Este reportaje está extraído del #Panenka78, un número que publicamos en octubre de 2018 y que sigue disponible aquí
Rufino Larrinoa siempre se sentía cohibido al lado de Patrick O’Connell. Cierto es que en ocasiones no lo entendía, pues ese acento irlandés cerrado dificultaba la comunicación. “Si ni aprendí a hablar bien inglés, ¿cómo me piden que hable bien español?”, se justificaba O’Connell. Cuando conversaba sobre fútbol, además de patear balones pateaba el diccionario, usando palabras que sus jugadores no conocían. Pero, más o menos, se hacía entender. Aquel sábado 27 de abril de 1935, un día antes de la última jornada de Liga, Larrinoa caminaba detrás de O’Connell por Santander. Si el Betis ganaba en tierras cántabras, sería campeón. Larrinoa, un chico vasco muy tímido, tenía clara la razón por la cual su entrenador lo había sacado del hotel y lo tenía caminando por la calle: se dirigían al hotel del Racing de Santander para intentar ganar el partido antes de jugarlo.
Patrick O’Connell y Rufino Larrinoa se habían conocido precisamente en Santander. Larrinoa, nacido en Arrigorriaga, soñaba con llegar al Athletic, aunque por el camino se había cruzado ese entrenador irlandés de nariz grande y ojos profundos. Fue O’Connell quien se lo llevó al Racing. Y después, cuando el irlandés fichó por el Betis, Larrinoa fue uno de los seis vascos que O’Connell enroló en un conjunto verdiblanco que llegaba a la última jornada dependiendo de sí mismo para ser campeón. En caso de un pinchazo, el Madrid, que recibía al Arenas de Getxo, podía levantar el trofeo. “Llegamos al hotel del Racing y él se puso a saludar a los futbolistas. Los conocíamos de nuestros años en Santander. O’Connell les preguntó si estaban dispuestos a jugar relajados”, recordó en los años 80 Larrinoa. La respuesta fue negativa. En aquel entonces, el presidente del Racing era el escritor vallisoletano José María de Cossío. Recordado sobre todo por sus tratados de tauromaquia, era un buen aficionado al fútbol y en sus años de estudiante en Madrid se había aficionado al conjunto blanco. Así que ofreció 1.000 pesetas por cabeza a sus jugadores si derrotaban al Betis, para ayudar a sus colegas madridistas. “Salió muy enfadado, aunque luego el partido fue bastante fácil. Marcamos en una de las primeras jugadas y no sufrimos”, recordaría Larrinoa. El domingo 28 de abril de 1935, el Betis Balompié, que entonces no era Real pues eran tiempos de República y no de coronas, ganó la Liga goleando por 0-5. El público cántabro incluso cantó “¡Tongo, tongo!”, pensando que los jugadores del Racing no querían ganar, sin saber que estaban perdiendo la oportunidad de llenarse los bolsillos. “Teníamos el mejor equipo. Y además, media España estaba con nosotros, éramos un conjunto muy simpático”, explicó Larrinoa. El Betis ganó su liga un domingo de feria en Sevilla. Y pese a que en esa feria se paseaba por las casetas Federico García Lorca, el gran triunfador fue Patrick O’Connell.
TROTAMUNDOS Y ENIGMÁTICO
“Queda mucho por saber de la vida de Don Patricio”, dice Mike O’Connell, su nieto, a Panenka, utilizando el nombre del abuelo en español. Mike O’Connell, junto a un grupo de aficionados a la historia del fútbol irlandés, se ha pasado los últimos años manteniendo viva la figura de Patrick. E intentando rellenar esas páginas de su vida que siguen siendo un misterio. “Estos últimos años hemos conseguido que se hable de O’Connell en Sevilla, pues de forma sorprendente, pocos lo conocían”, admite Ferdus Dowd, miembro fundador de la Patrick O’Connell Memorial Fund. Esta fundación, entre otras cosas, se encargó de descubrir dónde fue enterrado este trotamundos. Localizaron su tumba medio destruida en el cementerio católico de Saint Mary, en Londres. “Al parecer, era la tumba de una hermana. En la lápida solamente aparecía el nombre de ella, Emily”, lamenta Dowd. Así las cosas, la fundación pagó una nueva lápida y, en 2017, Mike O’Connell pudo dejar flores en la tumba de su abuelo el mismo año en que pudo visitar Sevilla para inaugurar un busto con la imagen del entrenador en el estadio bético.
Se fue a entrenar a España en 1922 pero no se llevó a su familia. A su mujer no volvería a verla
Pero, ¿quién era Don Patricio? Nacido en 1887 en Dublín, fue hijo de una época. Tenía diez hermanos y creció justo al lado del estadio de Croke Park, donde en 1920 se vivió la masacre del Domingo Sangriento, cuando el ejército británico atacó a los espectadores de un partido de fútbol gaélico. O’Connell, que simpatizaba con el nacionalismo irlandés según sus nietos, ya no vivía en Dublín entonces, porque había fichado por el mejor equipo del país de la época, el Celtic de Belfast. “En su debut le metió cuatro goles al eterno rival, el Linfield. Era un buen jugador”, comenta Dowd. Su buen juego le abrió las puertas del fútbol inglés, fichando por el Sheffield Wednesday. Después jugó en el Hull y en el Manchester United, del que fue capitán. Con la selección irlandesa también lució el brazalete y lideró el equipo que ganó por primera vez el título del Home Championship, entonces el torneo de selecciones más importante del mundo, donde participaban ingleses, escoceses, galeses y una Irlanda unida. “Irlanda nunca había ganado a Inglaterra fuera de casa y él capitaneó el equipo que lo hizo en 1913 por 0-3. En 1914, ganaron el torneo gracias al partido contra Escocia de los ‘nueve hombres y medio’, conocido por este nombre debido a la lesión de un irlandés. Entonces no se podían hacer cambios e Irlanda jugó con diez el partido clave, en Belfast. Y a O’Connell, en una entrada dura, le rompieron el brazo. Así que decidió acabar el partido con la extremidad rota. El partido acabó en empate e Irlanda se proclamó campeona”, rememora Dowd.
O’Connell era un deportista de éxito, aunque su carrera quedó manchada el viernes santo de 1915. Ese día, el Manchester United recibía al Liverpool y lo hacía contra las cuerdas: si perdía, bajaba. En la segunda parte, con el marcador a favor de los locales por 1-0, O’Connell falló un penalti. Lo pateó tan mal que, según las crónicas, el balón acabó cerca del banderín de córner. El colegiado sospechó que algo andaba mal, paró el partido y discutió con O’Connell. Al final, el United ganó 2-0 y se salvó, mandando al Tottenham a segunda. Luego se supo que un grupo de jugadores de cada equipo se habían citado en un pub pactando apostar dinero a que el partido acabaría 2-0. Siete jugadores fueron suspendidos a perpetuidad, aunque solamente uno cumplió la condena. O’Connell no fue acusado. Se dijo que sabía que el resultado estaba pactado y no quiso formar parte de la farsa, fallando el penalti a propósito. Igualmente, el United no renovó su contrato y durante los años de la Primera Guerra Mundial jugó en clubes modestos como el Clapton Orient, el Rochdale, el Chesterfield o el Ashington, hasta acabar en el Dumbarton escocés en 1919. En ocasiones, compaginó el deporte con trabajos en fábricas. Fueron años realmente duros.
O’Connell entonces ya estaba casado con Ellen, una chica que conocía de sus años mozos en Dublín. La pareja tenía cuatro hijos. “La abuela era de clase media. Una mujer culta. Él, más humilde. Ambos, sin embargo, hablaban de política, eran de izquierdas”, explica Mike, que admite cierta frustración, ya que su abuelo, en 1922, se marchó al Racing de Santander. “Desapareció. Enviaba dinero español a casa pero no decía nada. Y nunca más volvió. De hecho, mi abuela no sabía ni que estaba entrenando en España, directamente no sabía qué hacía allí”, añade. No queda ningún documento que explique cómo surgió esta oportunidad de fichar por un club español. Y tampoco queda claro por qué no se llevó a su familia. Su mujer no lo vio nunca más. En Santander, O’Connell conoció a otra irlandesa, llamada también Ellen, que había sido la niñera del rey Alfonso XIII. Se casaron. “Tenía dos mujeres diferentes, de manera ilegal. Se casó y no dijo que ya lo estaba”, cuenta Mike.
Después del Racing, O’Connell pasó por el Oviedo, donde fue despedido por “poner de delantero centro a Lángara, pues entonces jugaba en una banda. El tiempo le dio la razón”, destaca su nieto. Finalmente, en 1931, fichó por el Betis, entonces en Segunda. Y rápidamente lo ascendió a Primera. El club vivía años de crecimiento gracias a la gestión de Ignacio Sánchez Mejías, un tipo polifacético que fue a la vez torero, poeta y presidente del club sevillano. O’Connell apostó por fichar jugadores vascos, como el portero Urquiaga, que sería muy amado en México cuando se exilió allí, Unamuno (fichado del Athletic), Aedo, un Lecue que llegó del Alavés y cumplió el servicio militar en Sevilla, Areso o el citado Larrinoa. Además, llegó del Arenas de Getxo Saro, quien era vallisoletano aunque criado futbolísticamente en tierras vascas, y los canarios Timimi, Adolfo y Rancel. La plantilla solamente tenía tres sevillanos, Peral, Caballero y Valera; y dos andaluces más: Gómez y el portero suplente Espinosa. Fueron años de gloria en el viejo campo Patronato Obrero. En 1935, el club dominó la liga de inicio a fin, hasta tocar el cielo en Santander. Después de golear al Racing, la flecha verde, como se conocía al autobús del equipo, se dirigió de Santander a Bilbao, donde el Athletic le entregó la copa de campeones de liga que tenía desde la temporada anterior. Con tantos vascos en el equipo, la fiesta en Bilbao fue similar a esa de Sevilla, donde el equipo llegaría el 30 de abril, siendo recibido en las calles y el ayuntamiento por una ciudad en plena feria.
UN FANTASMA ERRANTE
Después de brillar en el Betis durante tres años, O’Connell aceptó una propuesta para entrenar al Barça. Antes de abandonar Sevilla, aseguraba en una entrevista: “Con el club verdiblanco he alcanzado lo máximo a lo que un técnico puede aspirar: he logrado hacerle campeón de Liga; claro es que mi deseo hubiera sido verle también triunfador en la Copa, pero lo primero es bastante. En cuanto a mí se refiere, me agrada Sevilla, estoy satisfecho de mis siempre cordiales relaciones con la directiva del Betis, pero este clima es muy abrumador. Barcelona es diferente y… ¡hay que buscar un poco la comodidad! La posición de un preparador en España es delicada; en el club todos entienden de fútbol; todos creen que saben tanto como él; su labor es, a menudo, criticada”.
En Barcelona ganó el campeonato catalán y perdió la final de Copa contra el Madrid de 1936, justo antes del inicio de la guerra. O’Connell se encontraba en Belfast cuando estalló la contienda. El presidente del Barça, el político catalanista Josep Suñol, le mandó un telegrama diciéndole que no volviera. “Visto el panorama, entendía que se quedara en Irlanda”, admite Dowd. “Pero él quiso volver. Y entrenó al equipo que ganó la Liga Mediterránea durante la guerra. Y se fue de gira por México, en esa gira de la que la mayor parte de jugadores del Barça no volvieron. Era simpatizante de la causa republicana y llegó a ser embajador de la República al final del conflicto. Cuando murió Suñol, lloró. Pero años más tarde volvió a entrenar a España brevemente, con Franco en el poder. No sabemos muchas cosas de su vida durante la Segunda Guerra Mundial”, continúa. En esa gira por México, O’Connell se llevó al encargado de vigilar el estadio del Barça, Ángel Mur. “Mi padre no sabía qué hacer, así que O’Connell le dijo que sería el masajista. En el viaje en barco hacia México, le enseñó algunos trucos, pues Patrick había sido atleta. Esa es la razón por la que mi padre se hizo masajista y, de paso, yo también”, bromea Ángel Mur hijo, que fue masajista del Barça durante décadas. Rufino Larrinoa, en su momento, también confirmó que O’Connell “había sido un buen atleta además de futbolista. Según me contó, le gustaba dar masajes a los jugadores él mismo, pues decía que era vital cuidar el cuerpo y la preparación. Era una práctica muy moderna, entonces”.
Después de la guerra, O’Connell regresó a Sevilla en 1940, entrenando otra vez al Betis durante dos temporadas. “Vivió en la calle Progreso número 29, cerca del Parque de María Luisa. Antes residió en una pensión. Los nietos de la propietaria de la pensión lo recordaban. Gracias a él sabemos que le gustaba el flamenco y quiso intentar hacer de torero un día, sin mucha suerte”, explica Dowd. Después de conseguir el ascenso a Primera con el Betis, en 1942 fichó por el Sevilla, con el que sería subcampeón de liga, poniendo las bases del equipo que sí ganaría el título en 1946, ya sin el irlandés. En 1947 volvió al Racing dos años, aunque regresaría otra vez a Sevilla en 1949, esta vez sin entrenar. Nunca más lo haría.
A mediados de los años 50, O’Connell se dejaba caer por la tertulia bética que se organizaba en el número 14 de la céntrica calle Tetuán. El irlandés derrochaba el poco dinero que tenía y sus amigos le montaron un partido amistoso para ayudarle
En 1950, recibió un telegrama que anunciaba la visita de Daniel, uno de sus hijos. Daniel vivía en Mánchester con su madre, escuchando historias del padre futbolista que seguía mandando dinero con giros postales desde España. El 12 de junio de 1949, después de un Irlanda-España en Dublín, Daniel, que estaba en la ciudad, había aprovechado para visitar la delegación española en el hotel, preguntando por si tenían noticias de su padre. El seleccionador, el sevillano Guillermo Eizaguirre, antiguo portero del Sevilla, le confirmó que vivía en la capital andaluza y Daniel ahorró para hacer el viaje. El padre lo citó cerca de su casa y, en vez de preguntar por su esposa, lo primero por lo que se interesó es por cómo le estaban yendo las cosas a su exequipo, el Manchester United. Daniel, triste, entendió que su padre no tenía intención de volver al pasado, pues lo presentó en los bares como “mi sobrino”. Daniel recordaría ese viaje en un pequeño librito, donde contó que su padre le dijo que Sevilla “es un lugar donde la gente vive como si se fuera a morir esta noche”. Y así vivía él mismo.
A mediados de los años 50, O’Connell se dejaba caer por la tertulia bética que se organizaba desde los años 30 en el número 14 de la céntrica calle Tetuán. El irlandés derrochaba el poco dinero que tenía y sus amigos béticos, finalmente, le organizaron un partido amistoso para poder ayudarle, pues en una entrevista en 1954 admitió no recordar bien ni sus contratos ni todo el dinero ganado. “Eso nunca me importó. Por eso me gusta Sevilla, porque los sevillanos saben mucho. ¡Ustedes saben vivir! Si un catalán gana medio millón, sacrifica su vida para obtener cinco millones, y, en cambio, aquí, si tiene un sevillano 500.000 pesetas, no volverá a trabajar más en su vida. ¡Saben mucho, los sevillanos! Por eso me gusta vivir aquí. Aunque tengo que marcharme a Irlanda, requerido por los familiares, para atender directamente asuntos privados”. Pero no era cierto. O’Connell dejó Sevilla, pero no volvió a Irlanda. Se mudó a Londres, donde tenía dos hermanos. “Sin dinero, falleció en la pobreza en una pensión cerca de la estación de St. Pancras en 1959. No sabemos la razón por la cual no quiso contactar con la familia, que seguía en Mánchester”, añade Dowd. O’Connell se convirtió en un fantasma errante. Una nota a pie de página, un nombre sin cara en la historia del Betis y otros equipos. Hasta que poco a poco, se ha ido reconstruyendo la vida del irlandés que quiso ser sevillano. Y lo consiguió.
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Fotografías de agencia y Archivo Real Betis.