Hay una película protagonizada por Jennifer López y Richard Gere que a saber cuántas veces habrán puesto en la tele. Malditos aburridos domingos por la tarde. Se llama ¿Bailamos?. Y va, básicamente, de eso, de bailar. Resumiendo: un abogado quiere nuevas experiencias en su vida, se topa con una bailarina, empieza a ir a sus clases de baile, su mujer se ralla un poco porque no sabe que hace por las tardes, parece que hay un poco de magreíllo entre el abogado y la bailarina, no acaba pasando nada, van a una competición, la mujer se entera de lo que hace, se lo toma bien y al final todos felices. Más o menos. Y perdón por el spoiler.
La cosa es que no soporto bailar. Odio bailar. Me aburre. Me cansa. Por ello, no sé por qué esta peli me engancha delante del televisor. Un sinsentido. No quiero ni bailar ni ver a gente bailando. Soy de barra. Eso sí, si hay un lugar recóndito en este planeta en que el baile me seduce -a mí y creo que a muchas otras personas con este hate por la danza- como ningún otro arte del mundo ese es el rectángulo verde; cuando a once tipos se les ocurre bailar con el balón y hacer del fútbol una especie de coreografía perfecta. Sin ir más lejos, algo así como lo que ocurrió un 1 de julio de 2012 en Kiev. Once de rojo, con la estrella ya en el pecho, con su típica camiseta Adidas, vistiéndola desde el 91, volvieron a hacer del fútbol una danza.
El vals de Andrés Iniesta. Elegante. Clásico. A cámara lenta. La salsa de Cesc Fàbregas. Picante, fluida. El hip-hop de David Silva. Callejero. Libre. Desenfadado. El fox de Xavi Hernández. Movimientos largos, continuos, suaves.
Todos juntos, en un mismo recipiente, en el mismo escenario, se convirtieron en la mayor apisonadora que nunca se haya visto en una final de la Eurocopa. Porque Italia solo fue la sombra de ella misma. Y solo persiguió las sombras de una selección española que se plantó en el Olímpico de Kiev con seis centrocampistas en el once. Dos anclados atrás: Busquets y Alonso. Los otros cuatro, libres para hacer lo que quisieran, donde quisieran, como quisieran, cuando quisieran. Un caos ordenado o un orden caótico, quién sabe. Cuatro bajitos, de esos que “no paraban de joder con la pelota; joder de gozar, en este caso, no de fastidiar”, como dijo un día Relaño, en el diario As, cuando muchos de los que levantaron la Eurocopa sin delanteros se impusieron al Santos en el Mundial de Clubes de 2011 también sin atacantes en el césped.
Y, precisamente sin hombres nacidos para el gol entre los titulares, aquella ‘Roja’ goleó a los italianos con un 4-0 para la historia. Uno lo metió Silva, de cabeza. Sí, de cabeza. Otro, Jordi Alba. Otro, Juan Mata. Y antes de este último, Fernando Torres. El único de ellos que superaba el metro setenta y pico, el único acostumbrado a marcar goles. Un rara avis en el ataque de un equipo que bailó al son de los bajitos, que enamoró a propios y extraños, que dejó a la ‘Roja’ como la única capaz de sumar títulos de tres en tres. En definitiva, un baile para la historia. De los que sí nos gusta ver, aunque a veces nos traguemos pelis malísimas.
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Fotografía de Imago.