Los futboleros somos muy dados a crear escenarios hipotéticos que salpican al máximo rival. ¿Qué prefieres: ganar la Liga y ellos la Champions o ambos quedarnos en blanco? ¿Te quedarías sin jugar en Europa si ellos pudieran descender? ¿Si se estuvieran jugando la liga en la última jornada, perderías contra su rival por el título? Las hay a montones. Como si tu felicidad dependiera de otros colores. Y quizá sea un poco así. Porque en términos de rivalidad deportiva, a veces es más fácil esbozar una sonrisa por el llanto rival que por éxitos propios. Más allá de lo que rodea al balón, estos hechos podrían sonar feos en cualquier otro contexto. Imagínate alegrarte por cobrar más que tu amigo. Disfrutar con la separación de tu excompañero de clase. Brindar por el despido masivo que ha habido en la empresa donde trabajaba tu vecino. Pareceríamos un poco ‘cabroncetes’… Pero si pasa en el fútbol, se nos perdona. Siempre y cuando no vaya más allá del césped, claro.
Algo así ocurre en la rivalidad, probablemente, más visceral, pasional, emocional, y muchos más adjetivos acabados en al, de nuestro fútbol. Lo del Betis-Sevilla, si no eres de ahí, si no sientes sus colores, no lo puedes entender. La clásica frase que te dice el conocido de tu ciudad que es del equipo rival. No lo puedes entender. Cómo chirría escucharla. Pero en este caso concreto, esta rivalidad, la de los sevillanos, se nos escapa de las manos. Ese fifty-fifty de sentimientos no pasa en ninguna otra ciudad española. Ese aura de partido único, sin igual, suele ser descompensado en otras urbes; no en Sevilla, donde el equilibrio es -casi- perfecto. Y cuelo el casi porque seguramente unos te digan que ‘ellos lo necesitan más y nosotros menos’, y los otros te cuenten exactamente lo mismo pero al revés.
Uno de los episodios más curiosos que nos ha dejado el amor y el ‘odio’ por los dos clubes de Sevilla sucedió en 1997, en los últimos compases de una liga donde el Betis ya se sabía en Europa y el Sevilla apuraba sus últimas fechas en Primera, viendo la salvación aún posible, aunque lejana, sintiendo el ardor de los infiernos en sus pies, pero con ilusión por salir de esas y seguir en los cielos de la máxima categoría. Poniéndonos en contexto: era la jornada 40 del campeonato 96-97, el Betis tenía claro que jugaría la próxima Recopa de Europa hiciera lo que fuera en los últimos partidos ligueros; el Sevilla, en descenso, tenía el play-off de permanencia a cinco puntos; según qué carambolas podían despedir al Sevilla de Primera División. Y casualidades de la vida, el Betis recibía al Sporting de Gijón, metido en la lucha por no bajar, en el Benito Villamarín. El Sevilla, en cambio, se iba al Carlos Tartiere, para aferrarse a la vida ganando al Oviedo. Derbis cruzados entre sevillanos y asturianos. Unos, Betis y Sporting, jugaban el sábado; los otros, Oviedo y Sevilla, se citaban el domingo. Si el Sporting ganaba en el Benito Villamarín, el Sevilla lo empezaba a tener muy complicado. ¿Recordáis las preguntas del principio del texto? ¿Celebraríais un gol del equipo visitante si esto significa que tu máximo rival se va a Segunda?
El balón quedó muerto en la frontal del área, Cheryshev únicamente tenía que empujarla a puerta vacía. Disparó… y el graderío comenzó a festejar el 0-1
Todo fue extraño desde el principio. El Sporting, aún jugando fuera de casa, se sintió arropado por una afición, la rival, que anhelaba su victoria, su permanencia, y no por ellos, sino por los daños colaterales que aquello provocaba. “La cosa empezó nada más salir al campo: la gente nos animaba a nosotros”, recordaba Dmitri Cheryshev, jugador entonces del Sporting, años después en una entrevista para el diario As. Y con el pitido inicial se demostró que aquella calurosa bienvenida solo era el principio. “Parecía una fiesta”, expresó, sorprendido, el entrenador del Sporting, Miguel Ángel Montes. Y era una fiesta porque la afición bética disfrutaba ante cada oportunidad de gol de los visitantes. E incluso se llegaron a abuchear acciones en las que futbolistas verdiblancos impedían que los ataques gijonenses acabasen en el fondo de las mallas. Muy raro todo, casi surrealista. Hasta el momento definitivo del encuentro, en el 56′, cuando Cheryshev se plantó solo delante Jaro, el guardameta del Betis que ese día lo paraba todo, y pudo driblarlo pese a las manos cometidas fuera del área por el arquero. El balón quedó muerto en la frontal del área, Cheryshev únicamente tenía que empujarla a puerta vacía. Disparó… y el graderío comenzó a festejar el 0-1. “La afición se puso muy rara con el gol. Si digo la verdad, necesitábamos tanto la victoria, la celebramos tanto, que me acuerdo de muchas pocas cosas más que la alegría que sentí. Pero por supuesto que fue uno de los partidos más extraños de mi carrera”, añadió el encargado de marcar el único gol del encuentro.
Aquella no fue la única mala noticia del sábado para el Sevilla, pues el Rayo Vallecano, que ocupaba la plaza de play-off para la permanencia -cosas de otros tiempos-, también salió vencedor de su partido ante el Valencia (3-1). Así, al Sevilla solo le valía la victoria en Oviedo para seguir a cinco puntos de los madrileños y seguir soñando con quedarse en Primera. Aquella victoria nunca llegó, Pablo José Maqueda marcó el 1-0 en el 89′, y sentenciaba definitivamente el destino del conjunto hispalense. El Sevilla bajaba a Segunda División y desde el bando verdiblanco de la ciudad, como solo debería pasar en el fútbol, se celebraba aquel descenso como si fuera un gol de Cheryshev en el Benito Villamarín.
SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA
Fotografía de portada: elcorreweb.es.