He jurado tantas cosas tantas veces ante el advenimiento del Mundial, apilado tantas promesas ridículas y contradictorias. En el 2002, con el gol de Svensson, prometí no llevarme ningún examen del colegio, en el 2010 prometí terminar la tesis de la Facultad, en el momento que Gotze corría gritando su gol juré que me volvería vegetariano. Nada fue suficiente. Pensaba que Dios era demasiado exigente o demasiado macabro. O demasiado inexistente. Confieso que lo insulté varias veces y le deseé una derrota eterna en manos de Satanás. No sé si se habrá concretado.
Hace poco entendí que no había que prometer nada. Ni me cortaría el pelo, ni lo dejaría crecer hasta el próximo Mundial, ni lo teñiría de azul. No iría a lugares remotos caminando para adelante, ni para atrás, ni en bicicleta, ni de rodillas. No iría a abrazar a nadie en especial, ni renunciaría al trabajo, ni me apuntaría en un curso de ningún idioma. No me tatuaría la copa, ni al que hiciera el gol decisivo, ni ninguna otra clase de mamarracho esotérico. Absolutamente nada. No sería mejor persona, ni haría yoga, ni sería más amoroso con los que me rodean. Tampoco adoptaría a tres perros callejeros para ponerles De Paul, Enzo y Alexis. No dejaría de fumar, de comer harinas, de putear o de tomar alcohol. No tiene sentido. ¿Qué clase de Dios privaría a un hombre de una cerveza el día que sale campeón del Mundo? Solamente un Dios sádico volvería pena la gloria.
Comprendí que Dios no funciona con chantajes. Quizás siempre fue así, o tal vez el cambio de administración ocurrido el 25 de noviembre de 2020 abrió la puerta a los deseos de los que no creíamos en la gobernanza anterior. Un cielo más amigable con mi atea religiosidad, con mi sincretismo con olor a Río de la Plata. Vivir rogando a una entidad en la que no creo pero a la que imagino suficientemente poderosa como para lograr que once señores con la camiseta de Argentina ganen el séptimo partido de un Mundial. Este año entendí que si algo existe en algún lado, tiene que ser generoso.
Ofrecerle sacrificios a un Dios es insultante; la sola insinuación de que estaría dispuesto a beber de la sangre de nuestra desesperación es aberrante. Prometerle algo es tomarlo por comerciante inescrupuloso de la emoción ajena, mercader espurio de algo tan puro como un Mundial. Por un hijo de puta. Yo, si fuese Dios, pensaría que no hace falta que nadie prometa nada, me sentiría asqueado de la sola posibilidad de aprovechar la fragilidad emocional en la que un ser humano entra cada cuatro años. Entonces decidí que no tenía -no podía- prometer nada a cambio del Mundial.
Le pedí, eso sí. Pedir no es prometer. Le pedí este Mundial y le aclaré que no le daría nada a cambio. Le dije que lo necesitaba. Eso, que lo necesitaba y que los motivos eran sencillos. Uno es Messi, lo habrían nombrado muchos. El otro motivo, el más importante para este Dios personalizado, es que yo ya no podía esperar. Le dije que me estaba poniendo viejo, que el fútbol ya no me gustaba tanto como antes, que tenía miedo de que cada año que pasara fuese peor este agnosticismo intelectual. Que tenía miedo que si no era ahora, ya no fuese. Que nunca fuese campeón del mundo.
Le pedí este Mundial a Dios y le aclaré que no le daría nada a cambio. Le dije que lo necesitaba. Eso, que lo necesitaba y que los motivos eran sencillos
Le aclaré que había entendido que a tal magnitud de deseo no podía ofrecer nada, que sabía que él no querría jugar con mis sueños para obtener tristes recompensas. Para qué querría Dios que yo no tome alcohol, camine hasta un lugar lejano o me tatúe la cara de un jugador. En definitiva, pedir sin dar nada a cambio, para que exploten los libros de autoayuda.
Quedé, eso sí, atado a un puñado de cábalas. Sobre todo a una vieja careta plástica de Messi que hizo aparición en el entretiempo del partido contra México, cuando la desesperación nacía. Fue colocada en el mejor lugar del sillón, mirando la tele. Se volvió cábala oficial contra Polonia. A la mitad del primer tiempo de ese tercer partido me llegó un mensaje que decía ‘Andá a buscar a Messi’. Ni loco. No iba a levantarme del sillón a la mitad de un partido del Mundial para ir a buscar un pedazo de plástico. Todavía descreía un poco. Entonces Messi erró el penal. Andá ya. Corrí desesperado, conseguí una llave, lo rastreé en una casa ajena, agarré a Messi y volví corriendo. Desde la escalera, mientras abría la puerta de mi departamento, escuché cuando Mac Allister puso el 1-0.
Ustedes no saben lo que fue conseguir que Messi vea la final entre las decenas de miles de personas que había el domingo en el centro de Buenos Aires. Deambulamos como sobrevivientes de una catástrofe cuando vimos que la pantalla del Obelisco no pasaría el partido, tratábamos de encontrar un pedacito de pantalla. A mi no me importaba no verlo, pero tenía a Messi en mis manos y temí que perdiéramos por mi culpa, por la insensatez de priorizar la fiesta y no buscar una televisión con tiempo. Después le echarían la culpa a Scaloni, o a Messi; pero yo sabía que la responsabilidad sería mía. La consigna era clara, Messi tenía que verlo, y verlo bien, de frente, con claridad, no había lugar para matices, para vacíos legales. Lo encontré a los quince minutos, un estacionamiento que se volvía tribuna improvisada. Todo era tan perfecto, todo iba tan bien, íbamos a ser tan felices.
Hasta que empezó lo malo. Yo estaba haciendo las cosas como tenía que hacerlas, pero ya no funcionaba, los bailados franceses de los primeros 80 minutos ahora eran una turba enardecida dispuesta a robarnos el sueño. Atrevidos. Miraba alrededor a gente atando y desatando nudos. ¿Cómo podía ser que se nos escapara si todos estábamos sentados donde teníamos que sentarnos? Con el calzoncillo correcto, la pierna cruzada como debía ser. Estábamos haciendo todo bien, y sin embargo, ¿cómo podía ser?
No tenía las promesas a disposición. Tuve que morderme los labios y atar al pensamiento, porque cada vez que Mbappé corría festejando un gol mi corazón se confundía. En el descuento le dije a Dios que caminaría desnudo hasta Luján, en el tercero de Messi aseguré que me tatuaría la imagen del francés culón del sistema de offside semiautomático. Antes de los penales estaba dispuesto a ofrendar mi propia vida, solo necesitaba 12 horas más. Siempre me contuve o me desdije. No prometer se había convertido en una promesa. Prometía no prometer. Prometeo encadenado. Mbappé empató por tercera vez. Nunca negocié la mirada imperturbable de Messi desde la calle apuntando directo a una tele del Bar Alameda.
-Sebastián, ¿Messi lo está viendo?
-Sí.
-¿Seguro?
-Sí.
-Lo tiene que ver bien.
-Lo está viendo, te juro. Pero no nos da, no nos dio.
Las cábalas estaban muriendo como los malvones en los balcones abandonados. Miré alrededor. Estábamos desesperados. A cientos de personas les pasaba lo mismo. Se daban órdenes. No te muevas de acá. Volvé a sentarte allá. ¿Vos no estabas sentada ahí cuando hicimos el tercero?
Se me partió el alma. No nos dio. No nos iba alcanzar. Ni a Messi en la cancha, ni a Messi en mi careta, ni a los mensajes, ni a las piernas cruzadas, ni a la ropa. Las cábalas estaban muriendo como los malvones en los balcones abandonados. Miré alrededor. Estábamos desesperados. A cientos de personas les pasaba lo mismo. Se daban órdenes. No te muevas de acá. Volvé a sentarte allá. ¿Vos no estabas sentada ahí cuando hicimos el tercero? Te volvés a levantar al baño y te mato. Pedí otra fugazza. No tengo hambre. No importa.
Pero había rebeldía. A las cábalas, como a los goleadores, hay que esperarlas.
La gente comenzaba a combinar poses con lugares, se gritaba con amigos que no tenían que estar allí, en las mesas de los bares se medían las posiciones de las sillas, los mozos ataban banderas caídas. Algunos corrían desesperados por las calles para volver a las teles del primer tiempo. ¿Quién habrá logrado que el ‘Dibu’ saque ese pie en la última pelota? ¿Habrá sido el que se volvió a poner la camiseta del partido con Australia? ¿Habré sido yo, que enderecé a Messi? Nadie en el mundo sabe lo que fueron esos minutos, lo que hicimos todos para que Argentina saliera campeona del mundo.
En las esquinas, cientos se sentaban en los cordones porque sabían que no podían ver los penales. Yo también recordé que no podía verlos porqué contra Holanda no los había visto. En aquel momento no era cábala, era cagazo. La mitad de las cábalas empiezan en el miedo, lo dice una prestigiosa universidad norteamericana. Me tenía que ir, pero también tenía a Messi, y él tenía que verlo. Estaba en el delicado borde de la contradicción. Estaba parado afuera de un bar entre centenares de personas que imaginaban una tele en el reflejo de un vidrio. Ya no podía fallar, tenía que calcular muy bien en qué ceder, y en qué no. Miré la puerta, los barrales metálicos, el cartel de tire y empuje, vi a un niño llorando y a un pibe refregándose contra el pavimento caliente de Avenida de Mayo. Ojos cerrados, brazos abiertos. Temblaba. Miré a Messi, calculé la tensión del elástico de la careta, la dirección de los ojos, proyecté una línea imaginaría hasta la televisión. Me fui, pero a lo lejos lo vi torcido y volví. Lo acomodé. Ya no había tiempo Me pareció que sería suficiente, le di un beso, le hablé bajito, le dije que lo quería mucho, que ya volvía.
Me alejé caminando por Salta. Miré una esquina, a dos cuadras, el único lugar donde pegaba el sol, supe que tenía que caminar hasta allí y volver. Crucé miradas con otros exiliados de los penales que recorrían las calles. ¿Se miraron a los ojos con alguien en esos penales? No han existido miradas así en la historia de la humanidad. Los gritos susurrados de los penales. Llegué a la esquina soleada. Alguien gritó “afuera”. Me miré con la del estacionamiento. Sonreía. Intuía que estábamos ahí nomás, la ciudad había gritado mucho. Empecé a volver. Me contuve una última vez de extorsionar a Dios con la promesa de una peregrinación de rodillas a Luján y de tatuarme el número de puerta de la casa que tenía enfrente. La ciudad gritó. ¿Está pasando? ¿Está pasando de verdad? Llegó un lamento lejano, una puteada. Todavía no. Más caminar, más respirar, más gritos. ¿Más gritos? ¿Y si ese señor que se arrodilla lleva mal la cuenta? ¿Y si aquella piba llora de tristeza? ¿Cómo se diferencia la tristeza de la felicidad cuando el amor es tan grande? La ciudad grita de vuelta. A destiempo. El gol es eco. Me resisto a mirar la tele del bar de la esquina. Más gritos. De cada lugar, de cada casa, de cada bar, de cada kiosco, empieza a salir gente como gotas gruesas de principio de la tormenta. Los argentinos brotan de lo profundo de sus cábalas. Campeones del mundo. Todos. Tanto De Paul, como el que armó un altar; tanto Julián, como la que usó la misma camiseta cada partido; tanto ‘Dibu’, como la que puso un francés en el freezer. Tanto Messi, como mi Messi de plástico. Lo habíamos logrado. Campeones del mundo. Yo sabía que Dios no quería nada a cambio de este Mundial. Empecé a correr, el pibe seguía aferrado al asfalto de la avenida, el niño seguía llorando. Un flaco me abrazó y nos arrodillamos. Llegué a ver a Messi atado a la puerta del bar, no se había movido un centímetro.
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Fotografías de Getty Images.