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La infancia feliz

Recuperamos íntegro el editorial del #Panenka71, un número en que exploramos la nueva relación que se establece entre el juego y los hinchas

Recuerdo la primera vez que mis padres me llevaron a ver al Compos. Tenía siete años. Llovía, pero estuvimos bajo techo durante todo el partido. De aquella tarde, además del aguacero golpeando la pista del Multiusos de San Lázaro, solo me acuerdo de los bocadillos de tortilla que nos comimos en el descanso y del griterío de la gente, de sus caras, sus miradas clavadas en el césped. Había tantas cosas nuevas que ver, oler y sentir… Un par de años después, ya había visitado el estadio docenas de veces con mi padre, con mi madre y con mis abuelos. Ya no estábamos en Segunda. La fiesta del ascenso, conseguido contra el Rayo en una promoción de infarto, había sido tremenda. Una ciudad pegada a un club, juntos hasta la élite. Pero miraba a mi alrededor y veía las mismas expresiones de siempre. Solo que ahora éramos unos cuantos más. Y lo mejor estaba por llegar. La visita del Madrid, del Barça; aquel gol de Ronaldo que me pareció una cosa horrible y censurable en directo pero que he aprendido a valorar con los años… El tío se cruzó el campo con una potencia indescriptible. ¿Qué nos diferenciaba del Barça? Un mundo. El mundo de Ronaldo. Pero ahí estábamos, compitiendo. Habíamos completado una primera temporada histórica en Primera. Todos hablaban de nosotros. Y en el recreo me preguntaba cómo podía haber niños que eran del Dépor o del Celta. Y cuando había fútbol volvía al estadio. Y me sentía grande, poderoso. Rodeado de los míos. Y no podía ser más feliz.

 

Cuando había fútbol volvía al estadio. Y me sentía grande, poderoso. Rodeado de los míos. Y no podía ser más feliz

 

Recuerdo cuando mis padres pusieron tele de pago en casa. Tenía siete años. Llovía, así que lo mejor era quedarse en el salón con una peli o un partido de fútbol. De aquella tarde, además del aguacero golpeando contra las ventanas, solo me acuerdo de la pizza que pedimos y de la cantidad de canales que podíamos ver: películas, series, la NBA y todas las ligas europeas. Había tanto que disfrutar… Optamos por el deporte porque mi padre siempre ha sido de la peña ‘PSG de Santiago’. Un par de años después, yo ya era un fan más de los parisinos. Había visto todos sus partidos desde entonces, con mi padre, con mi madre y con mis abuelos, que no entendían por qué carallo nos había dado por animar a un club francés. La fiesta de la Champions, tras aquella final de infarto contra el Bayern, había sido tremenda. Un chaval pegado a la tele, sin perder detalle. Pedimos sushi y me dejaron estar despierto viendo el programa especial hasta las tantas. Y lo mejor estaba por llegar. Victorias ante el Madrid, el Barça; aquel gol de Messi que me pareció una cosa horrible y censurable por la tele pero que aprendí a valorar tras ver los ‘Me gusta’ que obtuvo en Facebook… El tío se cruzó el campo a 32 km/h. ¿Qué nos diferenciaba del Barça? Nada. Aunque Messi era un poco caro. Pero ahí seguíamos, jugando contra los mejores. Lo habíamos hecho bien desde que en la Champions solo había grandes. Y éramos Trending Topic. Y en el recreo me preguntaba cómo podía haber niños que eran del Dépor o del Celta. Y cuando había fútbol, ponía la tele y lo publicaba en Instagram. Rodeado de los míos. Y no podía ser más feliz.