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Odio eterno a los delanteros guapos

Cuando éramos pequeños, algunos odiábamos a los delanteros que, además de ser delanteros, algunos buenísimos, eran guapos, algunos guapísimos, y jugaban en equipos que no eran el nuestro

En la infancia se vive mejor. No es una manera de hablar. Tampoco una frase abierta o abstracta. Se vive mejor en un sentido estricto: haces mejor aquellas cosas que demuestran que estás vivo. Cuando eres un niño corres y vuelas, ríes y explotas, sueñas y flipas, temes y huyes, lloras y mueres. Cada emoción en su justa medida: la inmensidad del universo. No hay matices, distintas gamas. En el mundo solo ocurre aquello que te ocurre a ti: es de verdad, puedes palparlo, agarrarlo, partirlo. Quizá por eso también odias mejor. Una llamarada que entra por tu boca, te rasga la garganta y se descarrila por el cuerpo. Tan consciente eres de su enormidad, de su fuerza, que decides guardártela para ti, un tesoro ardiendo debajo del pecho. No hay noción de justicia ni necesidad de venganza. Solo un arañazo que quema. Y que únicamente el tiempo acaba curando. Cuando tenía 10 años, yo odiaba a los delanteros que, además de ser delanteros, algunos buenísimos, eran guapos, algunos guapísimos, y jugaban en equipos que no eran el mío. Ese odio se acabó marchando. En silencio. Sin dejar huellas. Como todos los otros. Pero en su momento estaba ahí. Y tenía el tamaño de una de esas montañas que amagan con clavarse en las nubes. Me parecía, sinceramente, demasiado. Yo había querido ser delantero, pero ningún entrenador lo había considerado oportuno. Yo deseaba ser guapo, pero la naturaleza había apuntado hacia otro lado. Algunos, en cambio, gozaban de ambos privilegios. Marcar goles podía ser un don reservado a unos pocos, pero que encima quedaras bien en la foto al celebrarlos ya era casi una provocación de los dioses. Con el tiempo, entendí que esos afortunados podían tener otras carencias. Tal vez les habían robado el coche, habían roto con su pareja, tenían un familiar enfermo. Aprendí a odiarlos de otra forma: mofándome de ellos por aquello que les seguía faltando. Pero ese ya es el odio que todos conocemos. Maquiavélico, burdo, rastrero. Peor. Cuando nos hacemos mayores pensamos que hacemos las cosas mejor. En realidad las hacemos tan mal como nunca.

 


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Fotografía de Getty Images.