Dentro de la gran estirpe de mediocentros, Brasil siempre ha sido un surtidor prolífico de referentes tácticos. El dominio defensivo de Mauro Silva, la movilidad incombustible de Flavio Conceiçao, la organización en pase largo de Donato. Antes de vivir tal explosión de centinelas de la medular, el modelo carioca ya había sido instaurado por Toninho Cerezo, el cerebro del Atletico Mineiro entre 1972 y 1983, a excepción de 1973, año en el que recaló en el Nacional Futebol Clube.
De los 17 a los 28 años, Cerezo fue la manija de un club en el que rápidamente plasmó sus aptitudes a la hora dominar el espacio, acudiendo siempre a la zona del campo que requería el oxígeno que bombeaban sus botas. Dicha facilidad para divisar un mapa exacto de las necesidades de su equipo sobre el césped, definieron una inteligencia que parecía haber nacido para el fútbol europeo.
Antes de dar el gran salto fuera de Brasil en 1983, Cerezo tuvo la opción de ser jugador del Barça, pero tal como explicaba Manuel Bernardos desde las páginas deportivas de El País, el 13 de enero de 1982: “El Fútbol Club Barcelona probablemente no podrá hacerse con los servicios del brasileño Toninho Cerezo, ya que las pretensiones del Atlético Mineiro, de Brasil, están muy por encima de los presupuestos que para este fichaje tiene establecidos el club catalán. Antonio Carlos Cerezo está decidido a enrolarse en el Barcelona por lo que resta de temporada, en el caso de que su club y el Barça lleguen a entenderse en el precio de su alquiler por tres meses, lo que supondría un rendimiento máximo de veinte partidos entre Liga, Copa y Recopa. El presidente del equipo brasileño, Elías Kalil, ha pedido a través del intermediario Figger cien millones de pesetas, cantidad que Núñez no está dispuesto a abonar”. No cabe duda de que, dentro de las grandes oportunidades perdidas, ésta es una de las más dolorosas. La mera suposición de lo que supondría ver jugar a Maradona con las triangulaciones y ayudas de Cerezo es caviar para la imaginación.
Cerebral y dosificado, aparte de ser un estratega posicional, su simbiosis entre cerebro y técnica exquisita le permitía administrar cada floritura, pase vertical o control orientado en pos del beneficio táctico
Eso sí, 100 millones de pesetas en 1982 era una cantidad considerable. Aunque también estamos hablando de un jugador en su plenitud deportiva, que venía de ser el enganche generacional del Brasil de Pelé con el de Zico y Dirceu, con los que formó parte en el Mundial de Argentina en 1978. En aquel combinado, Rivelino representaba la vieja guardia. Una que ya dejaría paso al mítico Brasil del Mundial de España, que se presentaba con la vitola de favorito. No era para menos, bajo la batuta de Cerezo, se desplegaban los driblings infernales de Zico, las estampidas por la banda de Junior, las carreras sin freno de Eder, las filigranas imposibles de Falcao y los pases imposibles de Sócrates. Pero aquel Brasil de dibujos animados tuvo que sufrir el arte del ‘menos es más’ de Italia, el país al que, un año después, Cerezo se desplazó por medio de la Roma, un equipo que venía de ganar el Scudetto en la 1982-83, guiados por un Bruno Conti que pudo vivir los tres siguientes años de su carrera resguardado por el de Belo Horizonte. Con ambos dominando el centro del campo, la Roma se hizo con dos Copas de Italia, las de 1983-84 y 1985-86, último año del brasileño en el equipo capitalino antes de partir a la recién estrenada Sampdoria de Vujadin Boskov, de quien fue el jugador que trasladó sobre el césped todas sus órdenes y conocimientos.
Con Cerezo como director de orquesta, la Sampdoria vio crecer a talentos como Gianluca Vialli y Roberto Mancini. Entre 1986 y 1992, el equipo transalpino fue capaz de hacerse con cuatro títulos nacionales, incluyendo el Scudetto de 1990-91. Aquel año fue especial por un hecho: la consolidación de Katanec como jugador-escoba de Cerezo, que a sus 35 años estaba viviendo una segunda juventud, propiciada por su propio estilo de juego. Cerebral y dosificado, aparte de ser un estratega posicional, su simbiosis entre cerebro y técnica exquisita le permitía administrar cada floritura, pase vertical o control orientado en pos del beneficio táctico. Su estilo estaba basado en el máximo aprovechamiento de las habilidades en función de lo que requería cada acción sobre el terreno de juego. Sencillez y elegancia al cubo.
Fue durante sus tres años junto a Katanec cuando se vio más libre que nunca a la hora de desplegar todos sus atributos ofensivos, generando siempre el primer pase de todas las jugadas de gol, finiquitadas entre Vialli y Mancini.
El gran mérito de Cerezo no sólo fue hacer de un club humilde como la Samp un equipo con mentalidad ganadora, sino conseguirlo en la misma época del Milán de los tulipanes, el Nápoles de Maradona, el Torino de Scifo y Martín Vázquez, la Juve de Trapattoni y el Inter bávaro. Casi nada. Para ello, el propio Cerezo recuerda que “nuestro equipo tenía una estructura muy buena y no cambiaba mucho de un año a otro. Creo que estuvimos con ocho jugadores fijos durante seis años y sólo cambiamos dos o tres por temporada”. En esta misma declaración se hace presente toda una filosofía: constancia y unidad. Dos valores que, junto a Mauro Silva, Cerezo ejemplificó mejor que cualquier otro carioca con mentalidad europea.