Era mediocentro defensivo, lo que significaba que, jugara como jugara, los aplausos siempre se los llevaban los otros. Pero Claude Makélélé sigue en nuestros corazones
En Historias de Nueva York, Enric González confiesa un truco que pone en práctica cuando se aburre de su oficio. Por lo que le contaron cuando vivía en la ciudad, en Water Street, durante muchos años, se organizaban peleas de ratas contra perros. Y para animar el ambiente, antes de los combates, aparecía un tipo especializado en decapitar roedores con los dientes a cambio de unos centavos. Cuando el autor tiene la sensación de que el periodismo es desagradable, se acuerda del trabajo de ese pobre desgraciado y se recompone un poco. Algo similar hacen los delanteros y los extremos cuando pasan meses sin ver puerta o sin marcharse de su oponente: piensan que podría ser peor, piensan que podrían ser mediocentros defensivos. No hay otra demarcación en el campo con peor fama. No hay otra posición en el fútbol en la que sueñen jugar menos niños. Nadie llega al parque y grita: “¡Me pongo de mediocentro defensivo!”. Vale que a la juventud no hay quien la entienda, pero eso ya sería pasarse. Ni siquiera Claude Makélélé pudo hacer nada para remediarlo. Un tipo que se tiró más de una vida compitiendo en la élite y recogiendo los piropos de entrenadores propios y ajenos. Quizá el último futbolista que el Real Madrid de verdad echó de menos después de venderlo. Makélélé era bajito, pero si te lo cruzabas en el césped tenías que levantar mucho la cabeza para ver dónde acababa, como si enfrente tuvieras la alambrada de una cárcel. Jugaba sin volumen, atrayendo la atención de nadie, pero acababa todos los partidos y los torneos con unas cifras de robos y de pases escandalosas, a la altura de una estrella. En él solo despuntaban los tres misteriosos acentos de su apellido. Con una mano sujetaba al equipo por la solapa para que no se desplomara y con la otra señalaba al mejor jugador del rival, al que perseguía por el campo como una enfermedad hasta dejarlo en los huesos. La única manera de apreciar su valor era llevar su misma camiseta. Entonces entendías que si encontrabas diez metros despejados en la frontal, o una posibilidad de tiro, o a tu marcador fuera de sitio, era porque él un segundo antes había pasado con la escoba y el plumero, entregado a la causa por más que nadie fuera a aplaudirle por ello. Solo así pudo ocurrir que luego Zidane, Henry o Lampard dijeran que había sido un privilegio jugar a su lado. Y entonces los niños nos hicimos la que tal vez fue la primera pregunta seria de nuestras vidas: ¿el ídolo de nuestros ídolos, por extensión, también es nuestro ídolo?
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Fotografía de Getty Images.
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