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Primera ley de Newton: Koke Resurrección

Lo más nítido en el fútbol de Koke sucede cuando juega sin un lugar definido, saliendo mejor en la foto si está en constante movimiento

Tiene 29 años y su lugar en las conversaciones de los que opinan de fútbol continúa siendo impreciso. Al borde de sumar una década en la élite, Koke Resurrección es un futbolista que no puede definirse desde la superficie, aunque sepamos que dentro de los muy buenos, no es de los mejores. Entre la suerte de tener un sentido primoroso del juego sin ser un verdadero cerebro y significar un guardián de la posesión de balón quedando lejos de quienes le antecedieron en la España de Luis y Vicente, Koke es un mar de grises para el debate, uno que abre interrogantes aún siendo una certeza para su Atleti y deja quiebros y contrapiés para definirlo sin gozar de la destreza del regate ni la fluidez del físico dotado de virtudes: Koke viene cuando otros van; también se queda donde otros llegan. Entre todo eso, como firme y futuro epitafio futbolístico, un jugador que entiende todo sin poder hacer de todo, como dice Manuel Jabois en Miss Marte: “Existe la creencia de que vivir mucho es que te pasen muchas cosas pero yo creo que vivir mucho es saber qué cosas te están pasando”

El camino de Koke viene marcado por una primera singularidad: llegó a la élite con el ‘Cholo’ Simeone mientras en España se dejaba una compleja herencia al centrocampista español, con título de serial de La 2. Al filo de lo imposible crecían todos aquellos que llegaban después de Xavi, Iniesta, Cesc, Xabi Alonso, Busquets, Silva y Cazorla. Por un lado, Resurrección estaba llamado a organizar y dirigir sus futuros equipos porque lo había hecho en 2010 con la sub-19 mientras convivía con una realidad que ninguno de los antes citados, talento insólito al margen, había experimentado, y es que todos ellos vivieron contextos competitivos y estilísticos similares entre sus clubes y la selección, fuese por semejanzas de método (los ‘culés’ y Cazorla) o por inmensa calidad individual acompañándoles (Silva y Alonso) mientras Koke no. Entre esas dos realidades, quien tiraba de Koke, quien iba por delante de ese primer gran titular, era más su carácter competitivo y su capacidad de análisis que sus dilemas futbolísticos: qué puedo hacer y cuánto puedo influir con mis atributos técnicos y dónde puede llegar mi inteligencia allí donde mi físico y mi técnica no alcanzan.

A comienzos de 2018, si bien esta idea se asienta en 2019, y tras siete temporadas jugando como hombre de banda en defensa y mediapunta de control y último pase en ataque, Koke fue visto al fin por Simeone como uno de los miembros del doble pivote de un 4-4-2. Antes de llegar a ese momento, real y narrativamente, debemos apuntar que el futbolista vallecano trataba de simplificar con el pie lo que modelaba con ánimo más colectivo en su cabeza. Viendo su extrema y maravillosa habilidad para crear líneas de pase, mantener las distancias con el compañero y jugar con la retención o el primer toque para agilizar la jugada, de Koke se concluía que su don para con los demás no era otro que el de tomar buenas decisiones y asistir al delantero para vérselas con el portero. Simeone, de alguna forma, interrumpió acertadamente un porvenir, probablemente tímido, como organizador, para explotarlo como facilitador en un equipo duro como un roble, cuyo mayor valor individual para el entrenador y su ideario pasaba por la consistencia y la fiabilidad tomando decisiones. Equipo serio, aguerrido y unido; individuo responsable, cabal y concreto.

 

Resistente como pocos, necesitado de movimiento para que su inteligencia transforme a sus equipos, la historia de Koke cuenta sus mejores capítulos cuando entra en acción y no cuando dirige sentado

 

En ese tiempo, España crecía abonada por la victoria, real y filosófica, del juego de posición, elevado hasta lo sublime por el Barcelona de Guardiola. Rezaba aquella obra de la técnica y el dominio, pero sobre todo hacían posible sus irrepetibles futbolistas, que el control y el pase no daban lugar al error y que esperar en tu posición facilitaba la progresión del balón, que era quien debía correr. Esta forma de jugar se hizo escuela nacional entre 2008 y 2012, con el 4-3-3 como dibujo anclado al método. Koke, campeón de liga y subcampeón de Europa, acudió al Mundial de Brasil para ocupar el interior de aquel 4-3-3 en el que las grandes figuras ya estaban más lejos que cerca. Por comparación y estilo, Koke no colmaba. Su velocidad en el gesto, trasladando la pelota y precisando envíos, era más irregular que una media que era máxima histórica. Koke necesitaba tiempo, seguro, pero también ser otra cosa.

Dentro del análisis más opinable, necesario ahora para proseguir, Koke es un jugador que no puede vivir tan solo de su toque, su desplazamiento o su calidad, porque caería en clara inestabilidad. Sólo los mejores lucen sin ser optimizados, a base de talento puro o magia en su relación con la pelota, y el madrileño necesita de empujones concretos para brillar. Su lugar como centrocampista va a ser siempre más amable cuando juegue con el tiempo y el espacio que cuando cree con el balón. Por eso, y aquí se abre la gran idea que resume su figura, depende de que tanto su posición como la estructura colectiva que lo resalte sean dinámicas y más agresivas que controladoras y estáticas, una interesante cuestión teniendo en cuenta que Koke ha logrado aunar opiniones en torno a su calidad para controlar el ritmo. Puede ser eso, pero no es eso lo que le hace mejor.

Volviendo a 2018, momento en el que el ‘6’ ya es un centrocampista de base de la jugada en el Atlético de Madrid, pasando en 2021 a ser mediocentro único de un 4-3-3 que ha logrado el campeonato liguero, Koke presenta ráfagas de juego demoledoras con la selección. Si la memoria falla, toca recordar el 17 de noviembre de 2020, cuando la España de Luis Enrique golea por 6-0 a Alemania en la UEFA Nations League. Allí, Koke deja una actuación estelar poniendo en marcha su significado como jugador: él es movimiento e inercia. Diferenciando su labor como organizador sin ser mediocentro, subyace con fuerza en su juego la necesidad de moverse, pero no para recibir, sino sobre todo después de haberla cedido, abandonando la posición para ocupar otro espacio posterior. Es menos opinable quizás que si Koke pasa la pelota para después quedarse fijo, intentando conectar al más cercano y también al más alejado desde un lugar estático, su técnica no le permite ganar tiempo al compañero, mientras así lo hace su formidable dinámica alternando alturas, sectores, espacios y líneas. Cuando él se mantiene en movimiento, la calidad del juego de su equipo pasa a ser, inmediatamente, mejor. Por el contrario, si Resurrección se para tras tocarla, aunque su lectura siga siendo muy buena, no logra darle al juego la velocidad adecuada.

Por último, si bien ha logrado juntar alabanzas en su primera temporada como mediocentro único, en una idea en la que si el mediocentro la pasa rara vez vuelve la pelota a su poder, cuesta pensar que haya logrado alcanzar, así y ahora, su gran versión como futbolista. Resistente como pocos sumando kilómetros, necesitado de movimiento para que su inteligencia y sentido transformen a sus equipos, la historia de Koke cuenta sus mejores capítulos cuando entra en acción y no cuando dirige sentado. Enlazando con el principio, su fútbol se explica, en cierto modo, por una sucesión de caminos cuya madurez le ha llevado a experimentar en sentidos opuestos. Más fijo posicionalmente en su club y móvil en la selección, fue todo lo contrario en una etapa anterior, en la que parecía no haber hueco para el cambio. Entre todo ello, como nuevo contrapié, se certifica que lo más nítido en el fútbol de Koke sucede cuando juega sin un lugar definido, saliendo mejor en la foto si está en constante movimiento. Cuando sabe qué cosas le están pasando.

 


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Fotografía de Imago.