Regresar es siempre una tarea complicada, más aún cuando se trata de hacerlo a la esencia. Aquellos días donde todo estaba por descubrir, el placer de lo recién destapado, y esa sonrisa cómplice de a quien le queda todo un camino por avanzar. Han pasado más de cien años desde que los primeros clubes de fútbol dieran sus primeros pasos, mirad en qué punto estamos ahora. Da la sensación de que vivimos en un deporte diferente donde tan solo el balón no nos abandona, aunque a veces nos dé la impresión de que hasta él podría traicionarnos algún día. Ojalá ese instante no llegue nunca. Los clubes viven en una realidad opuesta, lejos de aquella en la residían entre los habitantes del barrio y eran una parada obligatoria en el festejo del domingo. Comida familiar y al estadio, la sobremesa la ponían veintidós protagonistas sobre el césped. Es imposible recuperar esa esencia, ha pasado ya demasiado tiempo y todo se ha teñido de billetes. La única forma de recuperar esa emoción dominical es descender al fútbol semiprofesional o que su club roce la banca rota. Debido a este segundo caso muchos equipos han recuperado su naturaleza, se han reconciliado con el barrio y juntos vuelven a recorrer el mismo camino cien años después.
Aveiro es conocida como la Venecia de Portugal debido a sus canales de agua. Es una ciudad pequeña, aproximadamente posee 70.000 habitantes, pero muy turística. Ya sabéis, la clásica postal donde los turistas posan en las góndolas que cruzan el centro de la ciudad. Aveiro no tiene muchos secretos, básicamente son restaurantes y canales. Es sencilla pero aporta mucha tranquilidad. Además, a pocos kilómetros hay largas playas y pequeñas casas llenas de colores dispuestas a ser fotografiadas. Todo ello la hacen ser un punto indispensable en las vacaciones de muchas personas, siendo además un lugar de importante nivel económico debido a las salinas. Pero Aveiro también es fútbol, un fútbol de otra época en pleno 2017. Es como encontrar una especie en peligro de extinción, ese lince ibérico escondido. Alejado de las góndolas y los flashes de los turistas, se esconde el estadio Mario Duarte. Entre casas de alto poder adquisitivo y un precioso parque aparece el feudo del Beira-Mar. Un estadio que tiene capacidad para algo más de 10.000 espectadores.
Es recomendable caminar hacia el estadio entre los árboles que acompañan hasta sus inmediaciones. En la actualidad el Beira-Mar está en la tercera división del fútbol portugués debido a sus numerosos problemas financieros, asunto que aún no han sido del todo subsanado. Esa quiebra logró unir a sus aficionados, hoy sienten de nuevo a su equipo como algo suyo. Una de las primeras medidas fue dejar el opulento Estadio Municipal de Aveiro, quinto con más localidades de Portugal, y regresaron al barrio, a los orígenes. Allí les esperaba el Mario Duarte, no tan elegante pero sí dispuesto a acoger en sus asientos a los fieles seguidores a los que se les obligó a huir de él. Como les ha ocurrido a otros muchos equipos, sobre todo en España, los dirigentes del Beira Mar se creyeron ricos dejando de lado la realidad. Sus errores los terminaron pagando los aficionados, esos mismos que hoy levantan al club de su vida de entre las cenizas. Resulta paradójico, e injusto, que un club vuelva a ser de los suyos tan solo cuando está herido de muerte, tan solo entonces los hinchas adquieren un protagonismo que se les ha robado gracias a la demencia de muchos dirigentes con altas aspiraciones.
En la puerta del estadio, mientras realizaba las pertinentes fotografías, un hombre de mediana edad mordía una manzana. Concluida su pieza de fruta se dirigió hacia mi ofreciéndome una irrechazable oferta: “¿te gustaría ver el estadio por dentro?”. ¿Cómo iba a rechazar aquella propuesta? Era lo que más deseaba en aquel instante. “Espérame aquí, en la puerta, te voy a abrir desde el bar”. Era una situación confusa. El que creía que era el clásico aparca coches, que lo hace por unas pocas monedas, me estaba abriendo las puertas de su casa. Ya dentro del Mario Duarte sentí una terrible emoción, a la altura de cuando he visitado estadios de mayor nombre. Mi nuevo amigo me explicó la delicada situación económica del club pero que ellos eran felices, habían vuelto a sus orígenes. “El domingo tenemos un partido complicado, vendré unas horas antes a limpiar el estadio”, me explicó con total sencillez. Aquel hombre que me había abierto las puertas de su casa iba a ser el responsable de poner bonito el estadio. Me produjo una envidia enorme, ¡yo también quería limpiar y ser partícipe de esa historia! Orgulloso de su club me recordó que allí jugó el gran Eusebio, afirmaba con gran entusiasmo ser ese uno de los hechos más relevantes en la historia del Beira-Mar. “Bueno, me tengo que ir. Te dejo el estadio para ti, cuando vayas a irte cierra la puerta. Ha sido un placer”. Efectivamente, el feudo del histórico club de Aveiro ahora también sería el mío aunque solo fuera por unos minutos.
Lo recorrí con calma, no me quería ir de allí. No habría sido mala idea permanecer en sus antiguos asientos hasta el día del partido, tomar unas cervezas con mi nuevo amigo y limpiar juntos el Mario Duarte. El pueblo de Aveiro volvió a su césped, al de toda la vida, cuando más lo necesitó el Beira-Mar. Un romance que perdura durante casi 100 años de historia, pese a la dificultades que atraviesa ahora están inmersos en la parte más bonita de la relación: el cosquilleo de quien se siente correspondido.