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De aficionados a clientes

'También nos roban el fútbol' ofrece una mirada crítica sobre el estado actual del deporte rey que nos obliga a replantear nuestro papel de hinchas

Solía decirse que el opio del fútbol anulaba la capacidad crítica del aficionado. Sin embargo, no siempre ha ocurrido así. El 22 de marzo de 1979, Holanda y Argentina jugaban un amistoso en el estadio de Wankdorf, Berna, como parte de la conmemoración del 75 aniversario de la FIFA. Con aquel partido se pretendía reeditar la final mundialista disputada, un año antes, en el estadio de River. El festejo avanzaba con aburrida normalidad, sin goles y con poco juego, hasta que, de repente, una pancarta apareció detrás de la portería defendida por Doesburg. Cada vez que las cámaras enfocaban aquella zona de la grada, asomaba sobre el público. Decía, escuetamente: VIDELA ASESINO.

La comitiva argentina intentó que se retirase, pero los exiliados resistieron a la seguridad suiza. Ante la imposibilidad de interrumpir la transmisión en directo, el operador argentino encargado de la realización decidió superponer un cartel anunciando: HOY 22H. LES LUTHIERS. El artificio, en muchos planos, no consiguió esconder el mensaje. Aun así, los corresponsales presentes en el partido, Constancio Vigil y Héctor Vega, director y subdirector de El Gráfico, decidieron guardar silencio sobre lo ocurrido. Entre los responsables de aquel escrache, se encontraba Ángel Cappa. Había acudido al estadio a ver en directo al joven Maradona, pero no dudó en sumarse a la acción reivindicativa de sus colegas argentinos exiliados.

 

Han comprado el fútbol, transformándolo en un deporte con un 2% de ganadores y un 98% de perdedores. Ganadores que, curiosamente, defraudan fuera del campo

 

Cuarenta años después, Ángel Cappa mantiene intactas esas convicciones, que han germinado en su hija, María Cappa, periodista de oficio. «El hecho de que haya sido un libro escrito con mi hija», explica Cappa, «puede inducir a la equivocación de que yo la incorporé para que me ayude, y es exactamente al contrario, el grueso del libro lo ha escrito ella, he sido yo quien le ha ayudado». En También nos roban el fútbol, padre e hija analizan a los poderes económicos y políticos que, desde los 60, han comprado la esencia del deporte rey. Aunque los números de poco sirven para entender el fútbol, son necesarios para comprender por qué ha cambiado de manos.

Los Cappa los manejan todos: los sueldos desproporcionados que se embolsan los mandatarios de la FIFA, los millonarios contratos televisivos, los abultados porcentajes que se quedan los representantes, los trapicheos que esconden las recalificaciones, las cifras que ganan las grandes marcas comerciales o los desorbitados sueldos de los jugadores. Cantidades mareantes que hacen incomprensible que se sangre, con más saña, al aficionado de a pie; ese que, en estos tiempos de crisis, a duras penas consigue pagar el abono anual para disfrutar de su pasión.

No es de extrañar que, en el capitalismo voraz, el fútbol se haya convertido en el pastel más apetecible del mercado. Que el mismísimo Donald Trump, en 2015, intentase comprar el club colombiano Atlético Nacional, habla por sí solo. Al olor de la rentabilidad del fútbol, ofreció 100 millones de dólares, pero el club pidió 50 más. «Esta gente se piensa que somos estúpidos», dijo Trump al retirarse de la puja. A principios de siglo, los rusos ya se habían lanzado a comprar clubes ingleses siguiendo el ejemplo de Abramovich. Últimamente, los asiáticos no paran de colonizar equipos españoles, como Chen Yansheng con el Espanyol, o Peter Lim, en Valencia. Todos quieren su porción del pastel: los políticos, para tapar sus malas gestiones; las televisiones, para aumentar sus audiencias; los representantes, para sacar más tajada del tráfico con niños; las marcas, para engordar su lista de clientes. En este opulento banquete, el único que se queda con hambre de fútbol es el aficionado.

Todo se compra, todo se vende. Todo tiene que dar beneficios. Y todo termina manchado con la corrupción putrefacta que aflora al olor del dinero: nombramientos a dedo, cargos comprados, árbitros coaccionados, jugadores untados, apuestas amañadas. Historias que no suelen leerse en los titulares de los periódicos. El periodismo deportivo de bufanda, como lo llama Cappa, no está por la labor de contarlas. En su lugar, sale infinitamente más rentable hablar de la tristeza que atenaza las piernas del pobre Cristiano Ronaldo o del nuevo look que luce el bueno de Messi. Se llenan portadas, durante los cinco días de la semana, con historias insulsas que nada tienen que ver con el fútbol. Y, el fin de semana, se insertan con calzador como si verdaderamente formaran parte de los partidos de la jornada. Son pocos los que tratan de responder a la pregunta que inquietaba a Pasolini«¿Qué manos van amontonando los enormes beneficios de la pasión de cada domingo?».

Día tras día se engorda al aficionado con un fútbol edulcorado que adormece su capacidad crítica. Que lo infantiliza y lo convierte en fanático. Se trafica, sin escrúpulos, con su fidelidad emocional. Los clubes manejan sus páginas webs, sus propios canales de televisión y emisoras de radio. Bombardean a sus fieles con un fútbol precocinado que solo enseña a no saber perder. Para Ángel Cappa, el hincha ha perdido su condición como tal, para convertirse en un cliente. En realidad, es en sus tiendas online donde los clubes, convertidos en S.A.D., exportan a todo el mundo los productos que quieren vender: el merchandising. En solo 48 horas, el Real Madrid amortizó un tercio del coste del fichaje de James solamente con la venta de camisetas. Se vendieron trescientas mil. De los casi cien euros que cuesta una, quince céntimos terminan en las manos de las zurcidoras.

La hambrienta boca del mercado todo lo engulle. Las pocas migajas que queden de fútbol, como decía Eduardo Galeano, que se peleen por picotearlas los aficionados.

DEL HOMO LUDENS AL HOMO ECONOMICUS

Algunos intelectuales, tras el desembarco del football en España, avisaron de los peligros que se escondían tras un simple partido fútbol. Unamuno, sobre lo perjudicial del “deporte contemplativo”: «esa derivación pasiva, no sirve absolutamente para nada y sólo una cosa ayuda a desarrollar, y es la grotesca vanidad del profesional». Ramón y Cajal alertó sobre lo perjudicial de «la idolatría del pueblo hacia ciertos campeones afortunados, consagrándolos como héroes sin reparar que no se contentan con sencillas coronas de laurel». Y el periodista Jacinto Miquelarena insistía en que la enfermedad del fútbol «son las medallas, son las copas; es en fin todo lo que mide y calibra el esfuerzo, recompensándolo con una escala de premios que se parece mucho a una tarifa». Ninguno de ellos había visto cómo la televisión cambiaría el destino del fútbol y los aficionados. Umberto Eco, en cambio, sí lo vivió y, en los 70, comparó a los aficionados con maníacos sexuales obsesionados con ver, una y otra vez, el mismo acto sexual. Pero, sobre todo, le irritaba la “cháchara deportiva”, esas conversaciones que consisten «en el discurso sobre la prensa deportiva, que a su vez es un discurso sobre un discurso acerca del deporte ajeno como discurso».

 

Día tras día se engorda al aficionado con un fútbol edulcorado que adormece su capacidad crítica. Que lo infantiliza y lo convierte en fanático. Se trafica, sin escrúpulos, con su fidelidad emocional

 

Junto a la prensa, la televisión ha sido fundamental en la conversión, en cliente, del aficionado del siglo XXI. Desde que el fútbol debutara en TVE en 1954, con un Madrid-Racing, el negocio no ha parado de dar beneficios. Cinco años después, la semana previa a la retransmisión de un Barça-Madrid, se vendieron más de seis mil televisores en la Ciudad Condal y una compañía de cerveza ofreció medio millón de pesetas al Madrid por los derechos de retransmisión. Trato que Franco no autorizó: el partido era de interés general y no podía supeditarse a particulares. Sin embargo, la semilla estaba plantada. La retransmisión de la final de la Copa de Europa de 1960, Madrid-Eintracht Frankfurt, confirmó la respuesta positiva del público. Una década después los partidos se narraban más enfocados al entretenimiento, al tiempo que incrementaban los derechos televisivos y el número de cámaras en el estadio. En la actualidad, la LFP obliga a los clubes, bajo sanción, a posicionar aficionados en las zonas más enfocadas por las cámaras, y así, evitar que se vean las gradas vacías.

El futbolista se ha convertido en «carne de pantalla», como afirmaba Javier Marías. La cámara lenta importada de EEUU lo inmortalizó como el héroe moderno. El agon saturó las pantallas: el futbolista doliéndose en la hierba, la patada del entrenador al botellín, la desolación del portero al encajar un gol. Al mismo tiempo, las marcas se colaban, con la sutileza del anuncio, en todos los salones de las casas. Eduardo Galeano se lamentaba de la venta del fútbol, «en cuerpo, alma y ropa», a las pantallas chinas. Y añadía: «Es más importante la publicidad en el pecho que el número en la espalda». En los 70, apareció en la camiseta del Eintracht-Braunsckweig y, desde entonces, las marcas se han apoderado de todo, incluso de los nombre de los estadios. Han comprado el fútbol, transformándolo en un deporte con un 2% de ganadores y un 98% de perdedores. Ganadores que, curiosamente, defraudan fuera del campo.

El fútbol ha sido un fiel reflejo de la sociedad en que se jugaba. Ahora, también. Aunque las mujeres puedan jugar sin ser consideradas marimachos, como sucedía a principios del siglo XX, su fútbol está a años luz del masculino. Se explota a los niños futbolistas como a los protagonistas de las novelas de Dickens. Se trafica con apuestas ilegales, el dopaje aumenta. La política ostenta el poder a pesar de la alargada sombra de corrupción que se cierne sobre sus mandatarios. Y los bancos les dan crédito. Lo mismo ocurre en la pirámide del fútbol: en lo más alto, los mandatarios de la FIFA reciben acusaciones por sus pésimas gestiones, mientras los platos rotos los pagan los de siempre: la clase trabajadora, los aficionados.

Como en la política global, entre los altos cargos de la FIFA la corrupción se ha convertido en una epidemia endémica, avalada en paraísos fiscales. Havelange lo sabía bien: «Soy un vendedor de un producto llamado fútbol», dijo en 1974, al ser nombrado Presidente de la FIFA. Ángel Cappa hace hincapié en los millones de dólares de pérdidas que acostumbra a dejar la organización de un Mundial en los países anfitriones. Los mandatarios de la FIFA ordenan la construcción de estadios como si de pirámides egipcias se tratase, para, tras el torneo, dejarlos abandonados. Como el Ciudad del Cabo, un estadio que se pensó construir en el barrio obrero de Athlone, y acabó levantándose en el barrio de blancos Green Point, donde ahora muere por desuso.

El fútbol, sostienen los Cappa, nació sin padre ni madre. Sus hijos se multiplicaban por todos los suburbios de las grandes ciudades. Hijos que encontraban en el balón una forma de orgullo, diversión, desahogo y expresión. El deporte de las masas, ahora, pertenece a una élite que lo exprime sin miramientos. En poco más de cien años, de los doce caballeros que se reunieron en la Freemason’s Tabern de Londres para darle un corpus de reglas, hemos pasado a entregar su alma a unos tipos trajeados, que poco tienen de caballeros. La raza de futbolistas que jugaban por un escudo, los one man club, sobrevive en peligro de extinción; ahora, se cambia de camiseta en función de los ceros que se añadan a su cuenta bancaria. En 1974, Dante Panzeri ya escribió que «los jugadores de ahora no son jugadores, son financistas. Tienen miedo de jugar. Tienen coraje para invertir».

El Cappa entrenador solo veía un camino para salvar el fútbol: los jugadores debían recuperar la alegría de jugar del homo ludens y olvidarse del homo economicus en que les transforma el dinero. Lo puso en práctica en Huracán, el último equipo que dirigió. Durante meses lo hizo sin cobrar, simplemente por amor a un deporte que veía morir de inanición. Olvidar los resultados y disfrutar de la manera en que se logran. Ovacionar al que mejor juega, aunque pierda. Más clubes populares y menos empresarios. Que cada vez más periodistas se quiten la bufanda y defiendan el escudo del buen fútbol, como acostumbra a hacer María Cappa. Y que aparezcan más futbolistas que, como Sócrates, entiendan que son artistas, «y los artistas son los únicos trabajadores que tienen más poder que sus jefes». Un poder, el de jugar, que cuando se disfruta no hay dinero que pueda pagarlo.