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Segundas espadas y segundos violines

El fútbol de selecciones provoca que muchos jugadores de rol flirteen con los reflectores durante algún verano, para después volver a hacer lo que mejor saben: ser segundas espadas y segundos violines

Después de leer el extraordinario libro de María Teresa Andruetto, Extraño oficio, pensaba en la poca luz con la que alumbramos a los personajes secundarios de la Historia. Esto a propósito de ‘Operación masacre’, uno de las 56 relatos-anécdotas-crónicas que conforman la antología propuesta por la narradora argentina, en donde busca visibilizar a Enriqueta Muñiz, secretaria, librera, traductora y, particularmente, segunda espada de Rodolfo Walsh durante la investigación que devino en una de las obras de no ficción más reverenciadas de todos los tiempos.

La dedicación y el esmero de Andruetto por reivindicar a un personaje marginal —que dejó como testimonio un diario travestido de libro llamado Historia de una investigación— me recordó, a su vez, a la maravillosa reflexión que escribió hace tiempo Carolina Vázquez desde Inverness, la puerta a las highlands escocesas, en la tribuna de Cartas a la Directora de El País, llamada ‘La felicidad del segundo violín’, que empieza con algo así: “Mi hija quiere ser segundo violín. No primero ni solista, ella lo que quiere es tocar tranquila en un segundo plano, porque eso le hace feliz. Pero el mundo está hecho para los que quieren ser famosos, para los que sueñan con ser los primeros”.

Ahora que estamos en medio de un verano tan futbolero, con competiciones de selecciones en ambos lados del Atlántico, es momento para cuestionarnos si estamos siendo un poco injustos con la escasa gloria que solemos concederle a las segundas espadas y segundos violines. Y en como esto, si prestamos la suficiente atención, nos puede ayudar a explicar buena parte de los naufragios que hemos visto con algunas selecciones repletas de talento en casi todas las líneas. La lección es evidente: acumular talento ya no basta para ser una selección que trascienda en torneos internacionales. Hay que tener jugadores dispuestos a galopar en la penumbra y a asumir su rol de compensadores y facilitadores, aunque el fútbol, como el mundo, esté hecho para que los quieren salir en la foto principal.

 

Puede que sea eso  lo que más nos gusta del fútbol de selecciones: la elección de los actores de reparto puede ser igual o más crucial que la de los actores protagónicos en la conformación de la plantilla que ha de competir para representar a un país

 

Puede que sea eso, precisamente, lo que más me gusta del fútbol de selecciones: la elección de los perfiles para los actores de reparto puede ser igual o más crucial que la de los actores protagónicos en la conformación de la plantilla que ha de competir para representar lo mejor posible a un país. Y en eso, creo, se distancia respecto a los clubes: no necesariamente juegan los mejores, sino los que interpretan con mayor fe y convicción el plan de su entrenador. Esto se vuelve mucho más tangible, por razones evidentes, en las selecciones emergentes de segundo y tercer escalón en la élite. Por eso de pronto nos cautiva tanto un carrilero beligerante de nombre impronunciable, un defensa central infranqueable con aroma a sepulturero del que apenas teníamos pistas o un centrocampista anónimo con las medias bajas con el que quizá nos hayamos cruzado en algún bar.

Lo bonito de todo esto es que provoca, en consecuencia, que muchos jugadores de rol se puedan permitir flirtear con los reflectores durante algún verano, para después volver, irremediablemente, a hacer lo que mejor saben, con lo que probablemente nunca soñaron y lo único que permite que el mundo sea un lugar un poco más amable: ser segundas espadas y segundos violines.

 


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Fotografía de Getty Images.