Estaba casi todo en contra. Algo más, al menos, que en pasados eventos similares. Cada vez más mayores, un año y pico difícil, medio perdido, un calor intenso y ganas de asaltar las terrazas con amigos a los que no ha sido fácil ver últimamente. Una Eurocopa sin una sede fija, que es en parte decir ausencia de relato que dote de coherencia cultural y temporal a ese mes de partidos. El nombre oficial seguía manteniendo el año 2020, menos mal, nos decíamos aliviados en aras de la armonía cuatrienal, mientras mirábamos por encima del hombro a Skillzy. Esa mascota, ese chaval demasiado normal que nadie ha descrito mejor que la escritora Lucía Taboada. El niño freestyler de quien dudamos que por mucha monería que sea capaz de hacer con un balón sepa jugar a un deporte de equipo. Nos asaltaba el pensamiento intrusivo del desapego de la competición con su propia historia. ¿Qué tendrán que ver las cucamonas callejeras de Skillzy (¿qué tipo de calle, cabe preguntarse, con esa cara de urbanización que gasta?) con Yashin, Marcelino, Džajić, ‘Torpedo’ Müller celebrando un funeral de porteros tras otro dando saltitos, el penalti de Antonin, las gradas vacías de la Italia de años plomizos, la cantada de Arkonada, la volea de Van Basten, Dinamarca cancelando sus vacaciones, el gol de oro, Maldini, Zidane, Kluivert, Charisteas, Torres, Del Bosque o la invasión de polillas antes del macarrónico gol de Éder?
Para acabar de enrarecer la previa, la polémica con las vacunas de la selección. La última ocasión para que aquellos a quienes no emociona este deporte lo vuelvan a pintar de opio popular con un brochazo grueso. Se ha vuelto a decir que “los políticos” o “el gobierno” se pliegan ante el fútbol. Como si ese “fútbol” no fuera un significante vago que engloba desde un despacho en Ginebra a un descampado en Lagos y obvia toda la tensión de clase interna y propia del juego más extendido del mundo. Como si quienes supuestamente se pliegan ante él no hubieran prohibido a los niños pelotear en tantas plazas, como si en todo caso un combinado nacional, una élite, no fuera un poder económico (y simbólico) de primer orden. Como si “la gente” se olvidase de sus problemas por una Eurocopa. Como si no estuviera bien ya de ese paternalismo y esa condescendencia.
Pero basta también de palabrería, porque en eso que empezó el torneo. Y no sé si le habrá pasado al lector de estas líneas -ojalá-, pero toda esa frialdad de inicio ha desaparecido. No ha sido nada en concreto y un poco la suma de casi todo. Blue Monday en el anuncio de Tik Tok. Ese turquesa corporativo. Italia de vuelta. Los clásicos partidos mejorables de las tres de la tarde. La reacción de los compañeros de Eriksen. Lukaku recordándonos que no todo el estrellato se acababa con el fin de la dictadura Messi-Cristiano. Alaba lo mismo. Inglaterra posponiendo pero prometiendo alegrías. Las clases de geopolítica con la nomenclatura de Macedonia del Norte y de Países Bajos. La sensación de que cada día, después de demasiado tiempo, pueda pasar algo. El himno de Escocia, la comba de Schick. ¡Hombre, Paulo Sousa de seleccionador polaco! Às armas en Budapest, poco antes del choque entre dos países que hoy representan dos de las muchas maneras de entender eso de ser europeo: la hostilidad intolerante contra el sosiego resistente al giro a la derecha de nuestros siempre poco apreciados vecinos. El toque de España, un poco más vertical que el balonmano que abrazó durante el último Mundial y de nuevo sin cartel de favorita, algo que ya no llama la atención. Como sabe Enrique Ballester, el problema no es cuando dejas de salir de fiesta, sino cuando a nadie le extraña que no lo hagas.
Todo en poco tiempo, menos de una semana, sin darnos chance a pensar. Como un roce de manos que gusta como un beso. Devolviéndonos a esa suspensión del tiempo que eran los junios de final de curso. Esos que suenan a cigarra y radial y a choque de platos Duralex y de postre sandía. Los de polo flash callejero y colleja bronceada y el alivio de que casi toda la clase recogía aprobados que no dejaban a ningún amigo atrás. Y tú preguntándote como un bobo si ibas a esperarte un curso más para declararte. O quizá mejor no hacerlo nunca y mantenerlo platónico. Quizá disfrutar el presente que ante uno se abría en esos junios, aceptando que lo que podrías vivir en días no igualaría lo idealizado en años y no por eso tenía que estar mal. Que de qué servía seguir imaginando, otro año más, que cuando ella bajaba a la playa se abrían las aguas y los otros chicos le traían los helados más caros del quiosco, los de crema y no de hielo, los helados que toman los novios y los viejos. Que puede que apareciera otra chica, inesperada y con toalla de la caja de ahorros, con la que conectarías tan fácil que no habría más vueltas que darle en cuanto te dijese cómplice que con lo que te vale un Magnum os compráis tres Drácula. De pronto ella, qué guapa, que a base de cosquillas sin promesas te ha quitado la tontería, ella, con la que ya quedas todos los días y que en una de esas tardes te nota raro y te pregunta qué pasa. Y tú contestas que lo que te pasa es que ahora que ha empezado no quieres que acabe. Un poco como esta Euro.
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Fotografía de Imago.