Maka, Ariel, Mikel y Sergio son cuatro amigos unidos por una pasión: el fútbol. Cada uno es hincha de un equipo distinto. El día en que su club juega la final de la Copa del Rey, Maka aparece muerto en su cama. La desolación por la coincidencia de la muerte del hincha con la final de su equipo deja paso al miedo cuando lo mismo sucede con Ariel. El día en que su equipo disputa la ansiada final, muere. Quedan Sergio y Mikel. El destino enfrentará a sus clubes en una semifinal. ¿Celebrarán los goles de sus equipos, aunque la victoria tal vez suponga morir? ¿Desearán la derrota del club al que aman?
Galder Reguera, autor del aclamado ensayo Hijos del fútbol, debuta en la ficción con La muerte y el hincha, una novela corta que encierra una conmovedora reflexión en torno a la figura del aficionado y el sentido último de la adhesión irracional a unos colores. Maka y su abnegada visión de la vida, donde la normalidad no se celebra. Ariel, hijo de intelectuales argentinos, con su pasión oculta en el armario. Mikel y su sensación de que el fútbol tritura a los héroes anónimos de la grada. Sergio y los recuerdos de un padre que ya no está. La muerte no se comprende, mascullan. Pero, ¿y la vida?
Porque si uno pudiera elegir la manera de morir,
yo elijo ésa, hermano. Yo elijo ésa.
Roberto Fontanarrosa
Maka
Tenían que hacerlo. Sabían que nadie lo comprendería. Sospechaban que era delito. Pero lo sentían como una obligación. Ariel, Sergio y Mikel se dijeron que por Maka harían lo que hiciera falta. Por él, cualquier cosa. Aunque Maka estuviera muerto y ellos, ahora, borrachos.
La primera vez que Sergio lo planteó, a los otros dos les pareció una broma. Incluso a él, que había elucubrado el plan con la vista clavada en el fondo de su vaso, le resultó una estupidez al decirlo en voz alta. No habían bebido lo suficiente. Pero a medida que iban cayendo las cervezas y los contornos de lo real se desdibujaban, la idea pintaba cada vez mejor. Lo hablaron. Dijeron que no, después que sí y luego otra vez que no. Hasta que por fin asintieron con la complicidad que solo los borrachos logran entre ellos. Se comprometieron con un último brindis. Una cerveza de un trago. Lo harían, sí. ¡Por Maka!
Al salir del bar se sorprendieron al ver que aún era de día. ¿Cuánto tiempo llevaban bebiendo? ¿Habían comido? ¿Qué hora era? Las seis de la tarde. Tenían un par de horas para ejecutar el plan. Con cierta dificultad, Ariel abrió Google Maps. El tanatorio está por allí, señaló, después de observar la pantalla durante largo tiempo y tras dar varias vueltas de peonza para orientarse. Mikel se asomó a la pantalla del móvil apoyándose en el hombro de su amigo. ¿Funeuskadi? ¿De verdad se llama Funeuskadi? Joder, parece el nombre de un puto parque de atracciones del PNV.
Antes de enfilar hacia allí localizaron una tienda en la que compraron la camiseta. A Sergio, hincha del Athletic, le pareció indignante pagar sesenta euros por la zamarra del Eibar, pero se hicieron cargo a escote. De camino al tanatorio se cruzaron con varios grupos de hinchas que celebraban por su cuenta la victoria del día anterior antes de dirigirse a la plaza consistorial, donde se daría la gran bienvenida al equipo. Movían sus bufandas al viento, como las aspas de un helicóptero, y cantaban. La mayoría de cánticos eran los de cualquier estadio, adaptados a los colores y temas locales. Otros eran inéditos a sus oídos. Los mayores, sentados en las terrazas, reían aplaudiendo las gansadas de los jóvenes, que bailaban encima de bancos y encaramados a los contenedores de basura al grito de “¡Eibarpool, Eibarpool!”.
Todo era euforia a su alrededor. Sin decirlo, los tres amigos pensaron en Maka. Qué diferente era aquello de su manera de sentir el fútbol, tan sufrida. De hecho, cuando hacía apenas un mes el Eibar, su Eibar, se había clasificado para la final de la Copa del Rey, Maka se había mostrado parco en gestos y sonrisas, como negándose a aceptar que todo hubiera salido a la perfección. Era como esa gente humilde a la que la vida de pronto empieza a sonreírle, pero ellos no se fían, esperando en cualquier momento una jugarreta del destino. La vida es bonita a veces, Maka, le decía Sergio, recordándole su famosa cantinela, esa frase que desde hacía años los tres amigos le repetían después de cada partido ganado por los armeros. Pero él negaba con la cabeza, como si sentir felicidad porque su equipo hubiera eliminado al Barcelona y fuera a jugar la final de la Copa contradijera la propia esencia del juego, que no era celebrar, sino la misma que la de la vida: resistir. A veces discutía con Sergio y Mikel, a quienes negaba el conocimiento de lo que realmente es el fútbol. Sergio era del Athletic, Mikel de la Real. Eso era muy fácil, demasiado. Él sabía lo que era ver a su equipo caer sin remedio, hundirse en las profundidades del fútbol de barro de la Segunda B, llorar año tras año al comprobar que el tren del ascenso se alejaba una vez más, en el último momento, en esa condenada ruleta rusa a la que llaman playoff. Conocía lo que era acudir a la grada a contemplar a sus jugadores partirse el alma frente al Lemona, el Zamora, el Izarra. Ver ganar, con el último aliento y de penalti, al Montañeros Club de Fútbol por un gol a cero, y celebrarlo con las cincuenta personas que resisten de pie en la tribuna soportando la fría lluvia de las tardes de septiembre, con esas gotas que se clavan en las manos y el cuello como cuchillas. También sabía lo que entrañaba viajar en ese fútbol más rural que profesional. Visitar el estadio municipal de Garrafal de Campos como quien emprende una expedición a las áridas profundidades de la miseria humana; meterse casi cuatro horas de coche para ver un empate a cero frente al Club Deportivo La Muela y recibir las miradas satisfechas de sus seguidores, hinchado su orgullo porque un equipo con solera como el tuyo haya tocado fondo hasta tal punto que ha caído al nivel del suyo; lamentarte en el regreso a casa de tan infortunada travesía, en el asiento trasero de un coche ajeno acompañado por dos hooligans que cabecean por la borrachera y el cansancio vital.
Qué sabían ellos, si su fútbol era de oro, de oro y brillantes y plástico y estadios llenos y focos que deslumbran. Qué sabían.
Solía decir que ascender de nuevo a Segunda había sido, más que una alegría, un alivio. Que lo que se sentía no era felicidad, sino algo mucho más cercano al parco bienestar que sucede a un dolor intenso que por fin ha desaparecido. Más de una vez les había confesado que se negó a celebrar con sus correligionarios en la plaza Unzaga la vuelta a la división de plata. En 2007 se encerró en casa con los cascos puestos y la música a todo volumen para no oír nada de la fiesta que agitaba las calles. En 2013 repitió el ritual. ¿Hay algo más triste que celebrar la normalidad?, se preguntaba. Sus amigos protestaban: nada tiene de triste celebrar un ascenso. ¿Tampoco fuiste de fiesta cuando subisteis a primera? No, tampoco. Maka, eres un amargado. Él negaba con la cabeza. De eso nada. Ya llegará algún día en el que tenga algo real que celebrar. Llegará.
Hacía un mes, cuando el Eibar se clasificó para la final de la Copa, ahí sí consiguieron sacarle una promesa. Si su club ganaba la final, sería el primero en ir a celebrarlo con el equipo en la plaza consistorial. Lo juró. Lo juró ante sus amigos. Lo juró sobre la camiseta azul y grana de su equipo. Y ahora eran ellos quienes se habían propuesto que cumpliera la promesa.
*Páginas iniciales del primer capítulo de La muerte y el hincha, novela corta de Galder Reguera que se publica en solitario esta semana en La Caja Books.
https://www.lacajabooks.com/la-muerte-y-el-hincha/
La muerte y el hincha. Galder Reguera.
La Caja Books. 102 páginas. 12,90 €. 14×21 cm.