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Un día en el barro

En la ciudad donde Banksy empezó a pintar sus primeras paredes, existe una liga amateur aprobada por la FA que se juega literalmente en un parque


Desde 1905, la Bristol Downs Association Football League da cobijo a 48 equipos, organizados en cuatro divisiones, dos torneos del KO y un total aproximado de 600 jugadores que se dan cita cada sábado en el mismo lugar y a la misma hora con un objetivo en común. 


 

Todo empieza con un camión entre la niebla.

A remolque del vehículo, unos 200 tubos de acero acabados con pintura blanca esperan su turno junto a un amasijo de redes. Durante las primeras horas de una mañana gélida de enero, recorrerán las 160 hectáreas de un prado sin árboles de color verde intenso. Uno por uno, los postes irán desembarcando y el conductor necesitará dos ayudantes para montar, primero a ras de césped, las estructuras con forma de doble T, atar las redes, y finalmente elevarlas. Hacia las 12:00h del mediodía, todo estará en su sitio y en el parque de las Downs habrán florecido de la nada 32 campos de fútbol 11 listos para la acción.

Ha llovido durante los últimos días, pero esta noche las nubes han dado un respiro y finalmente la jornada se podrá celebrar. A lo lejos se divisan los primeros grupos de tres o cuatro jugadores que recorren su camino desde los vestuarios, cargando consigo un saco repleto de balones, los banderines de córner y un par de botelleros de agua. Ahí, entre ellos, también estoy yo.

Los tacos de aluminio repican contra el asfalto al cruzar la última carretera que nos separa del inmenso cuadrado verde. Un descanso para los pies, pero todavía quedan diez minutos de trayecto a campo abierto, a la intemperie de un viento helado y húmedo que hará tambalear nuestros cuerpos como si estuviéramos en alta mar.

—¡¿Qué campo nos toca hoy, Dan?! —pregunto gritando a través del viento al segundo capitán del A Team del Sneyd Park AFC, el tercer equipo del club para el que llevo jugando un par de meses.

Dan Krumins -apodado ‘Kruminator’ por sus compañeros- es irlandés, y tiene ese duende inconfundible que hace que un jugador aparentemente rechoncho e inofensivo se saque de la nada un derechazo a la escuadra.

—¡El 26! ¡Es un jodido patatal! La pendiente es ridícula, y hay un par de baches muy cabrones en una de las áreas.

“Ain’t that great?”, pienso para mis adentros.

Cuando llegamos al campo reconocemos a cuatro o cinco compañeros que visten la zamarra del Sneyd -mitad escarlata y mitad azul marino, los mismos colores desde 1905- y que están realizando una suerte de calentamiento. Uno de ellos se dedica a centrar balones desde la banda al punto de penalti, donde espera Stu, defensa central de dos metros de altura y aspecto de matagigantes. Uno por uno, Stu revienta los balones sin dejar que caigan con una fuerza extraordinaria, mientras los demás celebran cada golpe con un heeeey y se parten de la risa al ver volar los esféricos dos o tres campos más allá. Ahora sí, ha llegado Steff (entrenador, capitán y delantero centro), y con un gesto nos indica que empieza el calentamiento de verdad.

En muchos equipos de la Downs League es común la figura del entrenador–jugador. Es una posición delicada, sobre todo para quien la ocupa, pero Steff ya tiene experiencia en sustituirse a sí mismo si es necesario, y los compañeros confían ciegamente en él. En la charla prepartido hace hincapié en la necesidad de ganar los balones divididos y una por una repasa las instrucciones por posición. El resto asiente y escucha en corrillo, un silencio que solo rompe el árbitro, con pelo blanco y mostacho a juego.

 

En muchos equipos de la Downs League es común la figura del entrenador–jugador. Es una posición delicada, sobre todo para quien la ocupa, pero Steff ya tiene experiencia

 

—Buenas tardes, chicos. Espero un partido limpio por ambos lados, recordad que entre semana tenemos otras obligaciones. Ya he hablado con el rival, y uno de sus suplentes hará de linier en una banda para empezar. ¿Algún suplente voluntario para la otra banda?

—Claro, gracias Ref. —responde Steff.

La mayoría de los árbitros han sido antes jugadores de la Downs League. Me sorprende la naturalidad con la que se acepta que un rival -o un compañero- decida si otro jugador está en fuera de juego o no, y no se dude por un segundo de la honestidad brutal necesaria para fastidiar a tu propio equipo. 

Empieza el duelo entre el A team del Sneyd Park y el First de los Green Park Rangers con un toma y daca por la posesión. Pronto descubro que el verdadero rival en este campo no es tu oponente, sino las inclemencias del terreno de juego. El césped, largo y frondoso, absorbe el balón como si fuera una suave almohada de plumas. Es imposible dar más de dos pases al pie sin que algún bache provoque el desvío de la trayectoria del balón, o algún hierbajo lo frene a medio camino, o, peor aún, acabes golpeando el propio césped. Tampoco es fácil avanzar, una vez has conseguido controlarlo, ya que cada zancada les cuesta a tus piernas el esfuerzo que les supondría cuatro en otra superficie, lo que explica el desarrollado tronco inferior que lucen los jugadores locales. Visto desde fuera, parece más un partido de rugby que otra cosa: balón dividido, melé, recibe el ’10’ y zambombazo.

A los 15 minutos, el rival ha llegado dos veces y perdemos 2-0, así que la cosa no pinta muy allá. Para empeorarlo, los tacos de las 44 botas que hay sobre el campo no han tardado en hacer estragos en un césped que en varios puntos ha desaparecido, dejando en su lugar grandes lodazales donde la pelota -y un servidor- quedan atascados al pasar. Cuando esto ocurre, suelen producirse verdaderos choques de trenes, piernas entrecruzadas chascan entre sí y vuelan pedazos de barro en todas direcciones.

Minutos después, sucede lo imprevisible. En una jugada con múltiples rebotes y fallos de precisión, el balón sale escupido hacia la posición de Gareth, en la frontal del área, y este consigue empalmar con clase una volea al fondo de la red: 2-1. Con 39 años a sus espaldas, ‘G’ es el chairman del club y su particular Aritz Aduriz: una leyenda viva, un delantero espigado que mete goles hasta durmiendo.  En la siguiente acción, me zafo de un defensor y meto un balón largo que Danny aprovecha en el mano a mano, empate a dos. Todavía antes del descanso, cabeceó un tiro libre dentro del área y Naffaa la empuja en la línea para completar la remontada.

A la vuelta del descanso seguimos de dulce, y el cuarto no tarda en llegar, de nuevo en las botas de ‘G’. Desgraciadamente, no todo son buenas noticias. En un balón suelto, nuestro lateral derecho, Rennie, va al suelo y colisiona frontalmente con un rival. El grito ahogado del pobre Rennie llega hasta los campos colindantes. Su expresión de desconcierto no es un buen augurio, y debe abandonar el campo a hombros de un par de compañeros. Bajo un árbol, verá el resto del partido en soledad, y cuando su cuerpo se enfríe se dará cuenta de que ya no puede apoyar el pie. Acaba de fracturarse la tibia y se perderá el resto de la temporada.

El partido concluye con un 3-4 a nuestro favor. Durante los últimos minutos, apenas he podido moverme de un palmo de terreno y se me han subido los gemelos hasta en tres ocasiones. Estoy destrozado, y mientras deshago el camino a los vestuarios, reparo en que tengo barro hasta en el carné de identidad: entre las uñas, en las rodillas, la nariz, y por alguna razón dentro de los calzoncillos.

Por suerte, el Sneyd Park es uno de los clubes de la Downs League que puede presumir de tener vestuario propio. Ubicado en la parte trasera de un pub, se trata de un local pequeño, parecido al interior de una autocaravana, con paredes de madera decoradas con trofeos y fotos de antiguas glorias y un gran cartel que recuerda el nombre de los capitanes de los cuatro equipos del club desde su fundación, en 1897. Por allí pasan, cada sábado, un total de 50 jugadores que en ocasiones deben hacer turnos para cambiarse aprovechando cada palmo de banqueta. Los encargados de cuidar del sitio son Tony y Alan, dos hombres que rondarán los 80 y los 70, respectivamente. Ambos jugaron en el club hace más de 40 años y ahora siguen prestando su servicio de forma altruista, como lo hacen todos los que mantienen viva la entidad y a la propia competición. Entre sus notables servicios, después de cada partido, llenan un enorme termo de té negro con leche y azúcar y lo dejan en la entrada del vestuario junto con dos tuppers de galletas bourbon cream y digestives, ideales para mojar.

 

El Sneyd Park es uno de los clubes de la Downs League que puede presumir de tener vestuario propio. Ubicado en la parte trasera de un pub, se trata de un local pequeño, parecido al interior de una autocaravana

 

Además, cada sábado llegan los primeros para encender el calentador, de capacidad limitada, que permite que ahora nos podamos despojar por fin del barro. Las duchas, cuatro en total, se encuentran al final del vestuario, en un mismo cuarto abierto con suelo de rejilla verde ante el que se forma una gran cola. El agua brota a cuentagotas, un momento caliente y al siguiente se oyen los aullidos de quien le ha tocado sufrir, pero no hay quejas al respecto. Cuando todo el mundo esté aseado, un miembro de cada equipo -alguien diferente cada semana, queda anotado en un registro- se quedará un rato más para adecentar el suelo del local y dejar la ropa de partido en un cubo, ropa que de nuevo Tony llevará a la lavandería.

Después de la ducha, salgo del vestuario y bajo la calle unos metros para entrar por la puerta principal del Coach & Horses, el pub con el que están literalmente atados los vestuarios. Fútbol y birra, o tercer tiempo, unión indisoluble en las ligas amateurs, también y como no podría ser de otra manera en Inglaterra. El interior rezuma a malta y a madera vieja, pero está bien conservado y el ambiente es acogedor, con sus sofás de terciopelo, su chimenea de piedra y su espectacular barra de caoba llena de llamativos tiradores. Me decanto por una pinta de lager y busco alguna cara conocida entre la multitud ruidosa apiñada por todos los rincones.

A un lado de la barra, ‘G’ me saluda levantando su pinta y respondo con un brindis. Según me comenta, antes de adquirir los vestuarios actuales, en los años 80, los jugadores del Sneyd Park usaban las bañeras del piso de arriba en el pub, teniendo que compartir la misma agua durante varios usos. Pienso en cómo debía quedarse el agua en un día en el barro como el de hoy. Nos unimos a un grupo de compañeros que repasan los trompazos más célebres que se han dado este año en las Downs entre risas, y en aquel momento pienso en Rennie, viendo el partido con su pierna rota bajo el árbol.

¿Porqué se ha quedado hasta el final?

¿Porqué seguimos jugando, si sabemos que el campo es un jodido patatal?

Quizá quería ver si su equipo lograba la victoria.

Quizá en la era de la Superliga, del VAR, de los millones y de la publicidad por defecto, el fútbol de verdad sigue latiendo en los parques.

 


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