Caracoleando por carretera se llega a Eibar, tan estrecha e industrial, tan encajonada entre montañas, sin más espacio para seguir creciendo. Parece gris, pero el domingo se imponían los colores. El azul y el rojo, presentes en cada calle, en cada plaza. La ciudad, seguramente la menos poblada de todas las que han acogido la Primera División (27.000 habitantes), tan pequeña que al googlear Eibar aparece el equipo, no la ciudad, se presentaba al visitante llena de banderas en los balcones. Y abarrotada de camisetas, en cuerpos de adultos, muchas, y de niños, muchísimas. Había más niños con la equipación entera del Eibar, camiseta, pantalones y medias, que sin ella. Y correteaban por las calles persiguiendo una pelota, jugando con ella: los bancos y las basuras ejercían de porterías. Las calles eran suyas. Y el adulto que andaba por ellas buscando una terraza era solo un obstáculo más. En la calle Toribio Etxebarria, arteria comercial, un grupo de niños, todos vestidos del Eibar, buscaba los límites de su imaginación reinventando el balonmano. Otro grupo, ya sin camiseta por el calor, jugaba en la puerta de la iglesia: lo único sagrado en la infancia es la pelota. Algunas camisetas lucían el nombre de Stoichkov. Otras, el de Fran Sol. Otras, las más orgullosas, el nombre del niño o la niña en cuestión. La mayoría no tenían ningún nombre serigrafiado: en las ciudades de fútbol terrenal, en las que el futbolista es más humano que extraterrestre, el nombre más importante de la camiseta siempre está delante, en el escudo. En toda la ciudad solo se vio una elástica extranjera: una negra del Madrid con el escudo cian, como si quisiera pasar medio desapercibida, además de las del Girona. Fue, de alguna forma, como regresar a un mundo que ya no existe, visitar un parque temático de pureza en tiempos de artificialidad, de superficialidad, aterrizar en la Galia de Astérix y Obelix, redescubrir la autarquía como algo positivo.
Avanzada la tarde, el color fue irrumpiendo en Ipurua: arriba del todo de la ciudad, tan arriba que se llega ahí en escaleras mecánicas o sudado, tan arriba que después solo queda ya la carretera, la frontera entre muchísimo gris y muchísimo verde. El estadio, tan pequeño, se convirtió en una caldera, siempre flanqueado por esos dos bloques que le confieren una belleza única. El ambiente era fascinante, de los que atormentan e impactan, de los que engullen visitantes que tiemblan. Y el estadio vivió un duelo salvaje, brutal, feroz. Y de final triste para los armeros, doloroso. Gio Zarfino, mediocentro de un Alcorcón descendido a Primera RFEF desde hacía meses, les dejó sin ascenso directo en el minuto 91 de la última jornada, y, ya en el play-off, sonrieron en Montilivi, con un gol estratosférico de Ager Aketxe que parecía encarrilar el pase a la final, pero cayeron en Ipurua: víctimas de un maravilloso disparo de Borja García en el 1′ y de un cabezazo, el enésimo, de Cristhian Stuani en el 91′, ya en la prórroga. El Eibar buscó el gol, pero Blanco Leschuk se estrelló contra un Juan Carlos Martín titánico y Stoichkov chocó contra el larguero visitante. Los centros y los córners, un sinfín, murieron en las cabezas de Santi Bueno, Bernardo Espinosa y Juanpe. Y el Eibar pereció en las semifinales. El desenlace de la presente temporada ha sido cruel para un equipo que había estado entre los seis primeros clasificados desde la jornada 7 y entre los tres primeros desde la jornada 12. El conjunto de Gaizka Garitano, líder de la jornada 24 a la 38, y de nuevo en la 41, equipo del ascenso directo en 28 jornadas de las 42 de la liga regular, acabó sucumbiendo, víctima de la maldición que dice que hace ya cinco años que no asciende el tercer clasificado.
Y muchos lloraron, en el estadio, en casa: adultos, por la certeza de quedarse un año más en Segunda, a las puertas de ser y de existir, niños, por la incapacidad de encajar la derrota, tan triste, demasiado triste. Lo decía el cantante Xavibo hace un tiempo en estas mismas líneas: “Para los que somos privilegiados, para los que nacemos en el primer mundo, vivimos en una familia estructurada y lo tenemos todo y más, de niños, la primera decepción, la primera vez que nos damos cuenta de que no todo será como nosotros queremos, quizá es cuando nuestro equipo pierde una final. Es una de las primeras cosas que nos hacen descubrir y entender los límites”. Pero en el fútbol del bipartidismo, tediosamente bicolor, hay victorias que no son de oro y plata, que trascienden el verde. Quizá sea el consuelo del perdedor, pero las plazas y las calles abarrotadas de niños armeros corriendo tras un balón aseguran algo que no aseguran ni los goles: la supervivencia de la identidad, más valiosa, aunque hoy no lo parezca, que cualquier ascenso.
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Fotografías de Getty Images y de Arnau Segura.