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Un Balón de Oro en la sombra

La historia de Michael Owen fue la de un chico reservado, poco amante de los focos, a quien destacar tan rápido, y las lesiones, consumieron demasiado pronto

Han pasado ya 20 años y el eco de aquel Balón de Oro sigue resonando aún en algunos lugares de nuestro país. Fue injusto, fue inexplicable, fue un robo, fue inmerecido; siguen. Como si por mucho decirlo fuera a cambiar la historia, y también la cara del tipo que agarraba un premio esférico bañado en oro. Pero no va a pasar. Luis Suárez seguirá siendo, de momento, el único español en hacerse con ese trofeo. Un galardón individual, por cierto, que no en todos lados adquiere la misma relevancia, ni la misma mediatización, ni un afán parecido porque lo gane uno de los que llevan la misma camiseta que la nuestra. Quizá por entender el juego como algo grupal. O puede que sea porque, al final, en esta vida no todo son premios o halagos, aunque a veces cueste imaginarlo.

El protagonista de esta historia, Michael Owen, tras dejar entrever que no tenía “el tipo de crédito que otras personas obtendrían por ganar el Balón de Oro”, lo dejó claro un tiempo atrás: “Nunca ha sido tan importante en nuestro país. Cuando estuve en España me dijeron que era un héroe por ello”. En Inglaterra, en Liverpool más concretamente, pesaba más que a sus 21 años hubiera sido el estandarte ofensivo de un equipo que se hizo en un mismo año con la FA Cup, la Copa de la Liga y la Copa del la UEFA, bajo la tutela de un Gérard Houllier que hoy se ha despedido de este mundo. En España, en Madrid más concretamente, cuando, tres años más tarde de hacerse con un premio que desde aquí reclamaban a Raúl González como vencedor, llegó al mismo equipo donde el ‘7’ se cambiaba la ropa junto a Luis Figo, Ronaldo, Beckham y demás estrellas, lo más destacado de su llegada era precisamente eso: que fuera el chico que le arrebató el Balón de Oro a su capitán. No importaban los veintitantos goles que había marcado en aquel año, ni los títulos, ni siquiera la velocidad supersónica con la que derrumbaba defensas cual castillo de naipes. Una velocidad, por cierto, que ya, con apenas 24 años, había ido menguando respecto a años anteriores fruto de las lesiones.

 

Los últimos siete años de mi carrera los odié. Deseaba retirarme. El que estaba en el campo no era yo. Mi estado mental ni siquiera me permitía chutar o esprintar

 

“Hasta los 20 años probablemente era uno de los mejores jugadores de mi edad. Y fue así durante un periodo, pero las lesiones me frustraron. A los 23 años ya estaba en declive. Cuando uno de los tendones se rompe ya no es el mismo, se ve afectado. Me pasó a los 19 años y gané el Balón de Oro a los 21. Estaba en mi mejor momento a los 17, 18, 19 y luego a los 21, o 22, todavía estaba allí, pero en declive”, reconoció años después el propio Michael Owen. Aquello aquí pasó inadvertido. Y como se había fichado a un Balón de Oro, se esperaba ver en el campo un rendimiento equitativo al que un Balón de Oro puede ofrecer. Porque si has ganado un Balón de Oro, te toca jugar como un Balón de Oro. La regla es simple: un premio individual, subjetivo, como prueba empírica de lo que se debe, o se puede, hacer sobre el césped. ¿Si los periodistas le hubieran dado el premio a Raúl en 2001, los 15 goles que anotó el inglés en la 2004-05 como blanco habrían tenido el visto bueno de la afición? ¿Habrían valido para prolongar su etapa en el Santiago Bernabéu? Quién sabe. O el problema quizá fuera que, como escribió años atrás John Carlin en El País, la manera de ser del inglés sobre el césped no encajó en la Castellana: “Los hay como el italiano Christian Vieri, al que le entran deseos claramente homicidas. Los hay como el francés del Arsenal Thierry Henry, que mira al cielo perplejo, como preguntando: ‘¿cómo es posible que un tipo tan guay como yo no haya metido ese gol?’. Los hay como Raúl que procuran dar la impresión de que su frialdad asesina no ha experimentado el más mínimo cambio de temperatura. Y después está Michael Owen, que no sólo no se inmuta sino que da la impresión de no estar”.

Y quién sabe si por los números o por el juego, pero lo que se vio de Owen ataviado de blanco para el Real Madrid no fue suficiente. Y la luz del fútbol de Michael Owen se apagó tan pronto como se encendió. Clic. Debut a los 17, Copa del Mundo 98, éxitos con el Liverpool. Clac. Lesiones, Madrid, Newcastle. De un plomazo, aquel chico que debía convertirse en la bandera del fútbol inglés, se perdió entre las sombras.

El ostracismo definitivo arrancó el último día del 2005, apenas unos meses después de llegar al St James’ Park. Ante el Tottenham, en White Hart Lane, sufrió una rotura del ligamento cruzado anterior. Más de un año de baja. Y si con 21 o 22 años, como él mismo aseguraba, ya estaba en declive, aquella lesión provocó una caída libre, sin paracaídas, hacia el vacío. “Los últimos siete años de mi carrera los odié. Deseaba retirarme. El que estaba en el campo no era yo. Mi estado mental ni siquiera me permitía chutar o esprintar. Sabía que me iba a romper y entonces me escondía en zonas del campo donde no me llegara el balón”, confesó. El Newcastle no pudo ver al mejor Owen, ni de lejos. Como tampoco lo vio el Manchester United, en un traspaso que escoció, y mucho, en Liverpool. Ni mucho menos el Stoke City, quien lo rescató del paro para cerrar su carrera; marcada, como tantas otras, por conocer las dos caras del fútbol: la del éxito, los títulos, los halagos, y la de la crítica constante, la exigencia, las lesiones y las sombras. En definitiva, la historia de Michael Owen fue la de un chico reservado, poco amante de los focos, de la fama y de todo el tinglado que se monta alrededor de este deporte, a quien destacar tan rápido, y las lesiones, de paso, consumieron demasiado pronto.

 


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Fotografía de Getty Images.