Este es el editorial con el que arranca el nuevo #Panenka146, dedicado al fútbol en Oceanía, que ya está disponible aquí
El balón, hecho con la piel de una zarigüeya, vuela por encima de las cabezas. El hombre blanco observa la parábola con sorpresa y admiración. Claro que, en la metrópolis, a un mundo en barco de distancia, hay juegos similares. Le vienen a la mente sus días en el colegio: dos grupos numerosos de caballeros trotando para llegar lo más rápido posible a una pelota posada en el centro del campo, antes de que, entre golpes, vaya pasando de mano en mano. Siente nostalgia de aquel caos. Sin embargo, no osaría entrometerse en el entretenimiento nativo. Primero tendría que descifrarlo. Esos aborígenes dejan caer el esférico hinchado, elástico pero firme, y lo patean justo al botar sobre el pasto irregular. Los restos del animal se elevan y viajan lejos, como si, de pronto, además de estar llena de aire, a la malograda criatura le hubieran insuflado vida. Entonces aparecen los jugadores más altos para capturarlo, con saltos imponentes, juraría que de cinco pies, en un baile hipnótico que puede durar horas sin descanso, hasta que los bandos convienen que la partida ya tiene ganador. Cuando la contienda, al fin, se acaba, el más hábil de los vencedores entierra el balón para poderlo utilizar en el próximo encuentro.
Esos aborígenes dejan caer el esférico hinchado y lo patean justo al botar sobre el pasto irregular. Los restos del animal se elevan y viajan lejos, como si, de pronto, a la malograda criatura le hubieran insuflado vida
Lo llaman fútbol, en la vieja Inglaterra. Pero con tantos códigos, tantas discusiones, no sabría decir si el marngrook, así lo pronuncian, se puede comparar con cualquier ejercicio atlético europeo. Aún se divierte releyendo una carta de un excompañero de escuela, en la que le cuenta la anécdota de William Webb Ellis, un muchacho de Rugby que, cansado de las normas del balompié, agarró la pelota con las manos y salió corriendo. Ah, Gran Bretaña. Su deporte favorito es legislar. Sonríe, levanta la cabeza y regresa a las patadas al cuero y los brincos magníficos. La tarde cae, y mientras se agota un día que apenas debe despuntar en casa de sus padres, piensa por primera vez que quizá hay cosas en las que es él, el hombre blanco, quien tiene que aprender de los aborígenes.