Un fetiche. Como los que tenemos todos. Porque a veces conectamos con algo sin motivo aparente. No sabemos qué es lo que nos atrae de aquello, puede que incluso desconozcamos todo lo que va más allá de la capa superficial de su aspecto. Pero, aun así, sientes un apego especial. Dentro de esta anomalía, lo común es que te suceda en un viaje, cuando, paseando sin rumbo por los callejones de una ciudad, te maravillas con un viejo garito, invisible para las guías turísticas y ausente en las aplicaciones de reseñas, pero en el que sirven las mejores tapas de la zona. O cuando, navegando por Spotify, descubres a un cantante flipante que todavía tiene el contador de reproducciones bajo mínimos. Momentos que, por muy absurdos que parezcan, hacen que te sientas especial: formas parte de esa minoría que ha sabido encontrar la virtud en ese ‘algo’ que para el resto pasa desapercibido. Y ese es mi caso con John Arne Riise. Un futbolista noruego, zurdo, pelirrojo y polivalente; sin aparentemente nada con lo que identificarse, pero por el cual siento un vínculo especial.
Un fetiche con su país. Como Steve Rogers por Estados Unidos. Porque los datos no engañan y John Arne Riise, con 110 partidos, es el jugador que más veces ha vestido la camiseta de Noruega. El país nórdico, que ha sido catalogado en más de una ocasión como el mejor país en el que vivir según la ONU, es un lugar frío, en el que prevalece el orden y donde la anarquía individual no es contemplable. Y eso definía perfectamente a Riise como futbolista. Uno de esos jugadores que saltan al césped para hacer la vida más fácil a sus compañeros, que se convierte en el ojito derecho del entrenador y que siempre estará concentrado para cumplir con su labor.
Un fetiche por su profesión. Como Lou Bloom en la controversial película Nightcrawler. Porque todos hemos soñamos alguna vez con ser futbolistas. Quizá por eso observamos impotentes a aquella minoría que goza del talento suficiente, pero que, incapaces de comprender su entorno, se pierden por el camino. Todo es más fácil desde los ojos del espectador, sin que nada influya. Sin embargo, la realidad es muy distinta. Son pocos los que, como Riise, consiguen que nada interfiera en su fútbol. El noruego ha pasado por el altar hasta en tres ocasiones y ha tenido tres hijos, cuyos nombres lleva tatuados en su piel. En su biografía confesó que, pese a vivir su etapa dorada como titular del Liverpool, su situación personal era muy difícil. “El fútbol es mi espacio de libertad (…) Si te llevas la vida privada al fútbol, no serás capaz de llegar a tu máximo nivel de juego”. En un ejercicio de resiliencia, durante la final de la Champions League de 2005, Riise decidió callar y no hacer partícipe a su entrenador, Rafa Benitez, de sus problemas extradeportivos. “Quizá Benitez hubiese pensado que no estaba preparado para jugar”, temía. El esfuerzo tuvo recompensa y aquel Liverpool levantó la ‘Orejona’ con él como titular y protagonista.
Un fetiche con su zurda. Como Quentin Tarantino en sus primeros planos. Porque el futbolista noruego, pese a estar acostumbrado a jugar como lateral izquierdo, tenía la calidad técnica suficiente para hacerlo también de pivote e interior. Riise era pura entrega tanto en fase defensiva como ofensiva. Potencia desaforada. Rápido, fuerte, con buen disparo, preciso en el centro, talentoso para el balón parado… No había nada que se le diera mal a ‘RocketMan’. Sin embargo, nada le hacía destacar tanto como para ser el foco principal del espectador. John Arne Riise nunca logró ser la estrella más brillante del firmamento, pero sí dar forma a la mejor de las constelaciones.
John Arne Riise nunca logró ser la estrella más brillante del firmamento, pero sí dar forma a la mejor de las constelaciones
Un fetiche por su pelo. Como el de la madre de Rapunzel. Porque hay pocos futbolistas pelirrojos más reconocibles que Riise. Durante su estancia en Liverpool, su pelo parecía el complemento perfecto de la equipación. Aluvión de carisma. También apodado el ‘Colorado’, no solo jugó con los ‘Reds’, sino que también fue importante en el Mónaco que se consagró campeón de la Ligue One en el 2000; se hizo propietario del carril zurdo de la Roma durante tres temporadas y volvió a la Premier League para destacar como uno de los mejores futbolistas del Fulham en 2014.
Un fetiche de videojuego. Como Alan Parris con el tablero de Jumanji. Porque Riise vivió en uno de esos juegos en los que o se gana o se pierde, sin insulsos empates de por medio. El noruego se acostumbró a ganar y a perder, a partes iguales y con altibajos constantes. Suyo fue el centro del primer gol de Gerrard en la final de la Champions de 2005 para el inicio de la remontada ‘red’. En la tanda fue el único futbolista del Liverpool en errar un penalti. E instantes más tarde, tras fallar, acabó ganando una de las mejores finales que se recuerdan.
Un fetiche por su fútbol. Como Roberto Sedinho por Oliver Atom en Campeones. Porque entre tanta estadística milimétricamente medida, tanto premio individual y tanto marketing por redes sociales, vale la pena ahondar y recordar aquellos futbolistas que nos han hecho enamorarnos de este deporte. Que nos hacen vibrar. Como aquella tapa servida en la estrecha vermutería del callejón de tu ciudad o como el cantante desconocido que provoca que vuelvas a coger la guitarra para agitar las cuerdas con tesón. Todo futbolero que se precie tiene sus propios futbolistas fetiche, con los que fantasea por ver con la camiseta de su club. Y John Arne Riise es uno de los míos.
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Fotografía de Getty Images.