“Quince hombres sobre el cofre del muerto…”, cantaban los marineros ebrios en La isla del tesoro. No muy distinto a lo que ocurría en St. James’ Park, donde quince equipos naufragaban cada año frente a una trampa invisible. La ideó un solo hombre: Bill McCracken, el mago del fuera de juego. Su zaga remaba al unísono, achicando aguas —y delanteros— con un viejo cántico no escrito: el fuera de juego como estribillo.
Como un viejo mapa de corsarios, la defensa de McCracken ocultaba trampas en cada línea. Los delanteros creían avanzar en busca del gol, pero una frontera imaginaria —como el filo de un acantilado— los hacía caer en la ilegalidad. No era magia. Era el plan de McCracken.
Estamos en la temporada 1904-05, William Robert McCracken desembarca en Newcastle como un marinero norirlandés dispuesto a cambiar las rutas del fútbol inglés, no con cañones ni espadas, sino con una argucia invisible tendida en la línea defensiva.
Para entonces, la ley del fuera de juego ya llevaba décadas marcando el rumbo de los partidos, aunque su redacción original poco tenía que ver con la que conocemos hoy. En 1863, cuando la Football Association (FA) trazó por primera vez el mapa normativo del fútbol moderno, la regla número once era tan estricta que convertía cada intento de ataque en una travesía suicida: “Un jugador está en fuera de juego si se encuentra entre el balón y la portería contraria”. No importaba cuántos rivales hubiera por delante, si el balón navegaba hacia adelante, todo aquel que lo antecediera quedaba automáticamente atrapado. El juego parecía más rugby que fútbol.
La defensa de McCracken ocultaba trampas en cada línea. Los delanteros creían avanzar en busca del gol, pero una frontera imaginaria los hacía caer en la ilegalidad. No era magia. Era su plan
Pero los vientos de cambio no tardaron en soplar. En 1866, la regla fue modificada: bastaba con que el jugador tuviera por delante al menos a tres adversarios para estar habilitado. Nacía así la llamada “regla de los tres componentes”, un compás que guiaría al fútbol durante más de medio siglo.
Décadas más tarde, tras la llegada de McCracken al Newcastle United, no solo coincidió con el despegue de los ‘Magpies’ hacia la élite del fútbol británico, sino que también encendió la mecha de una revolución táctica que cambiaría el juego para siempre.
McCracken, pequeño de estatura pero gigante en astucia, pronto se convirtió en el comandante de una zaga que navegaba por el campo como si de un mar peligroso se tratara. Su plan era sencillo, casi infantil, pero a la vez endemoniadamente eficaz: dar unos pasos al frente justo antes de que el rival recibiera el pase. Como quien tira de una cuerda invisible, Bill y su compañero Frank Hudsperth dejaban a los delanteros flotando en fuera de juego, náufragos del reglamento.
Y así, partido tras partido, el Newcastle empezó a consolidarse como una muralla inexpugnable. Entre 1904 y 1909, levantaron tres títulos de liga y llegaron a tres finales de FA Cup. Pero más allá de los trofeos, fue su estilo el que marcó época. El llamado “Plan McCracken” hizo escuela: mientras los rivales se desesperaban, sus compañeros lo veneraban como a un estratega militar, un cartógrafo del fuera de juego que conocía cada centímetro de terreno como el capitán de un navío conoce sus cartas de navegación.
McCracken también sembró el caos. Su maniobra no solo enfurecía a los delanteros, sino que enfriaba los partidos, les quitaba ritmo y goles. La trampa era tan efectiva que el espectáculo se resentía
Pero como suele ocurrir con los genios que doblan las normas sin romperlas, McCracken también sembró el caos. Su maniobra no solo enfurecía a los delanteros, sino que enfriaba los partidos, les quitaba ritmo y goles. La trampa era tan efectiva que el espectáculo se resentía. La grada bostezaba y los estadios empezaron a vaciarse como tabernas sin ron.
Fue entonces cuando la FA, cual almirante del juego, decidió intervenir. En 1925, dos años después de la retirada de McCracken, la regla número once fue modificada: ya no harían falta tres defensores para invalidar el fuera de juego, bastaría con dos. Era el fin de la táctica, el final del reinado de los zagueros tramposos.
Sin embargo, el legado ya estaba grabado. McCracken no solo fue un jugador que ganó títulos. Fue un arquitecto de líneas, un pensador del borde, un precursor. Entrenó después al Hull City, y aunque enseñó sus artimañas, el mundo ya había cambiado.
Y aún hoy, cuando una defensa da un paso al frente para achicar el campo, en algún rincón del estadio del nordeste de Inglaterra puede escucharse un eco lejano, como un viejo shanty marinero: “Quince hombres sobre el cofre del muerto…“.
SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA
Fotografías de Getty Images.