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Insigne, Mertens y la vida compartida

Insigne y Mertens formaban una dupla de niños, de mejores amigos. Sonrientes y escurridizos. La historia de nuestras vidas está en las paredes que hacían

La vida se resume en un gesto. En pedir un Frigopie y empezarlo por los dedos. En afilar tanto el lápiz que no puedas escribir con él. En hacer aviones de papel que no vuelen más de dos segundos. La historia de nuestras vidas es la historia de pedir hamburguesas con queso, escribía Scott McClanahan. De pedirle el balón a nuestro mejor amigo y tirarle una pared. De compartir deberes y castigos con él, y formar una dupla de la que se quejasen profesores y madres. Una dupla con la que temiese perder la clase rival al día siguiente, aunque luego descubriésemos que la vida era una jodienda y fuéramos nosotros a quienes les tocaba perder.

En el patio del colegio vivimos nuestras primeras humillaciones. Nuestros primeros ‘tierra trágame’. Cuando la clase rival marcaba, tocaba mirar al suelo, hacer algún aspaviento y correr rápido a por el balón para sacar cuanto antes. Aunque de aquellas mañanas también rascábamos momentos buenos. Un caño, algún regate, un gol por la escuadra. Una jugada trenzada de pases con nuestro mejor amigo. Una jugada que fuera el deleite del buen fútbol y nos sirviera para ser la comidilla del patio el tiempo que tardásemos en subir las escaleras y llegar al aula. Como Insigne y Mertens lo fueron durante cerca de diez años en Nápoles, una ciudad tan pasional como lo éramos nosotros por entonces. Italiano y belga reían como dos mejores amigos, celebraban con nuestro énfasis de niño y jugaban como imaginábamos que lo hacíamos nosotros. Porque al final la vida termina siendo más divertida si es compartida. Sería demasiado aburrido si jugáramos solos. Para eso tenemos la literatura, y según la mires ni eso.

 

Ninguno de los dos llegaba al 1’70 m, pero infundían pánico a la defensa rival. Eran escurridizos como niños, y rápidos como quien sabe que acaba de meterse en un lío

 

Insigne y Mertens. Dos apellidos tan distintos, pero en el campo tan familiares. En Nápoles todos se divertían con sus carreritas. Y cuando no marcaba uno, lo hacía el otro. Ninguno de los dos llegaba al 1’70 m, pero infundían pánico a la defensa rival. Eran escurridizos como niños, y rápidos como quien sabe que acaba de meterse en un lío. Ambos sonreían enseñando los dientes, con el puño en alto. La historia de nuestras vidas tal vez esté en ese tipo de sonrisas sinceras y efímeras, que duran lo que tarda el rival en sacar. Mertens e Insigne. No existiría uno sin el otro. Sus apellidos van de la mano. Decir al aire uno solo deja un sabor vacío, hueco. Ya lo escribió McClanahan, siempre pertenecemos a los demás: existimos a partir de las historias y los recuerdos ajenos. Como Insigne y Mertens, y tú y Marc en el patio del colegio, cuando todo era más sencillo. Cuando todo consistía en frigopies, lápices y aviones de papel; en una hamburguesa de queso, un balón y una pared.

 


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Fotografía de Getty Images.