La polivalencia sobre la hoja en blanco de Javier Marías era tal que siempre sabía cuándo ralentizar la acción para controlar el tempo o cuándo dotarlo de un ritmo endiablado. Esta visión periférica, sumada a su técnica magnífica, convirtió al escritor en un as de la literatura contemporánea. Precisamente de sus homólogos balompédicos habló el madridista a lo largo de este cuestionario que le pasamos en 2013 para la revista. Ahora que nos ha dejado, lo recuperamos en digital.
Durante la recepción del premio Salambó por el primer volumen de Tu rostro mañana, aseguró que escribir “es inventar, descubrir y averiguar”. Esta conclusión, forjada tras 41 años de trabajo, ¿también es aplicable a la hora de escribir sobre fútbol, deporte al que dedicó una compilación de artículos en la recientemente reeditada Salvajes y sentimentales?
Bueno, lo que dije, como otras muchas veces, es que el verbo ‘inventar’ procede etimológicamente del latín ‘invenire’, y que lo que significaba este verbo para los romanos era ‘descubrir’, ‘hallar’, ‘averiguar’. Es decir, que al menos en su origen, cuando uno inventa en literatura lo que está haciendo es eso, averiguar algo que no sabía hasta que se pone ante la máquina (en mi caso, ya que no utilizo ordenador). Escribir sobre fútbol es obviamente algo distinto, porque uno parte de algo ya dado, ya existente (si se trata de la crónica de un partido), de algo terminado y que ya ha tenido lugar. En ese sentido, y en lo que respecta a las actividades que he desempeñado en mi vida, quizá se parece más a traducir. En la traducción uno parte de un texto original ya concluso, y se ciñe a él lo más posible, pero también lo interpreta, no solo en el sentido de cambiarlo de lengua, sino también en el sentido musical. El texto original sería como la partitura, que sin embargo puede sonar de maneras distintas según quién sea el pianista, por ejemplo, aunque siempre sea más o menos reconocible. Hay cronistas de fútbol que logran hacernos ‘volver a ver’ el partido que ya vimos; que nos llaman la atención sobre tal o cual aspecto o detalle, que nos ayudan a comprender mejor lo que vimos, o a tal o cual jugador. Y aquí no me refiero tanto a esos análisis superferolíticos con que muchos nos torturan últimamente, de estrategias, de movimientos dentro del campo, que a mí me aburren bastante y me interesan poco o nada. Me refiero más bien a la interpretación del espíritu de un equipo, de las reacciones de un jugador, de las características de un club que, extrañamente, suelen mantenerse a lo largo de decenios, como si se trataran de seres humanos. Hoy, además, con las mil cámaras de televisión, tenemos ocasión de conocer el carácter de cada jugador; de saber si son nobles o mezquinos, inteligentes o tontos, modestos o fatuos, solidarios o casi endiosados. Creo que el juego es más consecuencia de todos esos elementos que de las estrategias y maquinaciones de un entrenador pedante. Fíjese en que incluso los más grandes técnicos actuales, como Del Bosque o Guardiola (o yo creo que Laudrup: ojalá el Real Madrid le hubiera dado una oportunidad), casi nunca se ponen pedantes ni en plan maestrillos, y siguen atendiendo al espíritu y al carácter de los jugadores más que a otros factores. A mí, en consonancia, me divierte más mirar eso, y por supuesto, cómo influye en los partidos, que las tácticas y los planteamientos. Y, bueno, en esa medida hay cierta capacidad para ‘inventar’, a partir de la observación.
Primó al Numancia con cinco millones de pesetas por mantenerse en Primera al término de la temporada 1999- 2000. Más de diez años después de aquel gesto, ¿volvería a repetir una acción similar con este o cualquier equipo de fútbol? ¿Ni tan siquiera -es un decir- si con ese dinero el Real Madrid accediera a desvincularse de José Mourinho?
La verdad es que no. Entonces acababa de ganar un premio literario con buen dinero, y me hizo mucha ilusión que un equipo al que en mi infancia había ido a ver al Campo de San Andrés, sobre tierra (mi familia pasaba los veranos en Soria), hubiera llegado por primera vez en su historia a Primera. En fin, tuve ese gesto de ofrecer al Numancia cinco millones de pesetas (ahora serían, creo, 30.000 euros) si se mantenían en la categoría. Lo lograron, y por supuesto pagué el dinero contento. El club ha estado siempre muy agradecido, y todos los años me envían un carnet de socio de honor. Les tengo a mi vez gratitud. En cambio, parte de los sorianos lo han olvidado o han querido olvidarlo a raíz de un artículo crítico hacia la actual política municipal de la ciudad, no contra los sorianos, claro está [Cuando una ciudad se pierde, publicado el 15 de abril de 2012 en El País Semanal]. Hasta un periodista de allí llamó a un exjugador del Numancia, con el que tengo amistad, para que le ‘confirmara’ que todo había sido un farol por mi parte y que había hecho el ofrecimiento y luego no había cumplido. Ese exjugador le confirmó lo contrario, claro está. En España es difícil que la gente aprecie de veras estos gestos desinteresados. Y la reacción a este artículo mío reciente ha sido tan desproporcionada que, sintiéndolo mucho, ya no haría nunca algo igual. Eso sí, aún sigo la trayectoria del Numancia y me alegro cuando gana. No me van a hacer cambiar mis simpatías asentadas desde la infancia. En cuanto al Madrid, ojalá tuviera alguna influencia en la permanencia o no de Mourinho. No tendría dinero para competir con Florentino. Al fin y al cabo, solo soy un escritor, y estos no somos nunca muy ricos. Y encima acabo de rechazar un premio de 20.000 euros [el Nacional de Narrativa, por la novela Los enamoramientos], así que ya me dirá…
En un artículo reciente (Lo que le falta al genio, publicado el 8 de abril de 2012 en El País Semanal), vaticinó que, hoy por hoy, Messi no podría formar parte del exclusivísimo grupo de los Genios Supremos del fútbol porque, a diferencia de Di Stéfano, Maradona, Cruyff e incluso Pelé, carece de una inteligencia “no estrictamente futbolística”, o al menos de “una personalidad levemente enigmática”. ¿Cree que, con el paso de los años, el rostro del jugador acabará adoptando “los pliegues y la rugosidad” suficientes para abanderar tan selecto grupo?
Pues sí, lo creo, aunque no sé si tanto porque, con el tiempo, vaya a desarrollar una personalidad más atractiva, más compleja, como también la tuvieron jugadores que se aproximan a los considerados ‘cuatro ases’, como Zidane, Van Basten, Bettega (es una debilidad mía) o Garrincha. Eso no lo veo mucho, aunque quién sabe. Lo que sí sucederá, y de hecho está ya sucediendo, es que Messi se convierta probablemente en el mejor futbolista que jamás se haya visto, y eso, inevitablemente, acabará por dotarlo de un aura mítica que quizá trascienda su propia personalidad un tanto plana. Será un mito, si no lo es ya, y solo por eso, la complejidad y el tormento, por así decir, le vendrán desde fuera. Eso, unido a que sus vídeos dejarán pasmado al mundo futuro, lo hará, a todos los efectos, y como usted dice, el abanderado de tan selecto grupo.
“Vivimos en un sistema cruel, que explota y agota a sus mejores individuos -también a los futbolistas- y luego los tira y los olvida a menudo”
Siguiendo con este artículo, desgrana la lista de futbolistas que, a diferencia de los cinco cracks anteriormente citados, se han quedado sólo “un escalón por debajo” de los mismos. Entre otros, nombra usted a Puskas, Gento, Beckenbauer, Romario, Laudrup, Raúl, Xavi o Baresi; pero no cita a Cristiano Ronaldo. Como aficionado del Real Madrid, ¿qué opinión le merece el jugador luso?
Es un jugador muy bueno, pero para mi gusto demasiado ansioso y voluntarioso. De los que cité en ese artículo o acabo de mencionar ahora, ¿ve alguno que fuera eso, ansioso y voluntarioso? Al llegar al Madrid, lo vi demasiado pueril y un poco tontuelo. Han transcurrido varios años y eso no ha cambiado, lo cual me hace temer que también a él –de otra manera que a Messi– le va a faltar siempre esa inteligencia extrafutbolística que se ha percibido en los verdaderamente grandes, en mayor o menor medida. Maradona no parecía muy inteligente, por ejemplo, pero esa faceta la suplió con lo que podríamos llamar su lado turbio, que podía convertirlo en buen personaje. Hablo de personaje en el sentido de los que hay en las películas o en las novelas. Hasta en Laudrup, que parecía tan caballeroso, se percibían aristas, debidas probablemente a su inteligencia. Cristiano mete la pata a menudo, dice bobadas, pero ni siquiera es consciente de que la ha metido, de que las ha dicho. Parece una cabeza en exceso simple. Hasta el punto de que me da algo de pena. Uno no puede enfadarse mucho con un crío, por mimado y caprichoso que sea. Hay un elemento de ingenuidad en su carácter que logra que no resulte del todo antipático pese a su engreimiento, como sí lo resulta Ibrahimovic, al que se ve más avezado, con peor intención, más resabiado. Pero claro, no se puede escribir mucho sobre la personalidad de un crío mimado y simple. Todo eso se acaba notando en su juego. Es un jugador valioso y habilidoso, qué duda cabe; pero nunca superará el nivel de un Hugo Sánchez o un Paolo Rossi. No es poco, pero a ellos no los colocaría ni siquiera en la segunda fila, la de Puskas, Gento, Zidane, etc…
Para usted, el fútbol es un deporte en el que “no basta con ganar, sino que hay que ganar siempre”. Esta concepción, ¿es únicamente atribuible a los seguidores del Real Madrid y del Barcelona, o por el contrario, también es equiparable a la de los aficionados de los clubes más modestos y humildes y, por lo tanto, más acostumbrados a las derrotas?
Evidentemente, no es lo mismo para esos clubes más modestos. Pero fíjese en uno de ellos, dele una racha más o menos prolongada de victorias, y se encontrará con el mismo problema: hay que ganar siempre. ¿Cómo cree que vivieron los aficionados del Nottingham Forest, del que ya pocos se acuerdan, que este equipo ascendiera de segunda a primera en Inglaterra, a continuación ganara la liga y a continuación -¡dos años seguidos!- la Copa de Europa? Para entonces debían de ‘exigirle’ que ganara siempre. Esa presión la sienten todos en mayor o menor grado. Mucho más, desde luego, en el Madrid, en el Barça, en el Manchester United o en el Milan. Pero a todos afecta. Debe de ser angustioso, que nada sea nunca bastante. Claro que en otras profesiones hay algo parecido. Fíjese en los pobres directores de cine, de los que siempre se ha dicho que valían lo que su última película. Fíjese en Michael Cimino, por poner un ejemplo llamativo. Hizo El cazador, una obra maestra, un gran éxito. Luego hizo La puerta del cielo, que a mí me gusta pero fue un enorme fracaso. Y como había sido una película de presupuesto altísimo, pasó a ser un apestado para la industria, y fue como si nunca hubiera rodado El cazador. O Billy Wilder: hizo no una, sino un montón de maravillas, pero a partir de un momento dado ya no le permitieron rodar, por edad (las aseguradoras se negaban a darle el seguro de vida) y porque algunas de sus últimas obras fueron inferiores a la mayoría y poco comerciales. Vivimos en un sistema cruel, que explota y agota a sus mejores individuos –también a los futbolistas– y luego los tira y los olvida a menudo.

Es célebre la alineación futbolística con los escritores del siglo XX, según sus cualidades literarias, que ideó para Salvajes y sentimentales. En este sentido, ¿cuál es el jugador que ocupa la posición más literaria sobre el terreno de juego? ¿El portero y su soledad? (Nabokov y Camus y Benedetti); ¿el centrocampista creativo, siempre obligado a llevar las riendas de su equipo? (Proust); ¿el delantero centro, de cuyo acierto depende la gloria o el fracaso de sus compañeros? (Bernhard); ¿el extremo izquierdo? (Lampedusa; usted mismo).
¿Puse a Bernhard de delantero centro? Curioso, sería por sus tremendas arremetidas contra casi todo. Pensándolo bien, su estilo repetitivo y sinuoso, musical, casi mareante a veces, lo aproximaría a un Xavi o a un Iniesta, quizá. Pero en fin, por responder algo a su pregunta, supongo que la posición más literaria sería la del antiguo ’10’, la del que ha de tener un ojo en el césped y otro sobrevolando el estadio, del mismo modo que el escritor de novelas ha de tener un ojo en la página, casi en la línea que está escribiendo, y el otro en el conjunto de la obra. La función de cada uno parece incompatible con la del otro, y sin embargo así es: cada página –cada pase– ha de ser cuidada al máximo, como si fuera la única, a sabiendas de que esa página, en el conjunto, quedará probablemente perdida y no destacará por sí sola.
Pese a ser un deporte que contiene grandes temas literarios -la épica, la angustia, el sentimiento-, ¿por qué cree que se ha escrito tan poco sobre fútbol?
Seguramente porque lo que ocurre sobre el terreno de juego nos lo sabemos demasiado bien. Cada partido es distinto, pero está codificado. Tiene una duración, unas reglas inamovibles, las variantes de su desarrollo son ilimitadas para el que entiende, pero muy limitadas para el espectador o lector general. En una novela, lo más importante que le podría pasar a un futbolista le ocurriría en su vida, fuera del campo. Por otra parte, el género literario o cinematográfico de deportes de equipo suele ser aburrido. Aparte de que no entendamos bien el baseball, las muchas películas americanas sobre ese deporte son pesadas, reiterativas y previsibles, ¿no? Me temo que con las de fútbol sucedería otro tanto. El deporte individual da más juego, por ejemplo el boxeo, y aun así se repite. Muchacho que aspira a triunfar, lo consigue, se malea, cae… No hay mucho más, ¿verdad?
“Ver jugar a Di Stéfano ha sido uno de los mayores placeres de mi vida. Y como la infancia mitifica todo, aún me resisto a pensar que Messi sea mejor que él”
Tengo entendido que es un acérrimo madridista desde los siete años, y que su mejor recuerdo futbolístico data de 1960 (entonces usted tenía nueve), cuando el Real Madrid ganó su quinta Copa de Europa tras vencer al Eintracht de Frankfurt (7-3). ¿Cuál es el primer contacto que tuvo con el balompié? ¿Quién le inoculó la pasión por el deporte rey?
No estoy muy seguro. Un tío mío, hermano de mi madre y más joven que ella, era muy aficionado, y alguna vez nos llevó al estadio a mi hermano Fernando (el historiador del arte, no ese novelista que no ha tenido impedimento en llamarse igual y con el que nada tengo que ver) y a mí. Pero muy pocas, la verdad, y tampoco teníamos mucho contacto con él. Con otro tío jugábamos al futbolín. Era muy ‘rojo’, y su equipo era soviético, y nosotros, de niños, éramos muy proamericanos, por la Segunda Guerra Mundial y porque habíamos vivido un tiempo en los Estados Unidos. Las colecciones de cromos, por absurdo que parezca, tuvieron mucho que ver. Y, claro, los primeros partidos retransmitidos por televisión. En ellos es donde más vi a Di Stéfano (en el campo también alguna vez), y a él, sin duda, le debo en gran parte mi pasión por el deporte. Aún pienso que verle jugar ha sido uno de los mayores placeres de mi vida. Y, como la infancia mitifica todo, aún me resisto a pensar que Messi sea mejor que él. Esas cosas, por lo demás, nunca pueden saberse a ciencia cierta: es imposible verlos jugar a los dos a la vez, y siempre nos quedará esa duda, quién fue mejor. Y, luego, claro, jugar uno mismo. En mi colegio no nos dejaban (sí al baloncesto y al balonmano) porque lo veían peligroso, así que nos teníamos que ir por ahí, al Retiro y a descampados. Participamos en un torneo madrileño y jugamos contra el Rayo Vallecano infantil o juvenil o lo que fuera, y les ganamos. Gran sensación, la de meter un gol. El que no lo haya hecho no se la puede imaginar.
¿Por qué cree que somos tan volubles en general, y por el contrario, tan fieles a nuestros colores futbolísticos?
No sé, quizá porque es una de las pocas cosas con las que nos permitimos la lealtad. Cambiamos de todo lo demás normalmente por razonamiento, por evolución, por interés, por mezquindad a veces. En el fútbol no suele haber motivos, y por tanto tampoco suele haberlos para cambiar de equipo. Que nuestro favorito juegue mal una o dos temporadas no parece razón suficiente, la lealtad está por encima de eso. Yo conozco a ‘colchoneros’ que aguantaron los años de Gil y Gil (y con él sí podía haber habido motivo para cambiar) porque sabían que, aunque duradero, sería pasajero, y que su ‘Atleti’ sería otra cosa. Lo mismo me pasa ahora a mí con Mourinho. Me avergüenza, contribuye a que casi me dé igual que el Madrid gane o pierda. Pero hay ese ‘casi’. No me da del todo igual. En otros países, donde tengo mis favoritos, sí he podido cambiar, porque la relación es más distante. Mi equipo inglés era el Chelsea, pero desde Abramovich -y de nuevo Mourinho- se me hizo antipático, y ahora prefiero al West Ham, un modesto que sin embargo le ganó hace muchos años al Madrid. O al Liverpool. En Italia era de la Juventus, pero su corrupción me alejó y ahora prefiero la Roma, quizá porque admiro a Totti y me cae bien. Pero en España, ¿de qué equipo me iba a hacer?
¿Cree, a fin de cuentas, que el fútbol puede ser considerado un arte?
Si puede considerarse un arte, entraría en lo que en inglés llaman performing arts para diferenciarlas de las grandes artes. Artes de la representación, que incluirían, supongo, el trabajo de actores, intérpretes musicales, bailarines, etc. En ese campo sí lo es. Ver ciertas fintas, ciertos regates, ciertos pases o controles, se asemeja al placer que puede proporcionar una danza maravillosamente ejecutada, con el aliciente de que el futbolista improvisa a cada instante y uno no sabe nunca qué va a hacer. Quizá Zidane ha sido el más bailarín de todos, a veces verlo implicaba un gran placer estético, pura coreografía improvisada, ya digo.
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