptible de unir a todos los parias de la tierra. Futbolísticamente, él no ha podido inculcarme casi nada, así que, abusando de mis prerrogativas de futbolero enteradillo, yo soy el que le aburre con mis datos, dándomelas de experto cuando no lo soy e intentando, con un éxito perfectamente descriptible, impresionarle. Los padres están para eso: para alimentar en sus hijos un sentimiento de inferioridad que, por acción u omisión, crece o mengua en función de parámetros imprevisibles.

 

El fútbol es una industria. La nostalgia es una industria. Ergo: la nostalgia del fútbol es una industria. Partiendo de esta premisa se puede entender el cíclico oleaje que nos sitúa ante nuestra memoria de aficionados

 

Allí estamos, pues, animando a los polacos. Él, por pura adhesión a las fuerzas del Pacto de Varsovia. Yo, para no romper la magia paterno-filial del momento. Él todavía no sabe que su querido comunismo tardará poco en venirse abajo estruendosamente y yo ignoro que aún me queda por superar la gran prueba de los oscuros ochenta: la final de Sevilla. Y, una vez más, el comunismo y la decepción se darán la mano y se encarnarán en el Steaua de Bucarest, equipo comunista de esa ciudad comunista que visitamos tantas veces con mi padre, y en un Barça conceptual, espiritual y futbolísticamente nuñista. Debería sentir algo por la capital rumana. Allí pasé buenos momentos, explícitamente veraniegos y gocé de los privilegios propios de los invitados amparados por la solidaridad internacional entre jerarquías de partidos comunistas. Fue en Bucarest, cerca de un lago, donde mi hermano, con su larga melena de nostálgico de los setenta, se hizo el interesante y le preguntó a un intérprete que llevaba pistola: “¿Y aquí qué derechos tienen los homosexuales?”. El intérprete se quedó con su cara —y sospecho que con la mía— y, calculando mentalmente cuántas patadas le gustaría pegarnos, respondió: “En Rumanía tenemos la gran suerte de que no hay homosexuales”. Pues bien: la noche de Sevilla, tras odiar profundamente a Bernd Schuster por su indigna, cobarde y telúrica deserción, tras lamentar la fatalidad de un día fatalmente irrepetible, me acuerdo que pensé que debería alegrarme de que, por lo menos, hubiéramos perdido contra el Steaua y no contra otro equipo degenerado y capitalista. Y una mierda. La tristeza y la rabia arrasaron con todo y Bucarest me pareció el peor de los adversarios para caer en una deshonra que entonces parecía irreparable y que me ha dejado cicatriz. Es más: en algún momento de aquella noche, alternando momentos de paroxismo depresivo y aspavientos de delirio rencoroso, llegué a la conclusión de que todo había sido perpetrado, con ayuda de la KGB, por el oscuro y homófobo intérprete de la pistola para vengarse de aquellos dos enchufados españoles. Del Barça, para más inri.

Conclusión: cada vez que veo asomar la nostalgia de los ochenta, me acaricio la cicatriz de Sevilla y vuelvo a la realidad.


El descuento, el nuevo libro de Panenka, es una compilación de 100 relatos breves que tienen en el fútbol su punto de partida, para a través de él narrar y reflexionar acerca de cuestiones vitales que trascienden el deporte. Una amplia y variada selección de historias contadas por 100 escritoras y escritores entre los que destacan Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Sergi Pàmies, Belén Gopegui, Martín Caparrós, Eduardo Sacheri, Carlos Zanón, Pepe Colubi, Miqui Otero, Santiago Roncagliolo, Marta San Miguel, Miguel Pardeza, Jordi Puntí, Lucía Taboada o Enrique Ballester. La portada es de Xavier Mula. 


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