Con las elecciones presidenciales en puerta, México se prepara para afrontar un fin de semana particularmente convulso. En medio de una polarización sin precedentes, magnificada por la caja de resonancia de las redes sociales, hemos visto toda clase de proclamas, discursos, peroratas, alegatos y arengas a favor y en contra de las dos candidatas principales que se disputan una contienda que derivará, inevitablemente, en un hecho histórico: México será gobernado por primera vez por una mujer.
Dentro de todo el activismo político que ha tenido lugar en los medios masivos, independientes y alternativos, no hemos visto una sola postura emitida por algún futbolista, entrenador o club. Y con tanto lodo, no es que haga falta, la verdad. Lo interesante del caso es que en México existe una aversión y un temor incontestable respecto a mezclar política y fútbol, circunstancia que tiene sus cosas buenas y malas. Esta tradición ha provocado que el futbolista y el entrenador mexicano carezcan, por definición, de conciencia política. Uno puede suponer que la indiferencia que siempre se ha mostrado desde el gremio por los acontecimientos sociales y políticos tenga que ver con una distancia prudente y saludable, sobre todo en un país salpicado por la corrupción. Pero el asunto es mucho más complejo.
“Demonizar los vínculos entre política y deporte habla mucho del tipo de sociedad que somos”
El problema, creo yo, es que cuando hablamos de politizar el fútbol pensamos exclusivamente en los lugares más oscuros: propaganda, militancia, corporativismo, lavado de cara, conflictos de interés. Politizar el fútbol tiene que ver con otras cosas más sustanciales: defender ideas, convicciones, abrazar un origen común y un sentido de pertenencia. A mí me parecería bastante lógico que un club vinculado a la clase obrera despreciara abiertamente cualquier flirteo con la extrema derecha, por ejemplo. O, en sentido contrario, que un club presidido por un libertario —una imagen bastante recurrente en el fútbol actual— fuera renuente a crear un capital social con poder de decisión dentro de la institución.
Con esto no pretendo que los clubes, futbolistas y entrenadores se convierten en portavoces de agendas políticas o que intercedan para promover el voto en favor de tal o cual candidato. Hablo de implicarse y de utilizar el megáfono inherente a su profesión no para imponer sus simpatías o aversiones políticas, sino para promover la reflexión y la participación ciudadana a todos niveles, para recuperar los espacios comunes, para apelar a la memoria histórica. Hace no mucho, en el aniversario de la Revolución de los Claveles en Portugal —el levantamiento antifascista que permitió ponerle fin a una dictadura de casi cinco décadas—, vimos a los clubes profesionales sumarse en redes sociales a la conmemoración del hecho que restauró la democracia en el país. Por todo esto, creo que demonizar los vínculos entre política y deporte habla mucho del tipo de sociedad que somos.
“A mí me parecería bastante lógico que un club vinculado a la clase obrera despreciara abiertamente cualquier flirteo con la extrema derecha”
Es curioso que en México, a diferencia de otros países en el mundo, se tenga apenas registro de reivindicaciones, guiños o defensas a causas sociales, ya sea de carácter local o internacional. Y eso, para mí, supone un problema. Que en un país tan desigual, con tantos casos de corrupción, de despojos, de saqueos, de atropellos, de crímenes violentos, de injusticias, de escándalos impunes, de inmovilidad social y de explotación, nunca haya servido el fútbol, espejo y amplificador social donde los haya, para visibilizar o condenar acciones, me parece francamente inconcebible.
Por mucho que tienda cada vez más a aburguesarse, no olvidemos que el fútbol es un acto social y, en consecuencia, un acto político.