En esta serie de artículos, proponemos un viaje al lector a través de lugares, momentos, casualidades, héroes y villanos que conforman la historia de los Mundiales de fútbol, desde sus primeros días hasta la actualidad.
Hablar de un torneo tan importante como la Copa del Mundo es hacerlo sobre aquellos que pelearon en cada uno de sus partidos y en cada una de sus ediciones. Nombres, a veces, marcados por el triunfo y por la gloria. Nombres que quedarán en la memoria de quienes escucharon sus historias a lo largo de los años. Nombres que, sin quererlo, evocan grandes gestas. Pero en el fútbol, todo empezó siendo pequeño. Pequeños sueños, pequeños retos. Luego, se volvió todo grande, pero en el patio del colegio todos querían ser el niño que marcara más goles. Era, y es, innato. Todos, en algún momento de la infancia, queremos ser antes quien hace los goles que aquel que los evita.
El gol es el fundamento original del fútbol. Incluso cuando lo jugaban por primera vez hombres hechos y derechos, tras sus turnos en una fábrica o en el ferrocarril. El arte absoluto por el que nacieron los artistas adorados del pasado, nacía en una bola certera a portería. En ese parque infantil que era en inicio el balompié, el monarca incontestable era el gol, no la victoria. Como escribiera Eduardo Galeano, los niños “no tienen la finalidad de la victoria, pues solo quieren divertirse”. Y la mayor diversión era celebrar un gol. En ese matiz que separa el juego y la infancia de la competición y la madurez, nace este relato sobre goles y gloria. Como a esos niños de los que habló Galeano, a Oldřich, muchos años antes de las palabras del uruguayo, ya le entusiasmaba hacer goles.
Nacido en la pequeña ciudad de Žebrák el día después de la Navidad de 1909, su sueño era jugar en algún gran equipo de Checoslovaquia. Querer crecer en el fútbol checoslovaco de los años 30 era querer llegar a la ciudad de Praga. Cuando jugar no fue suficiente, Oldřich decidió dar el salto tras el interés mostrado por el Sparta Praha en el verano de 1931. El equipo por entonces era un gigante dormido. En una danza alrededor de la victoria, el Sparta y el Slavia parecían condenados a no entenderse. La fortuna del uno implicaba la desesperación del otro y esos vecinos de la bella Praga se odiaban a matar cada vez que había que jugársela en el estadio. En el ataque espartano, formaba un veinteañero de Žebrák llamado Oldřich Nejedlý. En el bando rojiblanco formaba Antonín Puč, un delantero natural de Jinonice, un suburbio de la capital. Ambos competían por esos goles infantiles que en la 1931-32 caerían de lado espartano: ese año, el título fue para el Sparta.
La rivalidad de unos y de otros no enturbiaría lo que en 1934 se iba a convertir en razón de orgullo checoslovaco. El equipo nacional no era ajeno a competir de manera digna, pero se le resistía la gloria. En 1920, tras llegar a la final de los Juegos Olímpicos ante Bélgica, las desavenencias con el árbitro les llevaron a abandonar, cediendo así el privilegio de disputar la medalla. Cuatro años después, nada sería igual. Hasta la década de los treinta no tuvieron una oportunidad de resarcirse. Una situación parecida a la vivida en los Juegos Olímpicos de Amberes frente a Polonia les favorecería esta vez para clasificarse a la Copa del Mundo. Un regalo inesperado para tratar de hacer historia.
Tras el éxito del evento en suelo americano, con victoria de Uruguay en 1930, el torneo internacional de la Copa Mundial llegaba a Europa. La Italia de Mussolini pidió vez y quiso dar siempre muestra de tener fuerza y poder para organizar un campeonato de estas características de la mejor manera posible. La prueba de fuerza del fascismo debía ser contundente y el conjunto italiano, en las manos de Pozzo, no podía fallar. Entre las ausentes, la campeona Uruguay quien, dolida por la ausencia de los italianos en el primer torneo, decidió quedarse en casa y enterarse por los diarios de quién le sucedería en el trono. No lo harían Argentina, Brasil o Estados Unidos, que sí se sumaron al torneo en suelo europeo.
Oldřich Nejedlý fue de nuevo, en esos campos de Italia, el niño que todos soñamos ser alguna vez. Ese que, a pesar del resultado, se va del campo con una sonrisa. El que pierde y, a pesar de todo, gana
En Checoslovaquia, era Karel Petrů quien hacía las veces de seleccionador nacional. Encargado de formar un equipo competitivo, la lógica le empujaba a hacerlo apoyándose en el talento de las dos orillas de la rivalidad de Praga. Fue en ese torneo donde lo infantil volvería a imponerse, dejando paso a lo importante. El talento de unos y de otros primó ante la diferencia y Checoslovaquia volvía a brillar en un gran evento. El regalo máximo a esos jugadores, vestidos con camiseta distinta en su realidad cotidiana, iba a ser poder disfrutar de su talento en conjunto, bajo la bandera checoslovaca. Recuperando la memoria de lo idílico y lo trivial de un juego de niños, ante la erótica del balón atravesando la línea de gol, Checoslovaquia fue paso a paso construyendo una imagen de equipo eficiente y serio.
Ante Rumanía, las dos caras de la moneda del fútbol en Praga marcaron para dar la vuelta al marcador en el estadio de Trieste. Nejedlý y Puč dejarían de lado la tortuosa relación de sus clubes para ser uno en el ataque de Checoslovaquia. Pero en la mente de un delantero siempre hay un niño con ganas de marcar otro gol. Y estos dos atacantes querían satisfacer la voluntad de ese niño despierto, jugando en el inmenso paraíso futbolístico que inventó Rimet unos años antes. La Copa del Mundo era el parque de juegos de todos los adultos que, riendo y persiguiendo un balón, volvían a ser niños riendo en un campeonato.
Y Checoslovaquia seguía su camino. Ante Suiza, otro goleador del Slavia, František Svoboda, sería el encargado de empatar los goles de los suizos Kielholz y Willy Jaeggi. En ese partido, al filo del pitido del árbitro, Nejedlý pondría el gol ganador. Tras ese duelo, la selección de Petrů era ya una de las cuatro mejores del torneo. Sería poco después cuando, en los primeros días de junio, Roma vería cómo el niño de Žebrák salía de nuevo a jugar. Fueron tres zarpazos. Tres goles con los que Oldřich Nejedlý se olvidó de la grada de Roma y volvió a las calles de su pueblo. En tres ocasiones, el meta del Dresdner SC, Willibald Kress, se vio obligado a recoger el balón de la red. Nejedlý era de nuevo un niño jugando. Sorteaba rivales en las aceras o en los solares, mientras los demás niños perseguían su estela. El gol le había poseído lejos de casa y lejos de la infancia, en la Roma fascista italiana de los 30, pero la sensación al llevar el balón una y otra vez a la red, era la misma. Los compañeros de selección, tras el final, parecían muchachos celebrando en el patio de un colegio. Nejedlý era el héroe de todos los niños de Checoslovaquia.
El 10 de junio de 1934, frente a los ojos de ‘Il Duce‘, la capital de Italia sería testigo de la miel en los labios de la selección de Checoslovaquia. La oportunidad de seguir celebrando iba a irse ante la Italia anfitriona, que ganaba en el 95’ un partido en el que Puč había logrado adelantar a su equipo. Orsi igualó y Schiavio dio el golpe de gracia. El recreo acababa para los checoslovacos.
A pesar de la derrota, en la Copa del Mundo de 1934, Oldřich Nejedlý se convirtió en el máximo goleador del torneo. Fueron cinco goles, por delante de los cuatro logrados por el verdugo de la final, el italiano Schiavio, y del delantero alemán Edmund Conen. El joven de Žebrák fue de nuevo, en esos campos de Italia, el niño que todos soñamos ser alguna vez. Ese que, a pesar del resultado, se va del campo con una sonrisa. El que pierde y, a pesar de todo, gana. Algo que solo puede entender el que ama el gol por encima de todo lo demás. El que sabe a ciencia cierta que Galeano tiene toda la razón.
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