El sábado estábamos de charla con un amigo en su casa y acordamos que el fútbol es 51% expectativa y 49% realidad. No recuerdo quién de los dos propuso los porcentajes, pero vamos a suponer que fue él, y así yo tengo más razones para estar de acuerdo. El partido imaginado siempre pisará un poco al partido disputado, razonamos, de manera que el primero, ese que sucede en nuestra mente antes de que nada ocurra, siempre acabará condicionando la lectura que haremos del segundo, que es el que en efecto tiene lugar y dicta sentencia. Un encuentro puede emocionarnos, sorprendernos o aburrirnos. Pero cualquiera de esas emociones estará subordinada a la idea que nosotros ya habíamos preconcebido de él.
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Si mi abuelo, comiendo antes del España-Rusia de octavos, apuró el vaso de vino y dijo que veía clarísimo que los anfitriones ganarían la eliminatoria, ¿cómo iba a sorprenderse con lo que al final pasó? Pudo cabrearse. Hundirse. Desmayarse. O incluso reírse. Pero sorprenderse, no.
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Acertar lo que sucederá en el futuro, sin embargo, no es lo normal. Muchas veces tras las expectativas se abren paso los desengaños. Por eso hay que tomar precauciones. Después de algunas malas experiencias, Vladimir Nabokov decidió un día que nunca más concedería una entrevista si el periodista no se comprometía a mandarle antes las preguntas en un sobre. Cuando le llegasen, él las respondería por escrito, y solo así accedería a mantener la conversación. El caso es que en 1969 James Mossman decidió aceptar sus normas con tal de sacarlo en la BBC. En el cuestionario, aparte de las referentes a los temas esenciales de su obra, Mossman incluyó algunas dudas más originales, como por ejemplo qué aboliría el escritor si reinase en un estado absolutista. Ya en la charla, cuando le llegó el turno a esa pregunta, Nabokov sacó una tarjetita y se puso a leer: “Aboliría los camiones y los transistores. Ilegalizaría el diabólico rugido de las motocicletas. Estrujaría el pescuezo de la música tenue en los lugares públicos. Desterraría el bidé de los baños de los hoteles para que cupiera una bañera más grande. Prohibiría a los granjeros el uso de insecticidas y les permitiría segar el prado solo una vez al año, a finales de agosto cuando todos hubiesen pupado”.
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Viernes al mediodía. Los días sin Mundial son una alegría y una mierda a la vez. No me aclaro. Pero renuncio automáticamente a intentar descifrar ese pensamiento, porque sé que en cuanto me ponga ya habrá partidos otra vez. Esto es una noria desbocada. Abro el Fantasy. Después de los malos resultados cosechados en la fase de grupos, donde elaboré cada alineación como si estuviera decorando la estantería de mi cuarto, con un mimo y una dedicación absolutas, opto por dar un volantazo y diseñar el equipo de octavos sin pensármelo demasiado, a toda hostia. Quizás así cambie mi suerte. Firmo a Subasic, Jordi Alba, Tagliafico, Paulinho, Dzemaili, Perisic o Mertens, entre otros. Cuando acabo, alejo la silla del ordenador y miro a mi nuevo once con cierta perspectiva. No siento ninguna clase de pálpito, pero eso también es tener un pálpito.
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Los primeros en traicionar mi confianza son Jordi Alba y Tagliafico. Laterales, y además zurdos, como yo. Qué tragedia. Especialmente doloroso se me hace el caso del argentino. Me gustaba su nombre, me gustaba su flequillo, me gustaba incluso que casi no le gustara a nadie. Pero Francia lo hizo picadillo, y tras ver una cartulina amarilla, puntuó -1. Mientras le doy vueltas a mi ingenuidad (“¿Tagliafico? ¡Pero quién es Tagliafico, imbécil!”), resbalo con una frase de Ramón Besa en el periódico y estoy a punto de caerme al suelo. “Un delantero de verdad que se llama Kylian Mbappé acabó con una selección de mentira como es la Argentina de Leo Messi”. Asiento como un borrego. Pero ya es tarde.
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El viaje del elefante fue una de las últimas novelas que se publicaron de José Saramago. La historia se sitúa a mediados del siglo XVI, cuando el rey Juan III de Portugal ofrece a su primo, el archiduque Maximilano de Austria, un elefante asiático llamado Salomón. El libro, que está atravesado de principio a fin por una fina ironía, narra el trayecto que hace el animal por Europa hasta llegar a Viena. Varios personajes se cruzan en su camino, y Saramago aprovecha esos encuentros para reflexionar sobre la moral y los defectos del hombre. Huyendo de un tono que sea demasiado impersonal, el autor empapa las páginas con pensamientos en voz alta. Copio aquí uno: “La vida se ríe de las previsiones y pone palabras donde imaginábamos silencios y súbitos regresos cuando pensábamos que no volveríamos a encontrarnos”.
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La Copa del Mundo no tiene piedad de los adivinos, esa especie que tanto aflora en el fútbol. Los descuartiza a sablazos. Hay sangre por todas partes. ¿Que Alemania ha vuelto a hacer una fase de clasificación casi perfecta y por eso es firme candidata? Pues la mando para casa antes de los cruces. ¿Que hay que contar con que México llegará lejos porque Osorio es un entrenador como la copa de un pino? Pues le extiendo el castigo del quinto partido. ¿Que Suecia no tiene nada que hacer porque Ibrahimovic es mucho Ibrahimovic? Pues le abro la puerta de los cuartos. ¿Que esta generación de croatas juega de miedo y acabará superando a la del ’98? Pues hago que pase por los pelos ante Dinamarca y que Subasic y Perisic no le sumen a Beltran ni cinco puntos entre ambos (no, la tanda de penaltis no contabiliza en el Fantasy, hay que joderse). En ocasiones me pregunto de qué sirve tener la razón en este juego, si en apenas 90 minutos la única forma de conservarla será cambiando de opinión.
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Dice Leila Guerriero que para ella el fútbol tiene características de submarino: solo emerge a la superficie cuando la selección de su país juega el Mundial. Qué suerte, pienso, y qué envidia. Para mi es más bien un desierto. Una vez estás dentro, mires donde mires, siempre lo ves.
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Me siento para ver el Bélgica-Japón con bastante interés. Hoy juega Mertens. Mi arma secreta. Fichar a Hazard o a Lukaku hubiese sido lo lógico, pero a estas alturas ya no hay que explicar por qué lo lógico, en realidad, me parece lo más descabellado. El encuentro avanza protocolariamente, hasta que los japoneses cortan el cable amarillo y todo salta por los aires. Cuando Inui coloca el 0-2 con su disparo desde fuera del área, busco el mechero desesperadamente. No es Mundial si no te entran ganas de encenderte un cigarro. En realidad, estoy animado. Con este panorama, Bélgica no tendrá otra salida que echarse arriba en manada, y en ese caos Mertens tendrá más opciones de rascarme algo. Además, tiene pinta de estar entonado. “Veo cositas en la criatura”, como diría Kiko Narváez. Sí. Y también veo como a los pocos minutos Roberto Martínez lo sustituye por Fellaini. El del Nápoles se marcha del campo de vacío, sin ni siquiera una asistencia en el bolsillo. Me he vuelto a disparar en el pie con mi propia expectativa.
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“Verás Butch: esta vida está llena hasta los topes de cabrones poco realistas. Hijos de puta que creían que sus culos iban a envejecer como el vino. Si eso significa que mejoran con los años, pues no. Pero si significa que se convierten en vinagre, así es.” (Marsellus Wallace, Pulp Fiction)