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Bob Dylan y la máscara italiana

Ver al cantautor norteamericano sobre el escenario es una experiencia que guarda similitudes con ver a la selección italiana compitiendo en un gran torneo

Era el 24 de junio de 2010. Lo recuerdo bien porque aquella fue la única vez en la vida en la que vi en directo a Bob Dylan. Casi setentón, al ritmo de su legendaria parsimonia, sombrero y traje, acompañado de su banda de elegantísimos músicos, salió al escenario, saludó con un arqueo de cejas (quiero imaginar) y se puso a ello, empezando con la misma canción con la que arranca Blonde on Blonde (algo así como el santo grial de los álbumes de rock), para ofrecernos un repertorio impecable, de los de toda la vida, a la altura de una carrera más que prolífica. Bob lleva desde 1962 arrojando obras maestras como el que tira migas de pan a los patos. Parece no importarle y, en efecto, le importa un comino. Se versiona a sí mismo porque su cara, en realidad, siempre fue una máscara. En el escenario, aquella tarde, sobre uno de sus amplificadores, entre aparatos eléctricos y cables, se podía ver una figura brillante, bañada en oro. ‘Al fondo, allí, ¿la ves?’, nos dijeron un par de tipos con los que compartíamos espacio y que, aun entusiasmados, tenían toda la pinta de haber visto a Dylan en directo unas ciento cincuenta veces más que yo. ‘Sí, la veo. ¿Qué es?’. Era el Oscar que Bob había ganado en 2001 por Things Have Changed. Se lo había traído con él a la carretera. Porque esa es su casa desde hace años. 

En la cola para acceder al Poble Espanyol de Barcelona, aguantando el calor para estar más o menos cerca del maestro, mataba el rato toqueteando Twitter (prehistórico entonces) para enterarme de cómo iba la cosa en el Mundial de Sudáfrica. Se iba resolviendo la fase de grupos y el asunto ganaba en emoción. No es que me importara en exceso. Ese día solo había Dylan. Pero el futbolero salió a la superficie cuando me enteré de que Eslovaquia se había cargado a Italia en una de las primeras grandes sorpresas que nos dejó aquel torneo africano. Miré a mi alrededor y se lo hice saber a mi acompañante, para calibrar el estupor. Pero el mundo seguía girando. ¿Cuánto queda para que salga Bob? En mi mente, desenfocado entre el desastre italiano, el trofeo macizo de oro que habían levantado cuatro años antes, cuando nadie daba un duro por ellos. Los italianos también lo debieron poner en un rincón. Otra vez comprobaban que, como un Oscar, una vez ganada, la Copa del Mundo es solo un trozo de metal. 

 

Italia es como el mar: juramos que es azul cuando, en realidad, todos hemos podido comprobar que es transparente

 

El tópico reza que, en los grandes torneos, con Italia sucede lo que sucede: cuando uno espera mucho de ella, se diluye como un azucarillo, mientras que cuando ni siquiera aparece entre las favoritas, o directamente se la descarta, acaba acariciando el campeonato, cuando no lo termina consiguiendo. Me gusta Italia porque es un lugar común, un sitio en el que reposar y pensar equivocadamente que todavía quedan certezas. Me gustan las sorpresas italianas (o, más concretamente, me gusta hacerme el sorprendido cuando les ocurre lo que todo hijo de vecino, en secreto, esperaba que les pasaría). Por eso, lo reconozco, tengo guardada desde hace días una corazonada sincera con esta Italia de Roberto Mancini que hoy inaugura la Euro 2020. Una squadra con más talento del que reluce, con más ideas de las que dice defender, con más peligro del que se le vigila, con más audacia de la que siempre demostró el técnico. 

Me gusta el combinado italiano porque lo echábamos de menos aunque siempre intente engañarnos. Aunque, como le ocurre a Bob Dylan, nos preocupe más a nosotros de lo que él se preocupa por sí mismo. Pero, a diferencia de Bob, Italia nunca se disfraza. Por eso consigue confundirnos. En Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story, el documental estrenado por Martin Scorsese el pasado año en el que repasa los meses locos de la Rolling Thunder, una gira tan alucinante como mitificada del Dylan nómada y circense de mediados de los 70, el propio Bob resumía esa certeza milenaria a la perfección: “Cuando alguien lleva a una máscara, te va a decir la verdad. Cuando no la lleva, es complicado que lo haga”. Dicho de otro modo, Italia es como el mar: juramos que es azul cuando, en realidad, todos hemos podido comprobar que es transparente.

 


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Fotografía de Imago.