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Negro y canalla

En ese espacio sagrado, entre el fútbol y Rosario Central, se alzaba y se desplomaba el mundo de Fontanarrosa, que se murió el 19 de julio de 2007

1995. Buenos Aires. En una de las mesas redondas organizadas en la Feria del Libro, esperan para conversar Roberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano, Juan Sasturain y Carlos Ferreira. Antes de eso, el periodista que modera el acto hace una breve introducción y acaba de presentar el tema arrojando en el aire unas últimas palabras: “Fútbol y literatura”. Nadie parece atreverse a recoger el guante. Hasta que interviene Fontanarrosa y parte el silencio en dos.

—Fútbol y literatura. Ajá. ¿Y me querés decir quién cuernos va a hablar de literatura?

El moderador es Juan José Panno, que años más tarde, en 2007, mientras prepara un artículo dedicado a la figura del que sigue siendo uno de los autores más añorados en lengua castellana, interrumpe el texto al enterarse de que la selección argentina sub-20 acabar de meter gol. Lo ha marcado un extremo flaco y enérgico, un tal Di María, que juega en Rosario Central. “Veo la repetición. Un golazo. Un golazo, ‘Negro’. Tenía que ser un pibe de Central. Seguro que fue un homenaje”, deja escrito Panno en su pieza, que el día siguiente aparecerá en el periódico.

En ese espacio sagrado, entre el fútbol y Rosario Central, se alzaba y se desplomaba el mundo de Fontanarrosa, que se murió un 19 de julio de hace 13 años y al que sus amigos llamaban el ‘Negro’.

Como un chiste afectuoso.

El ‘Negro’.

Y el fútbol.

Y Rosario Central.

Dos pasiones que marcaron profundamente al hijo de una ama de casa y un vendedor de seguros que en la escuela, según se dice, destacaba por su timidez, pero que acabó estampando su firma en varias publicaciones de prestigio gracias al desparpajo con el que se desenvolvía delante del folio y a un sentido del humor afiladísimo.

Su adolescencia rosarina se precipitó en dos episodio claves. Por un lado, cuando decidió abandonar el colegio y se apuntó a un curso por correspondencia de la Escuela Panamericana de Arte, que dirigían Hugo Pratt y Alberto Breccia, dos referentes del humor gráfico y la historieta. Y por otro, quizá el más trascendente, el día en que su padre lo llevó al Gigante de Arroyito a ver a Rosario Central. Desde ese momento, sus cuadernos se inundarían de dibujos protagonizados por futbolistas y aficionados del club. Dibujos, después de todo, que solo podían salir de la mano de alguien que ya no dejaría de soñar durante toda su vida con jugar un partido con la camiseta de los ‘Canallas’.

—Yo duermo hasta el mediodía, normalmente. Dos veces me despertó mi mujer antes de las once de la mañana. Una fue para decirme que habíamos invadido las Islas Malvinas. Y la otra para contarme que Maradona había firmado para Newell’s. No sé qué fue peor.

 

En el bar El Cairo se escucharon algunos de sus mejores párrafos. Porque también hacía eso, el ‘Negro’. Contenerse, escribir fuera del papel

 

De su condición de hincha ya no podría ni querría escapar nunca más.

Estaba escrito.

Como una condena consentida.

Los colores eran su cárcel y su casa.

En una ocasión, cuando ya era un viñetista y escritor reconocido, acudió a presentar un libro de Arturo Pérez Reverte de la saga Alatriste. Fontanarrosa pidió hablar primero. Su compañero Reynaldo Sietecase, que también estaba presente, no comprendió esa petición. A su entender, tenía más sentido que fuera el encargado de cerrar el encuentro. Después, todo se aclararía: “Era un viernes y jugaba Central un partido sin ninguna trascendencia. El ‘Negro’ habló cinco minutos sobre el libro, ponderó que fuera una buena historia de aventuras, que tuviese dibujos y letra grande. Luego se paró, pidió disculpas y se fue a la cancha en medio de una ovación”.

Al ‘Negro’ lo quería todo el mundo.

Era cálido.

Ocurrente.

Y ligeramente desgarbado.

Había algo de él en todos sus personajes. O de todos sus personajes en él. Inodoro Pereyra. Boogie, el aceitoso. La Hermana Rosa. El Viejo Casale. Una voz ingenua, errática, descacharrante, exageradamente humana, que los atravesaba a cada uno y los situaba a la altura de los lectores, con quienes trataban de tú a tú. “Las capillas literarias lo valoraron más después de muerto que en vida”, comentaría el propio Sietecase. “Para muchos críticos era demasiado popular, como si eso fuese un pecado, y menospreciaban su literatura diciendo que era un humorista”.

Mundano.

Raso.

Asequible, según algunos.

Pero también era aplicado, el ‘Negro’.

Y muy metódico.

Tenía una rutina de ocho horas de trabajo. Pese a levantarse tarde, tomaba asiento en su mesa de dibujo, apartaba la pila de libros para poder clavar los codos y se quedaba laburando, absorto, hasta que ya no resistían ideas en la recámara. El cesto de basura del escritorio era un tacho de pintura de 20 litros: allí iban a parar las historias que no colmaban los deseos de Fontanarrosa, cuya única ambición era que la gente “se cagase de risa” con sus creaciones.

Cuando empezaba a anochecer, enfilaba para El Cairo, el bar de Rosario donde se reunía con los amigos para hablar de lo único que realmente les importaba: las mujeres y los goles. Allí se escucharon algunos de sus mejores párrafos. Porque también hacía eso, el ‘Negro’. Contenerse, escribir fuera del papel. Como quien desplaza algo al borde del plato y luego, al final, se concede el lujo de recuperarlo. Ocurrencias. Trocitos de talento. Frases que todavía brillan.

—Al cielo le pondría canchitas y un par de bares, porque en el bar estás en tu casa y a la vez estás balconeando la calle.