Cuando hace nueve meses Santi Cazorla (Lugo de Llanera, 1984) subió al escenario de la Antiga Fàbrica Estrella Damm de Barcelona para recibir el premio Antonin del Año que le entregaba esta revista, soltó una frase tan impresionante que dio la sensación que llevara un siglo retumbándole en el pecho: “Amo este deporte y quería ser yo quien eligiese cuándo retirarme”.
Alguien que entró al quirófano once veces, que se pasó casi dos años sin jugar un solo partido, que perdió once centímetros de tendón, que se acostumbró al silencio pálido de los hospitales, que escuchó a los médicos dar por descontado el fin de su carrera, es alguien que tiene derecho, en efecto, a tomar sus propias decisiones. A escoger cuándo llega y cuándo se va.
Desde su regreso a los terrenos de juego, el 17 de julio de 2018, el centrocampista del Villarreal actúa como un personaje de una novela de Fitzgerald: dispuesto a exprimir hasta el último átomo de belleza que le reporta la existencia. Lo que para el resto de futbolistas puede hacerse pesado, la rutina, los entrenamientos, los viajes, la presión de un rival, para Cazorla son redescubrimientos felices, una oportunidad de volver a saborear aquello que alguna vez dio por perdido.
Si fuera Ronaldinho, la sonrisa le desbordaría la cara.
En una entrevista publicada este pasado verano, a Juan José Millás le pedían que describiera un momento de bienestar absoluto. El escritor, entonces, transportaba su mente a una terraza, en verano, a la caída de la tarde, en la que él estaba sentado en una butaca de mimbre con un cigarrillo en una mano y un gin tonic en la otra, y justo después de dar la primera calada y el primer trago, una pareja de golondrinas se posaba en los cables del teléfono. No hace falta recurrir a la imaginación para creerse que Cazorla, ese instante insuperable, lo atrapa cuando hoy recibe de nuevo la pelota en la frontal, se zafa del marcador cambiándosela de pie y vuelve a detectar, tres, cinco, ocho años después, ese agujero en la defensa del adversario por el que filtrar el pase definitivo y dejar al ariete solo ante el portero.
Hay muchas formas de hedonismo, pero quizá ninguna supere en intensidad a la de entregarse a la satisfacción de hacer algo que en algún momento pensaste que ya no harías jamás. Cuando asumes que una época maravillosa de tu vida ha concluido, y al final resulta que no, que aún tienes margen, solo cabe una salida: disfrutar.
“¿Y por qué juega usted?”, le preguntarán algún día al asturiano. “¿Yo? Por el placer de jugar”, contestará este, antes de llevarse el Montecristo a los labios, suspender la mirada en el horizonte y ponerse a hacer tiempo antes de que Daisy Buchanan le recoja con el coche para ir a cenar langostinos al whisky en la azotea más alta de la bahía de East Egg.