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El Klopp desconocido

Que sea un perfecto derrochador de carisma no debería ensombrecer otra verdad como un templo: pocos se obsesionan más que él con el estudio del juego

Cuando el aura de Jürgen Klopp, superada la época del primer impacto en Inglaterra, ya parecía felizmente acurrucada, familiarizada con el crujido de la hamaca, se reincorporó de un salto, se sirvió un trago y se fue de after. Klopp en el telediario, Klopp en el periódico, Klopp en el Twitter, Klopp en la cara de ese compañero con flequillo y gafas de tu oficina que siempre se le había dado un aire (por cierto: ¿no os habéis fijado que hay muchos más klopps en nuestras vidas que zidanes o simeones? ¿qué pasa con eso?). Los buenos resultados en Anfield han servido para que la imponente carcajada del entrenador del Liverpool vuelva a rebotar de una pared a otra. Y es un síntoma. Porque solo aquello que, pasado un tiempo de haber sonado por primera vez, vuelve a sonar, como ocurre con algunas canciones, merece la pena de verdad.

Aunque mucho me temo que este remember no trae nada nuevo. Con Klopp hacemos igual que con nuestro viaje del verano: siempre lo resumimos del mismo modo. Es como si no supiéramos admirar al alemán desde otro ángulo. Su simpática pose. Sus explosiones de júbilo. Su facilidad para poner un estadio en pie. Sus celebraciones sopapeando el aire. Su ascendencia sobre los jugadores, a los que mima, protege y finalmente alborota para que acaben rindiendo incluso por encima de sus posibilidades. Al fin y al cabo, no hay duda de que todo eso es cierto. Pero que el actual preparador ‘red’ sea un segundo padre para sus pupilos, un gurú para los hinchas más pasionales, un caramelo para los periodistas, un maestro en el control (o en el descontrol, mejor dicho) de las emociones, no debería ensombrecer otra verdad como un templo: pocos se obsesionan más que él con el estudio del juego.   

En 2006, la cadena de televisión ZDF decidió contratar a Klopp, por aquel entonces todavía técnico del Mainz 05, para que comentara los partidos del Mundial de Alemania junto a Franz Beckenbauer. Según los entendidos en la materia, como el periodista Emmanuel Ramiro, aquello fue lo que posibilitó su salto definitivo al estrellato. Sus análisis exhaustivos durante las retransmisiones y en los resúmenes posteriores a los encuentros hipnotizaron hasta el propio ‘Kaiser’, que probablemente fue el primero en ver que había algo más detrás del carisma de ese señor grandote y propenso a la broma. Sus comentarios, hondos y pulimentados, sentaron un precedente, y a partir de entonces el canal empezó a sobreimpresionar las imágenes con flechas, círculos y triángulos, dotando al fútbol de una nueva estética, mucho más cercana a la que se proyectaba en las pizarras de los vestuarios.

 

Con Klopp hacemos igual que con nuestro viaje del verano: siempre lo resumimos del mismo modo. Es como si no supiéramos admirar al alemán desde otro ángulo

 

Campechano y de look despreocupado, condenado a parecerse a Sawyer, el guapo de la isla, aquel verano de 2006 Klopp lo aprovechó para profundizar su propia marca, añadiéndole matices, destapando en prime time una vocación sincera de investigador y estratega. No obstante, en su país llegarían a etiquetarle durante varios cursos como un nerd futbolístico, dada su obsesión por la tecnología y la estadística como herramientas para potenciar el rendimiento de un colectivo. Ya en Dortmund inauguraría la Footbonaut, “una revolucionaria instalación de entrenamiento”, como precisa Ramiro, “con la que los jugadores mejoraban el pase, la capacidad de reacción y los controles entre cuatro paredes”.

Cuesta asimilar cómo, tal vez por la distancia, hemos ido deshojando el personaje de Klopp hasta dejarlo desnudo, con una única cara, la que nos remite a ese rubiales de carácter alegre y explosivo con el que pasaríamos encantados un fin de semana en la montaña. Es posible que ese proceso de simplificación haya ayudado a acelerarlo la rivalidad que han tejido con Guardiola, puesto que, siempre que se produce una confrontación, tendemos a ubicar a las dos figuras que la protagonizan en extremos opuestos, y en el papel de científico trastornado ya nos encaja a la perfección Pep, al que nos cuesta menos imaginarlo encerrado en un sótano todas los noches, rascándose la barbilla, con cientos de papeles por el suelo. 

¿No podría ser que, después de todo, ambos se parecieran más de lo deseable?

Ser un buen tipo y caer bien, además de parecerme complicadísimo de conseguir, es un logro envidiable. Para qué vamos a negarlo. Pero también conlleva su parte de injusticia, pues la virtud resplandece tanto que a menudo las personas es con la única que se quedan, de manera que ser un buen tipo también suele comportar no ser más cosas, como por ejemplo un buen entrenador. Siempre que pienso en esa clase de sujetos a los que se les impide compaginar méritos, me viene a la cabeza una anécdota de Arthur Miller, que una vez se encontraba sentado en un bar tomando una copa cuando fue abordado por un hombre que le preguntó si, en efecto, no era él Arthur Miller. El dramaturgo no dudó en afirmarlo, y entonces su nuevo y misterioso compañero le consultó si no se acordaba de él, su viejo amigo Sam, con el que habían estudiado juntos en secundaria. Antes de que Miller pudiera negar con la cabeza, el interrogatorio siguió avanzando.  “¿A qué te has dedicado?”. “Bueno, yo… a escribir”. “¿Y qué escribes?”. “Obras de teatro, sobre todo”. “¿Alguna vez te han producido alguna?”. “Sí, alguna”. “Dime el título, a ver si la conozco”. “Mmm… ¿tal vez has oído hablar de ‘Muerte de un viajante’?”. El hombre quedó perplejo, con la boca abierta. Su rostro palideció. Y un instante después, alarmado, preguntó: “¿No serás tú el Arthur Miller escritor?”.