Guía espiritual y estrella del rock. Thierry Henry no solo marcó goles para el Arsenal. También marcó la juventud de toda una generación.
Este texto está extraído del #Panenka79, un número dedicado al Arsenal que publicamos en noviembre de 2018
Hubo una época en mi vida en la que me sabía hasta el nombre de los gatos de Thierry Henry, elegía a mis amigos en función de si se parecían a él y si no le imitaba el corte de pelo era porque la naturaleza me lo impedía. Buceaba en Internet para saber cómo era Les Ulis, su pueblo de origen en las afueras de París, y lo comparaba con el lujoso barrio londinense en el que había establecido su residencia cuando la Premier bailaba a su son. Sus frases en las entrevistas de prensa me parecían consignas que me enseñaban a vivir: “la unanimidad es imposible”, dijo una vez, y yo me lo repetía cada vez que me frustraba por no gustarle a alguien. Henry era a la vez un guía espiritual y una estrella del rock. Era el hombre que querría haber sido, el ideal estético que jamás alcanzaría. El mejor jugador que había visto. La razón sensitiva para hacerme del Arsenal, siendo Wenger la racional.
Henry jugaba en canales de televisión que emitían por satélite y mis amigos no lo veían. En los relatos con los que les martilleaba mientras les derrotaba con la velocidad supersónica que poseía la versión virtual de mi ídolo en los videojuegos, Thierry era un futbolista de dibujos animados en el que se habían fusionado la perfección física, la técnica y la mental. Mi misión en la vida no era otra que demostrarles que en realidad era así, que no había nadie mejor y que estaba claramente por encima de aquel Ronaldinho que tanto les entusiasmaba en su Barcelona. La oportunidad de lograrlo llegó una tarde en París, hasta donde me desplacé tras haber hecho lo propio antes a Londres y Villarreal, como si la coronación dependiera de que yo estuviera presente y lo acompañara por todos los escenarios y las etapas que había que completar para alcanzar el objetivo. La película parecía diseñada para tener un final feliz: se jugaba al lado de su casa y en el mismo estadio en el que, siendo un adolescente, se había proclamado campeón del Mundo en 1998, un título en el que su papel, yo me empeñaba en reivindicar, había sido mucho más principal de lo que recordaba la memoria colectiva. Se estaba dando todo como tenía que darse: se adelantó el Arsenal, Ronaldinho tenía un mal día y el contexto del segundo tiempo era idóneo para que Henry sentenciara el partido al contragolpe. Iba a tener un mano a mano con Valdés, lo sabíamos todos. Y lo tuvo.
Thierry era un futbolista de dibujos animados en el que se habían fusionado la perfección física, la técnica y la mental
El destino de nuestras vidas iba a definirse en esa jugada. La diferencia entre el gol y el error era la misma que entre el todo y la nada. Era la Copa de Europa que tenía que ganar con el Arsenal. Era el Balón de Oro sin el que no se podía retirar. Era romper en mil pedazos la injusta etiqueta que llamaba a Wenger perdedor. Era darle la razón a Cesc Fàbregas, al que mis amigos ‘culés’ odiaban porque se había ido a Londres siendo un niño. Era coronar a Robert Pirès y a Fredrik Ljungberg, mis secundarios favoritos de aquel equipo de época. Era desmentir a los escépticos que pregonaban que lo de los Invencibles no tenía tanto mérito porque, ya se sabe, en Inglaterra se defiende mal y nadie entiende de táctica. Era coronarse en la esfera global y no solo en la Premier, donde los espacios se regalan. Era la jugada definitoria, la que iba a escribir la Historia. La que decidiría en qué escalón iba a ubicarse Henry para el resto de los tiempos. Un mano a mano eterno, una carrera desde el centro del campo hacia la portería que duró tres películas y media.
Falló.
Valdés se la paró.
El Barça remontó.
“Era el mejor jugador que había visto. La razón sensitiva para hacerme del Arsenal, siendo Wenger la racional”
Nunca nada volvió a ser igual, aunque el verano estuvo a una tanda de penaltis de entregarle su segundo Mundial, esta vez con un protagonismo mucho más destacado (ese gol a Brasil en cuartos, a la Brasil de Ronaldo y Ronaldinho, lo canté como la última esperanza de reengancharse al Balón de Oro). Pero estaba empezando la era de Cristiano y Messi, y resultó doloroso observar a Henry compartiendo equipo con alguien que se reveló de manera indiscutible como mejor que él. Su declive hizo daño, e incluso esa Champions que acabó levantando (la que tantas veces se le había negado) tuvo un componente amargo: fue sustituido, no marcó en la final y todo el mundo iba a recordar a aquel equipo como el de Messi o el de Guardiola. No como el de Henry.
Así que esa consciencia de que un día fue el mejor del mundo no la podemos compartir en eventos sociales ni airearla mucho en los micrófonos. Tenemos que dejarla guardada en la privacidad de ese cajón de nuestra mejor juventud secreta, la de los condones sin usar, las fotos en papel de los largos viajes en tren para explorar nuevas sensaciones en Ámsterdam, la de las cartas de amor escritas a mano, la de los diarios personales con hojas mojadas por lágrimas de un dolor tan intenso y tan prohibido, la de los apuntes de la universidad interrumpidos por garabatos sin sentido y por formaciones tácticas de equipos neerlandeses. Henry fue ese primer amor, tan ideal y tan platónico, tan repleto de fantasía y fuegos artificiales, tan sentido y tan llorado, tan inigualable, tan incapaz de ser superado por los que vengan después aunque esos sí sean de verdad. Henry fue mi adolescencia, mi vagón favorito de la montaña rusa, mi única realidad sólida en un mundo que se despedazaba y que no podía comprender. Henry fue esa película italiana de seis horas que sólo yo sé que es la mayor obra maestra de todos los tiempos. Ese disco perdido y olvidado que sigue evocando nuestras mejores noches cuando una emisora se equivoca y vuelve a ponerlo de madrugada. Henry fue todos los amores que me dijeron que no y que me habrían dicho que sí si yo hubiese sido él y no yo. Y todos los besos de esos amores, y todas las caricias, y todas las confesiones al oído y todas sus palabras dulces. Y el primer coito y el primer despertar después del primer coito, con sus rayos de sol únicos entrando por la ventana y convirtiendo tu cara en lo más resplandeciente de la existencia. Y el primer café después del primer despertar después del primer coito.
Y hoy he olvidado por completo cómo se llamaban sus gatos.
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Ilustración de Sr. García.