Gritar a pulmón abierto bajo el estruendo de las Cataratas de Iguazú. Escuchar un solo de la guitarra de John Petrucci en un concierto privado. Morder una gamba roja de Palamós en el Celler de Can Roca. O pasear por el centro de la ciudad sede de un Mundial. Experiencias vitales que dan sentido al paso de los humanos por la Tierra. Y que, cuando uno tiene ante sí la posibilidad de vivirlas en primera persona, no hay que dudar. He podido asistir a mi primer Mundial -quién sabe si el último- gracias a Gazprom que, por sexto año consecutivo, organizó el Football for Friendship: un torneo de fútbol alevín bajo el amparo de la FIFA. Si en la anterior edición eran 64 los países representantes, en esta se aglutinaron alrededor de un balón nada menos que 211 países y territorios de todo el mundo. Cada una de las federaciones contaba con la participación de un niño y todos ellos se integraban, entremezclados, en 32 equipos, formando el mayor alarde de multiculturalidad que uno pueda imaginar. No creo que haya habido muchas ocasiones en la historia en las que se hayan juntado 211 nacionalidades, con sus respectivas razas, costumbres y religiones, conviviendo en un mismo espacio durante una semana. El fútbol puede con todo. Los niños, con sus padres, llegaron unos días antes para empezar a formar los equipos y conocerse entre ellos a través del esperanto moderno: la pelota. Los periodistas -uno por cada país- llegamos el lunes.
Ya en el aeropuerto de Moscú pude constatar que la Copa del Mundo es otra cosa. En un primer vistazo, se podían divisar no menos de una veintena de banderas distintas. La organización del F4F nos trasladó en bus a nuestro hotel a todos los que llegamos en aquella franja horaria. En el trayecto conocí al que sería mi principal compañero de viaje, el periodista de Andorra; y al peruano, que en el primer minuto de conversación ya dejó claro lo que significaba para su país estar en una Copa del Mundo 36 años después. A las afueras de Moscú nos esperaba un hotel con cuatro mastodónticos edificios de veintisiete plantas que albergaban más de 4.000 habitaciones. En la recepción, decenas de miembros de la organización nos dieron la bienvenida, nos entregaron nuestras credenciales y nos explicaron el programa de la semana. Cena de bufé continental, lectura y a descansar.
A la mañana siguiente nos citaron a primera hora, pero no fue difícil despertarse porque en esas latitudes amanece en verano antes de las 4:00h y todavía no han sabido idear cortinas opacas. La comitiva del F4F, formada por niños, padres, periodistas y organizadores la formábamos más de mil personas. Nos desplazábamos como un séquito militar en 50 autobuses de línea que invadían media capital rusa en cada trayecto. El tráfico moscovita es una locura: la calle más corriente de Moscú tiene aspecto de autopista un lunes a primera hora.
Anduvimos toda la jornada en las instalaciones del Lokomitiv, cerca del hotel, donde por la mañana se disputaron las fases previas del F4F y, por la tarde, las finales. Con las primeras contiendas pude empezar a constatar la verdadera razón del torneo: los niños, ajenos a los problemas geopolíticos de sus países, eran amigos. Los equipos se configuraron en un sorteo limpio, libre de bolas calientes. El caprichoso azar quiso que el norcoreano y el surcoreano compartieran escuadra. Y fueron uña y carne. El estadounidense jugaba en el equipo del palestino. El serbio junto al croata. El egipcio con el israelita. O el turco con el sirio. Felices. Es gratificante ver la sonrisa con la que jugaban los chicos de países tan devastados como Siria, Haití o Yemen. Es el poder del fútbol, señores. Tras horas y horas en las que los niños se desfondaron en el césped (sintético) y los adultos mirábamos desde la grada mientras charlábamos con representantes de otros países (recónditos), se terminó el torneo.
La final la ganaron los ‘Chimpancés’ -cada equipo tenía nombre de un animal en peligro de extinción-. El guardameta del equipo campeón era un niño de Dominica que llegó a Moscú después de más de 36 horas de trayecto y que jamás había salido de su isla de las Antillas. El máximo goleador y estrella del equipo era Mwenze, un chico de la República Democrática del Congo que nunca había jugado en césped artificial. La escuadra de los campeones también la conformaba un defensa de Colombia que se entregó en cada partido como si estuviera disputando la Copa del Mundo: “Para mí, es un sueño poder representar a mi país en una competición tan bonita como esta”, aseguraba antes de empezar la final. El resto del equipo: un extremo rapidísimo de Benin que vivió aquella experiencia “como la más apasionante de mi vida”, un malauí de técnica supina que nunca había jugado con niños de otras razas y un habilidoso delantero de Saint Kitts and Nevis. Sinceramente, yo hasta este momento ni sabía donde estaba este país formado por dos islas caribeñas; Cristóbal Colón las colonizó en su segunda acometida a las Américas y las bautizó como San Cristóbal, en honor al legendario santo mártir, y Nieves, por la nieve de su cumbre (causada en realidad por las nubes). Uno también se nutre de cultura geográfica cuando está rodeado de gente proveniente de cualquier rincón del planeta. Pero, sobre todo, uno se nutre de valores. La gran mayoría de los niños que acudieron a Moscú no habían salido jamás de sus ciudades, muchas de ellas ancladas en la miseria y la más perenne de las pobrezas. Todos ellos eran iguales en el terreno de juego, vestidos con las mismas camisetas, las mismas botas y las mismas sonrisas. El de Zimbaue era igual que el de Noruega. El de Burundi como el de Qatar. O el de Eritrea como el de Dinamarca. El poder del fútbol, decíamos.
Durante la mañana del miércoles, por fin, pude visitar la ciudad. Tomar el metro en Moscú supone enfrentarse a dos realidades contrapuestas. Por un lado, el descenso a las entrañas de Rusia conlleva contemplar una belleza impropia de un transporte público; las estaciones están minadas de elegantes lámparas, pinturas museísticas, estatuas enormes, ribetes dorados y detalles palaciales. Pero, por otro lado, los carteles están únicamente en alfabeto cirílico. Este factor, aunque pueda parecer folclórico, convierte la voluntad de trasladarse de un lugar a otro en una auténtica odisea, máxime cuando la mayor parte de los rusos apenas chapurrean el inglés. A pesar de eso, llegamos al corazón de la ciudad. En el primer impacto vimos un mar de aficionados que inundaban las inmensas extensiones del centro. Colombianos con la peluca de Valderrama, mexicanos con sus clásicos sombreros, árabes, alemanes, argentinos y, sobre todo, peruanos. Muchísimos peruanos. Los rojiblancos eran una verdadera marea: yo creo que hay más peruanos en Moscú que en Lima. “No solo venimos de Perú, venimos de cualquier parte de Europa porque los peruanos vivimos por todo el mundo”, me decía uno de ellos. La Plaza Roja estaba vallada porque por la noche se iba a celebrar un concierto y estaban instalando unas gradas para poder seguir el Mundial en pantalla gigante. La pudimos divisar desde fuera, admirando su inmensidad, las cúpulas multicolor de la Catedral de San Basilio y la majestuosa fortificación del Kremlin. Entrar en el Kremlin durante los primeros días del Mundial es una misión imposible: las colas superaban las dos horas de espera, lo cual nos hizo desistir abriendo de facto la idea de que habrá que volver otro año. Tampoco dio tiempo a visitar el Mausoleo de Lenin, el Teatro Bolshoi, ni el Museo del Bunker 42. Definitivamente, habrá que volver.
Junto a Juanjo, el periodista de Andorra, decidimos avanzar hacia orillas del Moscova, el río que ordena la belleza de tantos colosos de hormigón. A escasos metros se encuentra otro de los atractivos más conocidos, la Catedral de Cristo Salvador, la iglesia ortodoxa más alta del mundo. Un par de horas volteando sin mapa y sin WiFi sirvieron para perdernos hasta que un grupo de iraníes supo poner luz en nuestro rumbo gracias al 4G de sus móviles. No sin apuros supimos regresar al hotel (arrobando de nuevo las estaciones de metro-museo) donde nos esperaba un bufé libre y un autobús con destino al acuario de la ciudad. Sí, para sorpresa de todos la gala de entrega de premios se celebró en un espectacular acuario. Antes de dar comienzo al sarao, admiramos toda clase de peces y demás animales marinos y algunos compañeros de medios latinoamericanos me quisieron entrevistar, como representante de España, porque justo acaba de explotar todo lo de Lopetegui. Todos los compañeros coincidían en opinar que la destitución era más que lógica. En fin. En la ceremonia de clausura hubo más exuberancia de la que uno se pueda imaginar. Gazprom no escatima: show de natación artística, orcas acrobáticas, actuación musical y discursos oficiales. Muchos discursos: habló el presidente de Gazprom, la delegada del gobierno, el presidente de F4F y también Iker Casillas, que acudió al evento en calidad de embajador oficial. Mientras contemplaba aquello no podía dejar de pensar en qué les debería pasar por la cabeza a todos esos niños provenientes de naciones tan pobres al presenciar aquel acto de opulencia y pomposidad. Los contrastes del mundo. Se dieron los galardones al máximo goleador, al máximo asistente, al mejor guardameta o al MVP del torneo. Lo cual no deja de ser paradójico, cuando lo que se debería fomentar entre los más pequeños es el compañerismo y el control de los egos. Pero este ya es otro tema.
Ir a un Mundial es como pasear por la ciudad donde se disputa la final de la Champions pero con 32 aficiones distintas cantando y bailando, en lugar de dos. Una locura
Por fin llegó el jueves, el día en el que arrancaba el Mundial. Durante la mañana volvimos a recorrer las zonas más emblemáticas de la metrópoli con la impregnada presencia de miles banderas de todas las nacionalidades posibles. Árabes, rusos, uruguayos y egipcios se fotografiaban hermanados, en un ambiente totalmente inexplicable. Para quien no lo haya vivido: es como pasear por la ciudad donde se disputa la final de la Champions pero con 32 aficiones distintas cantando y bailando, en lugar de dos. Una locura. Mención aparte para el periodista de San Marino que, enfatizando sus orígenes argentinos, quiso fotografiarse con cada uno de los aficionados albicelestes con los que se iba encontrando. Recorrimos la calle Arbat y el centro comercial GUM, unos de los más pijos en los que he estado en mi vida. En este recinto se encuentra la tienda oficial de la Copa del Mundo, blindada con las enésimas medidas de seguridad, en la que se puede comprar merchandising de cualquier forma con el protagonismo de Zabivaka, la mascota del Mundial. Zubivaka, por cierto, está en todos los rincones de la ciudad: de cartón, de plástico duro o de peluche, el pequeño lobo antropomórfico es lo más querido por los moscovitas… compitiendo con Putin, cuya imagen también figura en la mayoría de souvenirs. Ya por la tarde, salimos hacia el Estadio Luzhnikí casi cuatro horas antes de que comenzara el partido. Movilizar a 50 autobuses con el tráfico y los controles policiales que había merecía esa antelación.
En el bus pasamos muchas horas durante la semana que por suerte se amenizaron gracias a la compañía de los periodistas de Venezuela y de Uruguay, con los que compartimos conversaciones futboleras. “Uruguay puede dar la sorpresa si los de arriba están finos, porque es muy difícil que nos marquen gol”, argumentaba Wilson. Una vez en los aledaños del estadio ya vimos que los controles serían exhaustivos y que los aficionados eran multicolor, no solo árabes y rusos, sino de todas partes. Una fiesta. Como en decenas de lugares moscovitas, la entrada al estadio la preside una gigantesca estatua de Lenin (durante la Unión Soviética el recinto se denominaba Estadio Central Lenin). Ya desde el asiento, uno puede admirar la inmensidad del coliseo y lo bien que le sienta el contraste de modernidad con la esencia soviética de los años 50. Supongo que la ceremonia de apertura debió ser más lucida por televisión, porque desde ahí era como ver una obra de teatro entre bastidores. Del partido poco podemos decir: Arabia Saudí se hizo amiga de Putin y se unió a la fiesta rusa. Tanto es así que, con un 5-0 en el marcador, los árabes hacían la ola junto al resto de espectadores. El Mundial es otra cosa. El último día, antes de regresar, visité otras zonas de Moscú. Primero, el parque Kolomenskoye con pabellones primorosos y fuentes enormes bañadas en oro. Y luego, varios de los edificios soviéticos conocidos como los siete caprichos de Stalin: La idea de Stalin de la superioridad de la Unión Soviética sobre todos los países capitalistas quedó impresa en el estilo arquitectónico de la época y durante la década de los 50 hizo construir esta suerte de rascacielos espectaculares con la hoz y el martillo grabados en la cúspide. Antes de regresar, pasamos por el Mercado Izmailovo, un mercadillo típico muy colorido en el que hubo que comprar alguna matrioskha, algún imán, una ushanka y un balón de Rusia 2018. En total, poco más de 2.000 rublos (28 euros) para llenar la maleta de souvenirs. Fin de trayecto. Equipaje, pasaporte y tarjeta de embarque. El viaje terminaba en un avión Aeroflot más que confortable, con la mochila repleta de experiencias y con un compañero de asiento que me dio conversación durante todo el vuelo. Cómo no, era peruano.