Hay una dudosa película (a mí me gustó cuando la vi, pero tiene poca nota en Filmaffinity) llamada Rock Star en la que Mark Wahlberg se convierte en la estrella de una banda de rock. Las giras se convierten, como era previsible, en un desfase de drogas, sexo, fiesta y alcohol que hacen que Izzy, el personaje de Wahlberg basado en el cantante de Judas Priest, pierda su brújula vital. En una secuencia, Jennifer Aniston, que interpreta a Emily, su representante, se acerca al hotel donde la banda está alojada tras semanas de conciertos y se encuentra el pasillo y las habitaciones ocupadas por fans borrachos y grupis drogadas. Izzy, con gesto de sorpresa, pero sin poder abrir mucho los ojos, le pregunta al verla: “¿Qué haces tú aquí?”. A lo que Emily responde: “Vivo aquí”. Izzy vuelve a decir: “Creí que vivías en Seattle”. Y Emily contesta: “Izzy, estamos en Seattle”.
Hubo un tiempo en el que el Dépor fue una estrella de rock. Ofrecía los mejores conciertos de Europa y desfasaba con resultados y partidos que parecían orgías. Corrían los camarones y el Albariño por Riazor hasta que un día, como a Izzy, nos hicieron ver que todo aquello no nos correspondía. Como otros tantos clubes invitados no deseados, el fútbol-negocio nos echó a patadas por la puerta de atrás cerrando el grifo que, hasta ese momento, teníamos abierto de manera irresponsable mientras fluían los billetes. La resaca, al menos, fue dulce en A Coruña: una Liga, dos Copas, tres Supercopas y varias gestas para la eternidad en Champions sirvieron de bálsamo en la caída.
Pero el bálsamo se fue tornando lastre. Tras años de mediocridad, con varios descensos a Segunda, el subconsciente deportivista seguía anhelando regresar a aquellos tiempos tan felices. En el imaginario colectivo deportivista estábamos fuera del lugar que nos correspondía. La realidad es que el fútbol actual -en el que ya no es que empresas o millonarios controlen clubes, sino que ahora son Estados- impide que un club como el Dépor pueda plantarse en la Champions como candidato. Eso no existe. Terminó. Por desgracia para el Dépor, no en el inconsciente blanquiazul.
Este artículo está extraído del #Panenka116, nuestro Especial sobre el Deportivo, que publicamos en marzo de 2022 y sigue disponible
La presión por regresar a los años dulces fue un añadido asfixiante durante muchas temporadas para un club que no lo hizo ni peor ni mejor que los demás, pero que se miraba al espejo con odio y rencor. Que se perdonaba la vida a sí mismo cada domingo. Y que tomaba las decisiones conforme a sus pulsiones.
Avanzar entre gritos es más complicado que hacerlo en silencio cuando debes permanecer concentrado. Y el Dépor vivía en un estruendo que le exigía volver a donde ya no le correspondía. En realidad, el estruendo no era tal. Nunca es tal. Mucho menos desde que hay redes sociales. 20 (o 200) personas suben tuits gritando la primera tontería que se les cruza por la cabeza y parece que el pueblo se ha echado a las calles. Cuatro tíos en chándal con medio culo fuera en el sofá se considera hoy un clamor. Y en ese espejo era en el que se estaba mirando el Dépor. Era, evidentemente, un espejo de Valle Inclán, un esperpento tuitero que devolvía deformado el reflejo.
En base a la deforme realidad se puso la directiva del Dépor a maniobrar. Y no funcionó, claro. El club perdió la identidad: ni era un equipo ganador ni era un equipo reconocible. No había habilidad para fichar (traían decenas de jugadores cada temporada aconsejados por periodistas lumbreras y técnicos que se arrimaban al club como quien se agacha a jugar al Monopoly) ni tampoco había cantera. El una vez campeón de Liga se vio arrastrado por el fútbol-mercado y se fue al piso. Se precipitó a Segunda B víctima de su propia angustia y presión. Hubo que tocar fondo para darnos cuenta: se acabaron las giras de rock; para nosotros y para casi todos, busquemos la felicidad en otro sitio.
Nacho Carretero profundiza sobre la dura y a la vez placentera sensación que ha experimentado al acompañar al Dépor por las categorías bajas del fútbol español
Ese sitio, para el deportivismo, está en un espejo que no deforme. En un espejo donde nos reconozcamos. Queremos identidad. Queremos cantera. Queremos, deseamos, si no once sí ocho chavales en cada alineación que sean deportivistas, que se hayan criado en blanquiazul. Queremos filosofía de club, estilo reconocible, los de casa siempre primero, identificación, artesanía, valores. Ese es el título al que un club como el Dépor puede optar llegados a este fútbol superliguero. Y no es un título menor.
Hubo que caer al barro para centrar el tiro y apostar claro. En Segunda B, el Dépor cristalizó lo que venía gestándose varias temporadas: cantera. El equipo juvenil salió campeón de España y ya tenemos en el horno la primera generación dorada [este articulo se escribió y publicó en 2022]. Vienen, al parecer, otras tantas por detrás, brillantes como una copa. Y la gente, feliz. La hinchada, festejando. Dejando claro, meridianamente claro, que eso es lo que desea.
La presión por regresar a los años dulces fue un añadido asfixiante durante muchas temporadas para un club que no lo hizo ni peor ni mejor que los demás, pero que se miraba al espejo con odio y rencor
En Segunda B, en el frío del olvido, el Dépor mete 20.000 hinchas en su estadio, tiene más abonados que muchos Primera y revienta Riazor cuando juegan sus chavales. Mueve 1.000 personas a Logroño un viernes o mete 2.000 en León para ganarle a la Cultu en el último minuto y festejarlo como un título. Porque la gente va a ver lo que quiere ver.
Cuando amenazó Florentino con la Superliga (que todos sabemos que terminará triunfando) los hinchas ingleses -siempre por delante- salieron a manifestarse. Uno de ellos, del Chelsea, llevaba una pequeña pancarta que decía: “Quiero mis frías noches en Stoke”. Eso queremos. Queremos nuestras frías noches de miércoles en Zamora donde medio millar de deportivistas tiraron una valla con el gol blanquiazul porque en esa valla no se habían apoyado 500 personas enloquecidas por un gol en la puta vida.
Hubo que caer al barro para centrar el tiro y apostar claro. En Segunda B, el Dépor cristalizó lo que venía gestándose varias temporadas: cantera
Queremos que los chavales bajen de la grada al césped a jugar, que sientan lo mismo abajo que arriba. Y, hay que decirlo, lo estamos consiguiendo.
No sin obstáculos. La autocrítica en el Dépor es feroz y eso no implica que la queja no deba ser igual de contundente. El Dépor, conviene no olvidarlo jamás, se fue a Segunda B de forma tan merecida como injusta. Un club, el Fuenlabrada, con más vínculos con La Liga que aficionados, se presentó en la ciudad ocultando positivos de COVID y, por tamaña irresponsabilidad, hubo que aplazar el partido. Era la última jornada, esa que la propia Liga dice que hay que jugar unificada porque si no se adultera la competición. Se jugaron, sin embargo, todos los partidos excepto el del Dépor, quien sin poder competir y con la competición adulterada (esto último lo dice la propia Liga), quedó descendido por los demás resultados.
Asumió la gente del Dépor mientras el presidente de La Liga mandaba dos policías nacionales a detener a Álex Bergantiños, el capitán del equipo, y con un silencio bien pagado en los medios de comunicación. Asumió la gente, también, con las burlas de la mayoría de aficionados de equipos ‘rivales’, que con una mano escribían consignas como ‘odio eterno al fútbol moderno’ y con la otra celebraban que el poder abusara del Dépor. Por si fuera poco, se encaró la primera temporada en Segunda B con los estadios vacíos por el COVID y una reforma de la competición para transformarla en Primera RFEF, que convirtió el año en una trampa mortal que acabó con el Numancia o el Recre hundidos en el fútbol amateur. No logró el objetivo el Dépor.
Sin embargo, y por primera vez, está ocurriendo algo. De vuelta a las gradas, la afición parece haber aceptado, por fin, qué somos. O, al menos, qué queremos ser. Y se festeja que jueguen Noel, Villares, Trilli o Peke, como se festeja un gol. Entendimos esto (que es entender todo) y, de pronto, en la C, lejos de todo y de todos, recorriendo campos perdidos de España, nos hemos dado cuenta de que somos felices. Tuvimos que tocar el fondo para recuperar la sonrisa y decidir que es así como queremos volver a la superficie. Y que, si no lo conseguimos, vamos a disfrutar el camino. Y los chavales de abajo, de la hierba, lo harán igual que nosotros. Porque son nosotros. Y nosotros ellos.
