Lucas Pérez está plantado delante del balón. Pose escultórica, como de estatua de césar romano. Cayo Julio, Augusto quizá. Resopla, mira a la portería y todo se detiene. Levanta ligeramente la mano derecha. Morituri te salutant. Adelanta un pie y se perfila igual que un jugador de rugby, con la portería en el punto de mira. Riazor enmudece y yo me concentro en la pelota. La miro, la anhelo, deseo que me haga caso. Por un momento, consigo abstraerme del partido y únicamente existimos el balón y yo. Algo está a punto de pasar. Romain, un chaval marsellés que vive en A Coruña y con el que veo los partidos por colindar los asientos de nuestros respectivos abonos, un extranjero a quien también le ha infectado el veneno blanquiazul, me mira expectante. Esto es gol, le susurro.
Se acerca el final de las competiciones, el último suspiro futbolístico antes del desierto estival (a excepción, quizá, de la Eurocopa y los Juegos Olímpicos, puro placebo si me preguntan a mí) y, aunque hayan pasado ya unas semanas del ascenso del Deportivo de la Coruña, la gesta sigue resonando en las aurículas y ventrículos deportivistas. La mayoría de nosotros seguimos sin creérnoslo, se ha congelado el tiempo físico y metafísico, y lo único de lo que somos capaces, en esta incredulidad colectiva, en este momento de enajenación transitoria, es de rememorar aquel maravilloso partido contra el Barça B, el que nos sacó (al menos hasta el año que viene) del largo pozo en el que andábamos metidos, como para convencernos de que sí, de que el Dépor es de Segunda.
“Lucas está plantado delante del balón, el tiempo congelado, la gente expectante. Y le pega, ni bien ni mal, le pega, con la fuerza de Riazor, y el balón entra y el árbitro pita el final y el Dépor asciende, el Dépor es de Segunda”
A Coruña había amanecido con resaca. La noche del sábado había sido un preludio de la celebración del domingo y, a primera hora de la mañana, se apreciaba poco movimiento en las calles de la ciudad. Sabéis a lo que me refiero, ¿no? Una ciudad parada en el tiempo, detenida en un momento concreto de la historia y sin poder avanzar; A Coruña estaba estática. Flotaba en el aire una sensación tibia; el aspecto nublado del cielo no hacía presagiar un buen final de semana. Los aficionados del Dépor somos supersticiosos y le tenemos un miedo atroz al destino, un miedo que nos ha inculcado la vida misma a palos, golpe a golpe, penalti a penalti, decepción a decepción. Pero había quedada colectiva, porque las penas con rumba son menos penas, morena, y para la previa que fui. En las inmediaciones del Campo da Leña, donde estaba citada la afición, empezaba a vislumbrase un mar de camisetas blanquiazules, gente nerviosa que había decidido amorrarse a un vaso de plástico endeble lleno de cerveza para acelerar el ritmo del reloj. Era el día.
Las horas de la previa pasaron volando, entre cánticos deportivistas, recomendaciones a las yayas curiosas que se asomaban a las ventanas para ver qué pasaba (“¡Que bote la abuela! ¡Que bote la abuela!”), cerveza de una cierta marca autóctona de Galicia, banderas al viento, bufandas en rotación y jolgorio general. Las nubes matinales, que habían atormentado el alma de los coruñeses cual carta de Hacienda, habían dado paso a un sol radiante, visitante inesperado en Galicia, y de pronto el ambiente era de confianza absoluta. ‘Estos nenos lo van a hacer. Voltaremos‘.
“Y resulta que sí, que este equipo ha salido del pozo, los ‘nenos’ lo han hecho, y resulta que ser del Dépor es lo más grande que hay en esta vida. En Primera, en Segunda o en Tercera”
Yo aproveché para comer con mi familia, pues tampoco era plan llegar como una rata al estadio, en el Bar Santa Comba de la calle Orzán, un local regentado por dos señoras mayores en el que se degusta comida de la abuela, un lugar maravilloso, austero y sencillo para un día grandioso. Tras echarle al cuerpo media pota de caldo gallego, zorza con patatas fritas y calamares y media botella de tinto de la casa, ya solo quedaba dirigirse a Riazor y prepararse para rezar las únicas oraciones que recordaba, ocultas en algún recóndito lugar de mi mente atea. Todos juntos y juntas, miles de almas coruñesas unidas por un mismo afán, recorriendo con parsimonia el camino hacia el estadio, el más bonito del mundo, ese mismo estadio esculpido delante del océano Atlántico. Cánticos, cerveza en lata y bengalas cuando llega el autobús, que acaba siendo alcanzado por uno de los artefactos incendiarios que algún pájaro tiene a bien lanzar a su parte superior. El bus arde y la gente se ilusiona; ‘¡ahora sí, volvimos a quemar el meigallo, igual que en el 91!’ ¿Os dije ya que el deportivista es supersticioso, verdad? En los bares empieza a escasear la oferta de bebidas, así que toca entrar, buscar el asiento, saludar a los vecinos. Los Riazor Blues despliegan un tifo de Arsenio Iglesias y Bebeto abrazados, reminiscencia de unos tiempos más laureados que arriban desde el más allá para llevarnos en volandas al lugar que nos corresponde. Empieza el partido. Nervios, gritos, uñas en boca, manos en cara. Aunque odie a los filiales, he de reconocer que el Barça B tiene calidad; cómo la tocan los chavales.
Pero entonces Lucas Pérez está plantado delante del balón, el tiempo congelado, la gente expectante. Y Lucas le pega al balón, ni bien ni mal, le pega, con la fuerza de Riazor, y el balón entra y Romain y yo nos abrazamos y creo que he levantado a un niño en volandas como si fuese Rafiki y él Simba y me quedo sin voz y lloro y el árbitro pita el final del partido y el Dépor asciende, el Dépor es de Segunda, y vuelvo a llorar y soy inmensamente feliz y A Coruña entera se va de borrachera. Y dos semanas más tarde sigo igual, repasando los vídeos, el resumen, el reportaje de El Día Después, los pelos como escarpias, los ojos siempre al borde de la lágrima. Y resulta que sí, que este equipo ha salido del pozo, los nenos lo han hecho, y resulta que ser del Dépor es lo más grande que hay en esta vida. En Primera, en Segunda o en Tercera.
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Fotografía del Instagram de Lucas Pérez.