En el Madrid emergente y desacomplejado de los 80, abrazado al movimiento contracultural de la Movida, una generación logró saciar la necesidad de expresarse visualmente y transgredir lo establecido. Los Butragueño, Míchel, Sanchís, Martín Vázquez y Pardeza, la Quinta del Buitre, proyectaron una revolución similar pero desde los terrenos de juego.
Este artículo, publicado en septiembre de 2013, fue publicado en nuestro número especial sobre la Quinta del Buite, que sigue disponible aquí
Es posible que al ‘Viejo Profesor’ no le gustara el fútbol. Los intelectuales españoles de la Transición consideraban el balompié un juego de masas y al Real Madrid el equipo del régimen. A los de la II República les gustaban los toros, tal vez por la poética del heroísmo. Crecí en un edificio con azotea y piscina en la calle María de Molina de Madrid. Una mañana de los primeros años sesenta el ex matador Ángel Luis Bienvenida me enseñaba el manejo del capote. Entusiasmado le dije: “Quiero ser torero”. Se quitó la camiseta y me mostró las cicatrices de su cuerpo. Respondí: “Ya no quiero ser torero”. Mis siguientes profesiones fueron bombero, astronauta y periodista. Y ahí me quedé, en periodista.
Aquel Madrid de mi infancia sabía a toros, no a fútbol. Por nuestra calle transitaba el dictador con su cohorte de motoristas de camino a Las Ventas y de vuelta a su palacio. En el bulevar del General Mola (hoy llamada Príncipe de Vergara y sin paseo central) se escuchaba la radio a todo volumen y se daban las novedades voz en grito. Me estremecían las historias de los muletillas, las cogidas, la sangre.
El Madrid de Tierno Galván no era gris y mustio como aquel Madrid de Franco, estaba preñado de colores y música. Entre el final de la dictadura y la Transición me aficioné a hacer pellas para asistir a los entrenamientos del Real Madrid. Mi héroe era Uli Stielike. Era el Real de la furia, del esfuerzo, de los Pirri. La llegada de la Quinta del Buitre fue otra manera de encender los colores de una ciudad que se transformaba, que se quitaba las ligaduras del miedo y del silencio. El equipo reemplazó el físico por el arte, una metáfora de un país que emergía de un túnel que tenía más de 40 años de largo, también todo un siglo XIX de sotana negra y generalato altivo. La Quinta fue una bocanada de aire fresco.
Expresión visual y transgresión social. ¿Fueron Pepi, Luci y Bom o Míchel, el Buitre y Sanchís? Para Ramón Lobo, ambos
Nuestros 80 no fueron los 60. Faltaron The Beatles y los Rolling Stones; faltaron los Kennedy y Martin Luther King, la llegada a la luna y nos faltaba saber inglés. Pero teníamos al primer Pedro Almodóvar de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón; teníamos fiestas, farra y conciertos inolvidables como aquel de George Moustaki tras el fallido golpe de estado de 1981. Nadie se quería ir del Palacio de los Deportes; sabíamos que eso era la libertad, lo que habíamos estado a punto de perder.
La Quinta de Pardeza, el patito feo, el futbolista filósofo que leía pensamiento en las concentraciones, ayudó a finiquitar la leyenda negra del fútbol, el pan y circo, y elevó el juego, como hizo una década después Cruyff en el Barça, a la categoría de arte. Nacieron los Segurola para dejar de hablar de un balón que corre y unos futbolistas que sudan y escribir sobre geometría y sociedades de talento.
Madrid era una ciudad cosmopolita. Cantaban Los Secretos, Los Rodríguez, Alaska y Los Pegamoides, La Unión, Celtas Cortos y Radio Futura entre otros muchos. Eran tiempos de sexo y drogas y de un alcalde, Tierno Galván, que invitaba al desparrame con cierta mesura. Era la eclosión de una clase media que había dejado de obedecer a sus padres y a las buenas costumbres. La Quinta no procede de los barrios obreros, son parte de ese despertar juvenil. No hubo un George Best ni un Paul Gascoigne, todo era tan comedido como Butragueño, el hombre que jamás rompió un plato.
La Quinta no procede de los barrios obreros, son parte de ese despertar juvenil del Madrid de los 80. No hubo un Best ni un Gascoigne, todo era tan comedido como Butragueño, el hombre que jamás rompió un plato
El Madrid de los 80, el de la ‘beautiful people‘ de Solchaga, el de los pelotazos urbanísticos que luego nos explotaron en la cara, era -y es- una ciudad sin memoria. En medio de la fanfarria y el desenfreno, de las ligas consecutivas sin premio gordo en Europa, sentí que esa ciudad de colores era de cartón piedra, una especie de decorado que escondía otras ciudades. No hablo del Atlético de Madrid, sino de la pobreza, de los vagabundos sin techo, de la tristeza heredada.
Años después, cuando viajaba a Sarajevo para cubrir la guerra, puse palabras a esa sensación. Madrid era como la capital bosnia pero 50 años después: una ciudad que se simulaba en paz, sin recuerdos de la guerra, de los años duros, de la represión, de los desaparecidos. Madrid, como España, era territorio de nuevos ricos y el fútbol, su pasarela. Ahora en el siglo XXI, tras la explosión de Lehman Brothers en 2008, sabemos que no éramos tan ricos, solo estábamos endeudados.
De aquella Quinta del Buitre recuerdo las remontadas, como las de la Quinta de Amancio. Al final no importa cuánto arte tengan tus pies o tus manos, siempre es necesario el coraje.