Óliver Torres, para quienes no le conozcan, es un futbolista peculiar al que es difícil, al menos por mi parte, no apreciar. Es arduo no quererle, sobre todo, a nivel humano, porque en cierto modo él me representa. A mí y, quiero pensar –por no sentirme solo y derrotado–, a todos nosotros.
Todos tenemos y generamos grandes expectativas cuando somos jóvenes. Todos deseamos y creemos poder ganar al mundo a base de goles y dentelladas. Somos más listos, o más guapos, o más fuertes, o más habilidosos que los demás. La sencillez y la humildad no son sinónimos de juventud y adolescencia. Es probable que sea porque, en una etapa tan desagradablemente tumultuosa, en la que se pierden amores y amistades como si se perdieran órganos vitales, uno necesita la satisfacción de saberse ganador (hoy no, mañana tampoco, pero pasado, seguro).
Pero qué ocurre cuando esas premoniciones no son sólo propiedad de tu fuero interno, ni sólo alimentadas en contadas ocasiones por amigos y familiares. Qué ocurre cuando es todo un equipo, una afición y un gremio los que inflan tu ego adolescente. Creo, sinceramente, que las respuestas se reducen a dos: o se abre la puerta a una megalomanía enfermiza que convierte a quien la padece en rey sin trono pero con súbditos, o se convierte al futuro en losa y piedra en lugar de en fuente de optimismo. Los reyes malcriados y caprichosos acaban sintiendo que el mundo les debe algo, los otros comienzan a sentir un miedo y una inseguridad agarrotadoras. Los primeros me aburren tanto que prefiero no escucharlos, los segundos me generan ternura y simpatía a partes iguales. Son como nosotros, los corrientes que nunca llamamos la atención, pero a un nivel más intenso y, por tanto, agotador.
El potencial, cuando no se tiene apenas vello facial, es justamente eso: potencial. Y como con todo lo bonito y prometedor en la vida, es más fácil hundirlo que hacerlo relucir
Recuerdo el debut de Óliver con el Atleti. Ese chaval que había destacado y dominado en todas las categorías inferiores estaba listo, por fin, para los grandes focos. Fue el Cholo, en su primera temporada completa, quien le dio la oportunidad. La ilusión era tremenda: él podía ser el próximo Xavi, el próximo Iniesta; o, quién sabe, un magnifico híbrido entre los dos. La imaginación es, ciertamente, cruel y perversa. No era más que un joven todavía barbilampiño que sí, había demostrado poder llegar a serlo. Pero el potencial, cuando no se tiene apenas vello facial, es justamente eso: potencial. Y como con todo lo bonito y prometedor en la vida, es más fácil hundirlo que hacerlo relucir.
Fue cedido primero, durante media temporada, al Villareal, equipo en el que no destacó, y, un año más tarde, al Oporto de Julen Lopetegui. Fue ahí, lejos de los focos y las plumas que lo habían seguido durante sus años de formación, donde vimos los primeros destellos de lo que podría ser: se ganó un puesto de titular y fue elegido jugador revelación de la liga portuguesa. Al final de ese año, retornaría al Calderón para quedarse. Era la enésima representación de la manida historia del hijo prodigo, del vástago que se va a la mili y vuelve hecho un hombre, listo para enfangarse en hazañas bélicas. Ese verano, durante la pretemporada, volvieron los titulares y las expectativas, de nuevo como losas y piedras. Óliver arrancó la temporada de titular y la terminó fuera de las convocatorias.
Decía el torero Manolete, en una cita que me fascina desde que me la mencionara mi tío –sin ser yo sospechoso de amar la tauromaquia–, que en la vida y en el toreo la colocación es imprescindible; hasta para tomarse una caña en el bar es necesario estar bien colocado. Óliver siempre estuvo fuera de lugar en el esquema del Cholo. Jugando en banda, lejos del centro del campo y del balón, defendiendo más que atacando. Era altamente improbable que se hubiera convertido en Iniesta, o Xavi, porque la excelencia es una rara ocurrencia; pero es que ni siquiera podía intentarlo. No podía jugar a que lo era, como quien juega a imitar a sus personajes favoritos del cine, porque los que juegan, yerran, y mucho –la imitación nunca es réplica–, y el nivel de exigencia en ese Atlético de Madrid que soñaba con la Champions no permitía errores juveniles.
Es difícil estar, durante un periodo prolongado de tiempo, bien colocado; la mayoría nos pasamos la vida entera fuera de lugar y de tiempo. Según mi tío, sólo Coppola, durante el rodaje de El padrino, logró estar siempre bien colocado durante semanas. Dio la impresión, durante esa temporada, de que Óliver no estaba donde debía de estar. El acabar, prácticamente, fuera del equipo, lo indicaba. Los aficionados no tardaron en tacharle de pecho frío. Le falta carácter, huevos, se decía por entonces. Recuerdo también cómo Óliver asistía a los entrenamientos en un Volkswagen Polo, o Golf (la memoria es imprecisa), rojo, que destacaba entre flamantes deportivos e inflados cuatro por cuatros. Y no olvido una entrevista en la que declaraba que su mayor objetivo con el dinero del fútbol era conseguir que su madre dejara de trabajar.
Si tiene alguna moraleja la anécdota de Billy Joel, es esa: nunca es tarde y ríete, ríete mucho, de los que hablan del valor del sudor y la sangre, de la importancia del sacrificio hasta la extenuación.
No todos necesitan un sargento de hierro que les meta en vereda y les enseñe disciplina. Es fatigosa la constante metáfora militar en el fútbol y, especialmente, en el universo que rodea al ‘Cholo’ Simeone. No, no espero lealtad de un trabajador a una empresa que, sorpresa sorpresa, es una sociedad anónima. No puedo pedírsela: esa empresa es la misma que puede venderle a un equipo chino si se le antoja –hola, Carrasco, ojalá que te vaya bonito–. Como saben perfectamente en la NBA, esto es un negocio; y, además, bastante turbio. La identificación sectaria con unos colores me sonroja siempre; que les pidan a los futbolistas que suden sangre por su escudo, sencillamente, me asquea. Los insultos –y algún que otro triste pitido– de los aficionados creo que hicieron mella en Óliver. Los castigos del ‘Cholo’, aún más. Las losas y piedras hundieron, temporalmente, aquel potencial; demasiada presión, demasiada dureza y muy poca alegría. Al de final del año, cuando decidió irse, lo hizo con la condición de que fuera a Oporto, porque ahí había sido feliz.
Oli, Óliver, si es que puedo tutearte, gracias; gracias por recordar (como no se cansan de hacer Marc Gasol y Ricky Rubio en el baloncesto) que el deporte de élite, el fútbol, tu trabajo, no es lo más importante en la vida. Que tu familia y amigos, que tu felicidad, lo son más. Al final, ¿a quién le importa la gloria si no trae bienestar?
Se cuenta que Billy Joel, antes de ser Billy Joel, trató de matarse bebiéndose una botella de barniz para muebles. Salvó la vida por poco. Tiempo después, cuando le preguntaron por esa curiosa elección doméstica para el suicidio, respondió: “me parecía más apetecible y sabrosa que una botella de lejía”. Unos años después grabaría Piano man y, otros tantos más tarde, esa maravilla de disco que es The stranger. Es una anécdota un tanto oscura que, inevitablemente, me hace sonreír. Óliver, espero que en tu nueva etapa en el Sevilla, de nuevo con Lopetegui, triunfes. Si tiene alguna moraleja la anécdota de Joel, es esa: nunca es tarde y ríete, ríete mucho, de los que hablan del valor del sudor y la sangre, de la importancia del sacrificio hasta la extenuación. Si no lo consigues, si el potencial no pasa nunca del condicional, no importa. Piensa que los demás estamos mal colocados hasta para tomar una cerveza, y que el fútbol es sólo fútbol: un juego para algunos, un trabajo para otros. Nada más y nada menos. Estoy convencido de que tu madre lleva ya un tiempo sin trabajar.
P.D. Supongo que la historieta sobre Billy Joel también tiene otra lectura: que el barniz, por alguna ignota razón, tiene más presencia en boca, más taninos, que la lejía. Que cada cual elija la que más le convenga.