Justo antes de la gran batalla en Vengadores: Infinity War, Doctor Strange avanzó en el tiempo para ver 14.000.605 desenlaces alternativos del conflicto. Cuando Iron Man le preguntó “¿en cuántos ganamos?”, él respondió rotundo: “en uno”. No sabemos con cuántos tipos de finales soñó Didier Deschamps, pero imaginárselo en el vestuario del Mónaco de 2003, diciéndole a sus chicos que existía una mínima posibilidad de jugar la final de la Champions frente al Oporto. Se hubieran echado unas risas. La vieja competición europea es un lugar donde los gigantes se imponen con un ritmo frenético, sin dejar espacio para que los mortales puedan saborear las mieles del éxito. Agarrar a esa copa de sus orejas es un reto que solo han conseguido 22 equipos desde que la ganara el Real Madrid en 1956.
La Champions League de la temporada 2003-04 ha sido seguramente una de las más imprevisibles de la historia. El conjunto monegasco accedió a ella gracias al subcampeonato conseguido en la Ligue 1 2002-03. En la mente de todos merodeaba la idea de mejorar el papel realizado dos años antes, donde acabaron últimos en la fase de grupos. Para ello, el club decidió reforzarse con Morientes, cedido por el Real Madrid, un joven Emmanuel Adebayor y el lateral Hugo Ibarra de Boca Juniors. Se incorporaron a un grupo que contaba con futbolistas de la talla de Squillaci, Evra, Rothen o Plasil. Pero, a pesar de su estatura, por encima de todos destacaba un extremo bajito con una capacidad asombrosa para aparecer en los momentos decisivos: el capitán Ludovic Giuly.
En primera fase ya dejaron claro que no iban por Europa de paseo. Lideraron el grupo C por delante de Deportivo de la Coruña, PSV Eindhoven y AEK de Atenas. Contra los coruñeses, mostraron todo su potencial goleándolos 8-3 con cuatro tantos del croata Dado Prso. Giuly participó en el festival con un gol y una asistencia. Así llegaron a la eliminatoria de octavos frente al Lokomotiv Moscú, la única relativamente asequible que al final no resultó así. Pasaron de ronda gracias al valor doble de los goles fuera de casa. En cuartos ya se puso serio el asunto. El rival era nada más y nada menos que el Real Madrid de los galácticos. Una plantilla que daba miedo solo con leer el nombre de sus integrantes: Casillas, Roberto Carlos, Zidane, Figo, Beckham, Raúl o Ronaldo.
Morientes, Adebayor y Hugo Ibarra de reforzaron a un Mónaco que ya contaba con Squillaci, Evra, Rothen o Plasil. Pero por encima de todos destacaba el capitán Ludovic Giuly
Después de vencer 4-2 en el Bernabéu, los blancos llegaron al Estadio Luis II como el estudiante aplicado que se prepara durante meses para el examen final. Confiados y tranquilos, sabiendo que los deberes ya estaban resueltos y solo les quedaba esperar. O eso pensaron. Por si fuera poco, el encuentro comenzó con el 0-1 de Raúl, que obligaba a los locales a hacer tres goles para estar en la siguiente fase. No tiraron la toalla los del Principado, que se aferraron a un inspirado Giuly para seguir soñando. Al borde del descanso, puso el empate después de enganchar una volea imparable para Casillas. Nada más comenzar la segunda mitad, Morientes hizo el 2-1 después de un certero cabezazo. La euforia iba calando en cada uno de los aficionados y los galácticos parecían un grupo de simples jugadores sin pedigrí. El punto de ebullición llegó en el 66’. Centro al área para que apareciera Giuly, el más listo de la clase, que remató de tacón e hizo el tercero. Apoteósico, se quitó la camiseta para celebrarlo, mientras que el estadio era un clamor con su capitán. Acababa de anotar un doblete que valía el pase a semifinales.
En la última ronda antes de la gran final, les tocó enfrentarse a otro rival inesperado, el Chelsea de Claudio Ranieri. Se impusieron de forma holgada en casa, con un 3-1 para ir tranquilos a Stamford Bridge. Tras empatar a dos en la vuelta, la epopeya era ya una realidad. Estaban en la final de la Champions League. La primera en la historia del Mónaco. En frente, el Oporto, un equipo que solo se había visto una vez en esa situación, cuando salió campeón en 1987. Si Doctor Strange hubiera visualizado miles de finales posibles de esa edición europea, es probable que ni una de ellas fuera un Oporto-Mónaco. Para darle una vuelta de tuerca más, cuando todos preveían un duelo igualado, los portugueses golearon 3-0 y se llevaron su segunda ‘orejona’. Giuly tuvo que esperar dos años para levantar la suya en París.