Más que un jugador, era un rugido. El que quedaba suspendido en el aire cuando arrancaba el motor y dejaba a su marcador plantado. Ludovic Giuly se retiró hace diez años, pero si pienso en él, me lo imagino todavía corriendo en alguna parte, ya sea para no perder el bus, para que no se escape el ascensor o para sacar las patatas de la sartén antes de que se quemen. Hay personas que remiten al movimiento: solo logras recordarlas haciendo cosas —pasando el cortacésped, cambiando un cuadro de sitio, bajando la basura—, en acción, como si nunca se hubiesen quedado quietas. Giuly era extremo, y para los extremos la vida es como jugar al pilla-pilla pero en serio: si no te atrapan te haces millonario. Lo de ver cómo huía del defensa era un espectáculo: pequeñito, revoltoso, parecía uno de esos insectos que se mueven a toda pastilla para salvarse cuando alguien levanta la piedra en la que estaban escondidos. Tenía las dimensiones de un niño pero la cara de un hombre curtido: el clásico pintor simbolista francés que residió unos años en Tánger, fuma tabaco negro y adora los poemas de Baudelaire. De hecho, solo sabía ponerse retos mayúsculos, como cuando condujo a un Mónaco plegado de desconocidos hasta la final de la Champions. O como cuando consiguió que le dieran un papel protagonista en el Barça de los Ronaldinho, Eto’o y compañía. También olía la sangre. Su especialidad era el disparo cruzado: echaba a correr a la espalda del lateral, recibía el pase en profundidad y mandaba un balón tenso al otro palo. No eran goles: eran aguijonazos. No sabías cómo ni cuándo, pero el galo, como un mosquito en una noche de verano, ya te había vuelto a picar. Ha sobrevivido al paso del tiempo como un personaje más simpático que decisivo, un tipo con piernas de potro que corría que se las pelaba. Pero hubo un momento en el que eso, esprintar y definir, no había nadie que lo hiciera igual en Europa. En una ocasión le preguntaron a James Salter por qué había decidido publicar unas memorias. El escritor, impasible, contestó: “Para recuperar aquellos años en los que uno dijo: todo esto es mío”. Y se acabó.
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Fotografía de Getty Images.