No recuerdo el fútbol de hace una década pero sí a muchos de los futbolistas que lo jugaban.
Recuerdo al Romelu Lukaku de 2009. Todavía está aquí. Tiene 17 años y una temporada por delante en el Anderlecht. Tiene trenzas en el pelo y los ojos demasiado infantiles, demasiado irreales, para un niño de su enorme estatura. Tiene un nombre tan bello, Ro-me-lu, que deslumbra el bosque una noche de invierno. Y es un delantero descomunal.
Tal vez Lukaku fue una de las últimas promesas con toda la pinta de acabar rotas en un terreno de juego que no se rompieron. Puedo mirar atrás y sentir el vértigo que provocaban sus pasos. El hype era ensordecedor. Estaba justificado. El joven belga, hijo de congoleños, trataba por aquella época a sus rivales como Godzilla a las pobres criaturas desesperadas que se apartan de su camino para no morir aplastadas. Nadie intentaba frenarlo. Era imposible.
Recuerdo al Romelu Lukaku de 2009 y pronto voy a empezar a hacer lo mismo con el de 2019. Él, en el fondo, no ha cambiado tanto. Sigue siendo un ariete con gran potencia física, buenas cifras goleadoras y habilidad para quebrar un encuentro en cualquier instante. En estático parece un bloque de viviendas del extrarradio aguantando los picotazos de las excavadoras. En carrera, una leve cometa que, pese a sus proporciones, cruza con presteza y a máxima velocidad el cielo enemigo. Su estilo, que nunca estuvo completamente ligado a su físico, no ha caído en desgracia.
El joven belga trataba en 2009 a sus rivales como Godzilla a las pobres criaturas desesperadas que se apartan de su camino para no morir aplastadas
Lo que ha cambiado, muy a su pesar, son el resto de cosas que lo rodean. Jamás se es uno mismo a secas. Siempre hay que tener en cuenta el entorno. Ese es el problema.
Lukaku percibe hoy, por una parte, el paso del tiempo. El pringoso rastro que va dejando tras él. Ya no es un adolescente desconcertante al que todos temen, lleva más años expuesto, se ha marchado de equipos y ha fichado por otros, ha conocido varias competiciones, y los adversarios y los recuerdos lo castigan más, porque los hay de generosos pero también de muy cabrones. Rememoraba hace unas semanas José Martí Gómez que Vázquez Montalbán se reía de sí mismo cuando repasaba sus fracasos personales: había querido ser primera bailarina del Boshoi, delantero centro del Barça, Papa para ver si Dios existía y secretario general del Partido Comunista de la URSS para saber si la revolución era mentira. Al final, quedó en escritor.
Lo peor del paso del tiempo es que te confirma que la mayoría de tus sueños nunca descuidarán su condición de sueños.
La segunda cuestión que intuye Lukaku es que el mundo, a medida que uno crece, cada vez se va volviendo un lugar más extraño y sombrío. Un día te vas de tu marcador con rotunda facilidad y al otro, sin motivo aparente, ya no. Un día entras a un estadio con servicio de catering, calefacción por suelo, salas de masaje, jacuzzis y demás equipamientos modernos del siglo XXI, y al otro ves apiñado en él a un grupo de trogloditas que te insultan por el color de tu piel.
Quizá el mérito del hoy goleador del Inter esté ahí, en su negativa a abandonar lo que era pese a que todo a su alrededor se ha transformado. Incluso la opinión que los espectadores tenemos de él. Una década después de su brutal eclosión, Romelu sigue haciendo lo que ya hacía, pero no lo que nosotros, especialistas en diseñar éxitos ajenos, hubiésemos deseado que acabase haciendo. ¿Se puede considerar, entonces, que no ha triunfado? Sinceramente, creo que aquí está claro quiénes somos los perdedores.