“Todo el tiempo habláis de jugadores como Ronaldinho y Eto’o, pero hoy no los vi sobre el campo. En cambio, sí que vi a Henrik Larsson, que aparece dos veces y soluciona el partido. Esa ha sido la clave”
Pocos sentimientos pueden compararse al de salir de suplente y ganar un partido. Porque se supone que había mejores jugadores sobre el campo. Porque se supone que al banquillo van los actores secundarios. Porque se suponen muchas cosas siempre en el fútbol. Las palabras que abrían esta historia pertenecen a un individuo sudado, jodido, magullado, orgulloso. Thierry Henry ante un micrófono a pie de campo y, al otro extremo del mismo, los jugadores del Barça celebrando su primera Champions desde el misil de Koeman ante la Sampdoria. “Pueden estar contentos, pero hemos jugado todo el partido con diez”, seguía ‘Tití’. Siempre es duro perder, pero ayuda saber cómo.
¿Cómo olvidar la final de París del 2006? Mi amigo Marc me invitó a verla en la mítica discoteca Quartier, ubicada en Pedralbes, en la zona alta y acomodada de Barcelona. Recuerdo enseñar mi DNI en la entrada a sabiendas de que, pese a mis 14 años, no habría problema al tratarse de un evento especial. Además, condición indispensable para entrar, nos acompañaba Ramón, padre de Marc y gran forofo del Barça.
El interior era amplio y hortera a partes iguales. La pista de baile central había sido habilitada con sillas, mesas y una enorme pantalla para proyectar el partido. Los sofás que la rodeaban, forrados de polipiel rojo pasión, y una cantidad ingente de bolas de discoteca remataban la parte inferior del local. La barra, gran protagonista por su tamaño y su disposición a 360º, estaba recubierta de espejos, creando una falsa sensación de grandeza y colmando las aspiraciones chic de un público siempre exigente. Exigente y cada vez más entrado en edad; los habituales del Quartier solían ser dinosaurios del upper de la ciudad condal, individuos a los que la fiesta les había ganado la partida en la vida. Clientes oscuros, cuchicheando en las sombras de un local decrépito que un día, tiempo atrás, había sido de lo más moderno, pero ya no. Ahora solo era el escenario perfecto para ver la final de nuestras vidas.
Todas las mesas estaban ocupadas cuando llegamos, así que decidimos quedarnos apoyados en la barra. El partido empezaba con un Arsenal agresivo, con Henry en modo all star, pero un minuto lo cambió todo. Un pase templado de Ronaldinho dejaba a Eto’o solo ante Lehmann, y ahí la zancada del camerunés era imparable. El meta hizo lo que pudo, derribó al ‘9’ culé y se fue a la calle, dejando a su equipo con diez para el resto del partido. Con Almunia ya bajo palos y Pires tristemente sacrificado, ‘Ronnie’ mandó a la barrera la falta posterior –realmente no fue su día–, pero el Quartier de Pedralbes ya olía la victoria. Las sonrisas cómplices empezaban a esparcirse por todos los rincones de la discoteca.
Yo también sonreí. “Ya está hecho”, pensé, y entonces apareció Sol Campbell para clavarse como un cuchillo helado al filo del descanso. Falta lateral, centro al milímetro de ‘Titi’, y cabezazo impecable del poderoso central inglés para adelantar a los ‘Gunners’ con uno menos. Todo un mazazo que nos dejaba con cara de bobos mientras veíamos a Eto’o errando el empate todavía antes del descanso, en un mano a mano en el que Almunia se hizo enorme y el palo dijo eso de “not today”.
La segunda parte empezó con el alivio de ver a un jovencísimo Andrés Iniesta dominando el balón como solo él sabe hacerlo. El Barça mejoró en esa fase, pero conforme iban pasando los minutos la claridad se iba apagando, el partido se atragantaba, entrando en una espiral muy peligrosa para los intereses ‘culés’. El Arsenal aguantaba con diez camisetas amarillas que por momentos parecían doce, llegaban antes, luchaban más y encima un portero suplente estaba realizando el partido de su vida. Una a una, las ocasiones de gol se iban esfumando ante mis ojos sin piedad. No podía ser… Llegar hasta aquí para perder así.
No hay lecciones vitales que aprender del fútbol. Un minuto estás hundido, y al siguiente aparece Henrik Edward Larsson para hacerte absurdamente feliz
Quedaban 20 minutos. Mi desesperación iba en aumento cuando Ronaldinho cazó un balón alto en el pico del área chica con precisión, bicicleta, uno – dos, disparo forzado y…
—¡¡¡Crash!!!
El estruendo fue magnífico. Por un segundo no sabía qué había ocurrido, pero cuando bajé la mirada quedó más que claro. Pedazos de cristal roto se desmoronaban al mismo tiempo que apartaba el talón del punto exacto de la barra en el que había golpeado, inconsciente de mí, después del fallo del brasileño. Acababa de cargarme la barra del Quartier en mil pedazos, pero nadie (aparte de mis acompañantes) parecía percatarse de lo ocurrido. Ambos me miraban con cara de circunstancias, mientras yo solo quería desaparecer, irme lejos de allí. Di un vistazo a mi alrededor y entonces los vi: dos guardias de seguridad con camiseta ceñida negra mirándome, haciendo señales, y aligerando su paso hacia nuestra posición.
—Nos vas a tener que acompañar a la salida…—dijo uno de ellos, tajante.
—Y esto lo tendrás que pagar —remató su compañero.
Menudo día. Derrota, bancarrota, y humillación pública. Mientras me disponía a seguir a mis nuevos amigos a la salida, noté el brazo de Ramón cortándome el paso y lo siguiente que recuerdo es su rostro encendido, su nariz pegada a la de uno de los guardias, y sus palabras definitivas:
—¿Qué salida ni qué leches? Ha sido sin querer. ¡¿Es que habéis perdido la cabeza?!
Ayudado por su 1’90 de estatura, Ramón acababa de convertirse en un coloso. Un héroe sin capa, abarcando con su cuerpo el espacio necesario para que los porteros del Quartier no pudieran llegar a mí. Recuerdo sentirme a salvo, y a la vez inmensamente culpable por la escena que había provocado mi rabieta de crío. Mientras los porteros retrocedían sobre sus pasos, Ramón seguía insistiendo en que había sido sin querer, que además “no íbamos a pagar nada”, que “ya tendréis un seguro para estas ocasiones”, mientras estos solo respondían con sus miradas incómodas. El fuego se apagó con la misma velocidad que se había encendido, y volvimos nuestros ojos a la gran pantalla.
En ese punto ya había saltado al campo la última bala de Frank Rijkaard. Un equipo desesperado, rifando balones, golpeándose una y otra vez contra el muro inglés, y allí estaba él. Impasible. Andrés Iniesta rompió líneas con un pase al hueco, y Henrik Larsson fue un clavo ardiendo en el área rival. Con una caricia precisa, desvió solo unos milímetros (¡y qué milímetros!) el pase de Andrés para servir en bandeja el balón a Eto’o, que, esta vez sí, definió con mucha clase al palo corto.
Dos minutos más tarde el Barça derribó el muro definitivamente. Por muchas veces que repita esa jugada en mi cabeza, jamás me cansaré de dibujar el movimiento del delantero sueco. Primero caza un (mal) pase de Belletti, controla el balón y a su vez se aparta de la zona de peligro, dejando libre el carril para que el propio Belletti lo ocupe. Con un giro de cadera seco, y en un palmo de terreno, elimina dos rivales y pone el balón perfecto, un caramelo que acaba explotando en la red después de rebotar en las piernas de Almunia.
El éxtasis viajaba del césped de Saint Denis al Quartier de Pedralbes, que se venía abajo y por momentos recordaba al garito de antaño a ritmo de Chimo Bayo. Gritos, saltos, y muchos litros desparramados en un instante en el que ya nada importaba. Ni la barra agujereada, cuyos cristales todavía crujían bajo mis pies, ni el sufrimiento de 80 minutos, ni el hecho de que hubiera estado a punto de vivir los últimos diez tirado en medio de la Diagonal. No hay lecciones vitales que aprender del fútbol. Un minuto estás hundido, y al siguiente aparece Henrik Edward Larsson para hacerte absurdamente feliz.
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Fotografía de Imago.