Hay un tipo de gol que no dice la verdad. El balón se cuela dentro de la portería y el futbolista lo contempla como si hubiera recibido un pedido con el nombre de otro destinatario. Cómo si hubiera ganado una apuesta sin pagar una sola moneda. Primero con incredulidad, después con alegría. Es un gol gratis. Y, como todo lo que es gratis, se celebra con euforia comedida. Su autor, aunque es feliz, no se lo termina de creer. En la mayoría de los casos se produce tras un centro-chut. Una palabra que no se ajusta del todo a la realidad. O centras, o chutas. No existe el término medio. La inventaron para dar nombre a los goles involuntarios, accidentales, mentirosos. Generan debate; unos dicen que qué golazo, otros que qué suerte. Soy de los segundos. Me niego a que aparezcan en los rankings. Pero, puestos a hacer uno, que sea de eso, de mentiras. Sin orden, porque no hay una mentira mejor que otra. Y sin que estén todos, porque con cinco me basta, que no los soporto.
Goikoetxea (Soldier Field, Chicago, 1994)
Segunda jornada del Mundial de Estados Unidos. Alemania a un lado. España al otro. Se cumple el cuarto de hora de partido. Jon Andoni Goikoetxea, pegado a la banda derecha, recibe un balón de ‘Chapi’ Ferrer. El navarro no puede mirar hacia adelante. Le aterra la presencia de los campeones del mundo; Brehme, Kohler, Sammer, Matthäus. Tampoco hacia arriba. Una solana terrible abrasa el ambiente hasta cegar la vista. Solo le queda mirar hacia abajo. Se encuentra con un césped cortado a círculos. Golpea el balón y, como invocando a la diosa simetría, la parábola se mimetiza con el corte de la superficie, siguiendo su trazo hasta colarse en la barraca de Bodo Illgner. Salinas festeja el gol como si fuera suyo. Y ‘Goiko’, ahora sí, levanta los puños al cielo, aunque eso le cueste un ojo.
Roberto Carlos (Heliodoro Rodríguez, Tenerife, 1998)
“Sobre mi gol al Tenerife, puedo asegurar que buscaba la portería, quería meter gol”. No te creo, Roberto Carlos. Querías centrar. Lo que pasa es que se confundían tus centros con tus chutes. Ametrallabas todo lo que te pasaba por delante. Ya fuera un balón, una lata o un monolito. Ya fuera desde la izquierda, desde la derecha o desde el centro. Lo que ocurría después no podía explicarlo ni la ciencia. El efecto de aquel obús tuvo que diseñarlo el diablo. Alguna cuenta pendiente tendría con Marcelo Ojeda, el guardameta que entonces defendía la portería tinerfeña. En el banquillo, la cámara captó a Karembeu, que aplaudía con rostro incrédulo. Amavisca se echaba las manos a la cabeza. Heynckes ni siquiera sabía cómo reaccionar. Y Suker, que aguardaba en zona de remate desde el inicio de la jugada, todavía buscaba la dirección del balón, como si hubiera traspasado la grada del Heliodoro Rodríguez encaminándose hacia La Gomera.
Ronaldinho (Estadio Ecopa, Shizuoka, 2002)
Hay goles que bautizan. Goles que son el prólogo de una gran historia que está por venir. Goles que parecen de verdad. Goles que suceden en Oriente y se cuentan en Occidente. Y de mil formas; ‘golazo inolvidable’, ‘un tanto que pasará a la historia de los mundiales’, ‘centro-chut antológico’. “Intenté colocar el balón en el ángulo opuesto al que se fue, lo tiré mal y al final tuve suerte”. Son palabras del autor de los hechos. Pudo haber disimulado, como Roberto Carlos, pero prefirió ser sincero. Y así fue cómo comenzó su leyenda. Con un gol involuntario, una confesión, un balón que todavía vuela por el cielo nipón y un señor con bigote que parecía que jamás podría quedar en ridículo. Aquello fue la chincheta que se clava en el trasero del profesor de matemáticas. El chico, con la expulsión, recibió después su merecido castigo.
Rafinha (Deutsche Bank Park, Frankfurt, 2011)
Retumba el eco de los niños de San Ildefonso en el estadio del Eintracht. A Rafinha le ha tocado el ‘gordo’. No se lo cree. Por eso baila. Por eso no corre, ni salta, ni chilla. Si ese gol lo marca adrede, su celebración hubiera sido épica. De esas que se ven en los estadios ingleses. Deslizando las rodillas sobre el césped. Berreando un Yeeeeeeah infinito. Pero no. Lo marca buscando la cabeza de Lewandowski. Y de ahí esa forma estúpida de celebrarlo. El éxito del fútbol alemán se basa en los aficionados. Pero también en los centros. En ningún lugar se centran tantos balones como en Alemania. Más que una costumbre, es parte de la cultura. Meter el balón en el área sirve para llegar rápido y puntual al gol. Si la bola encuentra rematador, casi siempre acaba dentro. Y si no, se abren tres posibles escenarios: o la ataja el portero, o muere por la línea de fondo, o –voilà!– se cuela en la portería.
Recoba (Gran Parque Central, Montevideo, 2014)
El colmo del gol mentiroso es darle la categoría de olímpico. Es como si Judas Iscariote fuera el bueno de la Biblia. O como si Pinocho, en lugar de ver crecer su nariz, recibiera un premio por cada una de sus mentiras. Si hay alguien acostumbrado a que lo alaben por sus mentiras es el ‘Chino’ Recoba. Un tipo que, como Raskolnikov, basó su trayectoria en el engaño. Puede que jamás mintiera, pero siempre calló, que es lo mismo. Al uruguayo se le contabilizan hasta seis goles de córner directo. Seis crímenes. Seis centros que se convirtieron en gol. Uno con el Inter de Milán y cinco con el Club Nacional. Este que le endosó al Montevideo Wanderers fue en su última temporada en activo. Insistió tanto que se ganó el beneficio de la duda. ¿Será que el uruguayo es el único que nos dice la verdad?