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Química

Dice la manida frase que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. También nos cuesta imaginar un fútbol conquistado por la sorpresa

“A veces creo que ya he sentido todo lo que puedo sentir y que a partir de ahora ya no sentiré nada nuevo. Solo versiones menos intensas de lo que ya he sentido”. Lo dice textualmente, con tanto verbo sentido, el personaje interpretado por Joaquin Phoenix en Her, la película de Spike Jonze. Cuando lo escucho pienso que menos mal -pinta no tiene- que no le gusta el fútbol.

No será por que el menú no se esfuerce en lo cuantitativo. Veamos. Fase de clasificación para el Mundial. Qué Mundial, puede preguntar algún despistado. Pues uno que se jugará dentro de dos inviernos, en Catar. El que arroja unas espeluznantes cifras de caídos en sacrificio por el Dios redondo donde no es correcto ni lo primero ni lo segundo. Porque “caídos” es un eufemismo para la ya de por sí bastante moderada expresión de “muertos en accidentes laborales”. Y porque el tan traído y llevado, pisado, usado, manchado Dios redondo no es quien monta ni ha pedido ni necesita todo esto. Organizar un Mundial de espaldas a toda responsabilidad social lo hace en provecho propio algo más parecido a una patronal multinacional como es la FIFA. Desde un edificio suizo en el que dos tercios de las salas de reunión se encuentran bajo la altura del suelo. Joseph Blatter, en su momento, argumentó así esa disposición: “los sitios en los que la gente toma decisiones deben tener solo luz indirecta, pues la luz debería proceder de quien está en esos lugares reunido”. No es Pantomima Full, es el capitalismo adelantándose siempre a toda caricatura.

El menú sigue. Una Segunda que debe ser de las pocas que no para cuando juegan las selecciones nacionales, y unas Segunda B y Tercera con más equipos, subgrupos y dobles descensos. Le sumamos partidos aplazados por la pandemia que se han tenido que jugar en cuanto el calendario lo ha permitido y lo que tenemos es que es difícil estar al tanto sin alertas de alguna app en el móvil. Y entonces, el peligro con eso relacionado: dar por suficiente la info del resultado y si acaso un toque a la pantalla para ir diez segundos a la clasificación. Podemos pasar sin ver los goles y da escalofrío escribirlo. ¿En Primera también? Parecido. Hace tiempo que se esfumó el tiempo proporcional para todos los equipos en los resúmenes de las cadenas más vistas. De la jornada ordenada en un par de partidos el sábado y el resto el domingo ya ni hablamos. Esto no va de nostalgia, que normalmente es parálisis, autocompasión y frustración por un tiempo que, no es que no vaya a volver, es que aparte solemos idealizar. El Mikasa también era una arma de conquista del patio, del espacio público, contra toda aquella niña y niño hereje de la bola. Mucha lectura aproblemática no tiene, más allá de que queramos hacernos trampas al solitario ligándolo a que entonces teníamos menos obligaciones y toda una vida por descubrir. Continuemos con el menú presente.

Champions y Europa League. Ambas con mecanismos que cada vez han sido más claros en un sentido antidemocrático. La Superliga es el Golem final, pero desde hace tiempo tenemos la no exclusividad de premio para el campeón liguero, la ampliación de cupo a las competiciones nacionales más potentes, los mil grupos de primera fase o los goteos de eliminados de la competición principal a la secundaria. Es como si grandes federaciones y clubes que son ya más industria que deporte hubieran descubierto el apoyo mutuo y la solidaridad que durante la Historia se han tenido que brindar entre sí los más desfavorecidos y vulnerables. Que nadie se quede atrás pero por arriba.

 

“Tengo la sensación de que cada dos años ha habido un Madrid-Liverpool. Exagero. Miento, de hecho. En el dato, pero no en la sensación. Y a eso voy. A la pérdida de excepcionalidad de la oferta futbolística”

 

Juegan Madrid y Liverpool. Tengo la sensación de que cada dos años ha habido un Madrid-Liverpool. Exagero. Miento, de hecho. En el dato, pero no en la sensación. Y a eso voy. A la pérdida de excepcionalidad de la oferta futbolística. De singularidad, al menos. No hablo de calidad, sino de cantidad. De empacho. De pequeño pensaba que querría comer tortellini todos los días. Más o menos en esos días el Milan de Sacchi se fundió al Madrid en un episodio traumático para muchos de mis compañeros de clase madridistas. Tanto como que no tengo pruebas pero tampoco dudas de que hay una generación ‘merengue’, esa, socializada identitariamente no en la derrota pero sí en la herida. Ya ves tú, el Madrid. Sucede que al año siguiente el Milan volvió a eliminarles y ya no hubo más oportunidad de revancha porque apareció el ‘Dream Team‘ y le quitó la plaza de la Copa de Europa. El Milan-Madrid fue un evento, uno ante el cual conviene no parpadear, como el paso de un cometa o un señorito pidiendo disculpas.

Al ser un equipo con tantas participaciones en la Copa de Europa y Champions, el Madrid nos sirve para ilustrar este contraste entre eras competitivas. Con un no-partido y con un partido. El no-partido fue el que justo, quizá, quién sabe si la final, tenía que haber jugado contra el Liverpool -Barnes, Houghton, Aldridge, Rush…- en aquella época si los clubes ingleses no hubieran sido castigados después de la atroz, desoladora tarde de Heysel. Como vemos, lo “único”, lo “extraordinario”, no tiene por qué ser positivo, también puede ser terrible. Fueron años de un reinado fugaz de Steaua, Oporto, PSV y Estrella Roja impensable hoy en día porque ya no queda clase media. En cuanto al partido que decíamos, cortita y al pie: Real Madrid-Bayern es el partido más repetido en la competición. 26 veces en 45 años, 20 de ellas desde 1999. Esta primavera siguen en el cuadro.

Dice la manida frase que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Nos genera parecido desierto mental, nos cuesta imaginar un fútbol conquistado por la sorpresa. No ya la del pequeño, sino la del mediano. Uno en el que no sea más fácil ver más veces al City que a tus padres. Uno en el que una derrota pueda suponer un cambio de paradigma y no solo un descuadre en las cuentas. Uno que todavía sienta preocupación por un reemplazo generacional y por un apego emocional del que algunos queremos seguir siendo parte. Uno que no esté siempre con el pie loco en el acelerador aparentando riesgo pero salvando siempre a los pesos pesados. Esta industria se equivoca si esta es su forma de salvar la relación. No es cuestión de más tiempo, es seguramente cuestión de uno mejor, más memorable. De química.

 


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Fotografía de Imago.