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Decir adiós

Se acaba la temporada y llega el momento de despedir a todas aquellas futbolistas a las que solo les quedan 90 minutos con los colores de su corazón

Despedirse. La abstracción de un adiós asoma al fondo de la historia. Y hay tantas despedidas como personas involucradas. Está la despedida camuflada en un “hasta luego” o “hasta mañana”. Sencilla, discreta y carente de sentimientos dolorosos. Una separación temporal. Suele ser la más amena de todas las despedidas. Por poner otro ejemplo, está la despedida de una vida. El duelo. Ese nudo que se acurruca en la garganta mientras las pestañas hacen esfuerzos por no gotear. Quizás, este sea el adiós más crudo. La despedida final. La más emocional y a la vez racional. Los besos, los llantos, las sonrisas, las caricias, los toques en hombros o espalda, los abrazos. Elementos tan clásicos y a la vez tan propios de cada uno que se empeñan en formar parte de dichos adioses.

El adiós no tiene por qué avisar. Simplemente se da. A veces se presiente o se programa y en otras ocasiones emana por sorpresa. Despedirse no siempre es opcional. Las circunstancias pueden forzarlo. Obligarlo. No tiene por qué ser justo. Suele no serlo. A veces llega demasiado pronto y de él nacen otros sentimientos como la rabia, la confusión o el rechazo. Es un mundo, esto del adiós. En el fútbol, como en los diferentes campos de la vida, despedirse también entraña cierta dificultad. Adioses los habrá por doquier, pero es imposible despedirse de un sentimiento. Uno puede despedirse de jugadores, aficionados o técnicos, pero jamás de los recuerdos, de los momentos ni de las emociones. Y el fútbol viene cargado de todas ellas.

¿Cómo despedirse de una futbolista a la que viste crecer defendiendo los colores de tu corazón? ¿Cómo se le dice adiós a una jugadora que durante años se amarró a ese brazalete para guiar a sus compañeras? Y más importante: ¿cómo se afronta la dolorosa despedida de una persona a la que se idolatra y quiere, pero no se la conoce? Porque esa es parte de la magia de este deporte. Desearle lo mejor a una persona que ha trabajado incansable para que la felicidad acudiese en tu búsqueda con cada gol, con cada rechace o con cada parada. Despedir a una persona a la que alentaste semana tras semana.

Acaba la temporada y el baile del mercado comienza a dejar los primeros nombres. Ay, Atlético. Qué forma de comenzar a sonar. Tres capitanas y referentes que se despiden de una afición entregada. No habrá más Amanda Sampedro. Tampoco Silvia Meseguer. Adiós, también, para Laia Aleixandri. Otros caminos. Distintos senderos. Duelos tan únicos como similares entre quién se marcha del terreno de juego y quién reside al otro lado del verde, posado en su butaca. Entre aquella que ya no volverá a vestirse con la camiseta del club y una afición que todavía conserva entre sus brazos la zamarra de la protagonista. Como si sostenerla fuese a evitar lo que se avecina.

 

Queda rehacerse. Sonreír por lo que fueron y por aquello en lo que se convirtieron. Ídolos. Referentes. Y, sobre todo, el motivo por el que los fines de semana fueron más felices.

 

Ya se marcharon de Madrid. Sin embargo, esta historia no se ciñe únicamente a la capital. Bajo los mismos colores, pero instaladas en el norte, Vanesa Gimbert y Erika Vázquez también dirán adiós a sus aficiones tras los tres pitidos finales que cierren la temporada. Con ellas se echa el cierre a un pedazo de la historia del fútbol femenino. Una lástima que futbolistas que le dieron tantísimo a nuestro deporte den carpetazo a su carrera sin poder vivir en sus propias botas una competición profesional. El fútbol femenino les debe todo el sacrificio por el que se entregaron estas jugadoras hasta nuestros días.

Algo parecido ocurre con Melanie Serrano. La veterana futbolista del FC Barcelona parece que colgará las botas en cuanto su equipo dispute sus últimos compromisos de esta temporada. Levantar otra Champions o despedirse con la Copa de la Reina sería el broche de oro a una carrera que comenzó con más sombras que luces, como aquel descenso en 2007, pero que ha acabado iluminando a toda una generación. 18 años han pasado desde que una jovencísima Melanie debutase en el Miniestadi en un derbi. Y, con el verano, su historia sobre el verde llega a su final. No así, la historia de su trayectoria, que permanecerá para siempre en el club.

La temporada se agota. Una última velada en liga antes de clausurar un ciclo glorioso en el que lograron títulos y auténticas victorias de prestigio. Momentos y recuerdos de los que se describen anteriormente. Imposibles de borrar de sus mentes ni tampoco de las de una afición que las llevó en volandas hasta consagrarlas. Y respondieron con creces. En el momento de recordar esos instantes, la sonrisa se dibuja en el rostro. Esta también es compartida entre jugadoras y afición. Ese recuerdo que inconscientemente genera un vínculo entre ambas. Es, precisamente a causa de ese vínculo, que el adiós se recrudece todavía más. Porque tan cierto es que, a pesar de no conocerse las unas a los otras, el sentimiento es de absoluta unidad.

Pero, de la forma que sea, se van. Y comienza el desespero. Una persona no puede vivir sin ídolos. Tampoco sin referentes. Comienza la impaciencia por reemplazarlos. La ilusión tiene que buscar otro nombre. Instalarse en otra camiseta. Como si la superstición residiese en un dorsal azaroso que hay que empezar a adorar. Arrancará el baile de nombres. Los fichajes que lleguen cargarán sobre sus botas una responsabilidad añadida. Pues en un fútbol tan cambiante como el femenino, donde los contratos son breves y las permutas de escudo constantes, permanecer las suficientes temporadas como para convertirse en ídolo no es tarea fácil. Rendimiento, corazón y trabajo para hacerse un hueco entre las gargantas de la afición.

Pero ante la ilusión naciente por abrazarse a un nuevo ídolo, quedará un último golpe de realidad. Cuando, ya en la próxima temporada, no aparezcan ellas por el túnel de vestuarios cuando el himno suene por la megafonía. Ni tampoco suene su nombre cuando se anuncie su dorsal. Atrás quedan los vítores en el verde; corear su nombre en perfecta armonía desde el graderío. Queda el silencio. Un aroma triste. Simple y llana resignación. Queda rehacerse. Sonreír por lo que fueron y por aquello en lo que se convirtieron. Ídolos. Referentes. Y, sobre todo, el motivo por el que los fines de semana fueron más felices. No es fácil. Es ley de vida. Decir adiós.

 


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Fotografía de Imago.