Hace días que la idea me ronda por la cabeza. Me siento incapaz de encontrar nada tan duro, tan doloroso, como perder un playoff de ascenso; como quedarse a las puertas del cielo, que cantaba Bob Dylan. “Fue como suspender una boda cinco minutos antes de la ceremonia. La que iba a ser la noche más bonita de todos los tiempos se quedó en una noche extraña de San Juan en una ciudad en la que se vive esta fiesta como si fuera la última. Se vio a gente grande llorar, niños consolados por sus padres y padres sin consuelo. Nadie pensaba que lo que ocurrió ocurriría”, lamentaba Alberto Mahía en La Voz de Galicia en un intento de retratar la enésima decepción protagonizada por la sufridora hinchada del Deportivo. Ninguna de ellas, sin embargo, se acercará jamás a la vivido en aquel aciago 14 de mayo del 1994. En el último instante de la última jornada de la liga de Primera División de la 93-94. En aquel momento en el que, mientras toda A Coruña contenía la respiración, Miroslav Djukić caminó hacia José Luiz González con la obligación de materializar un penalti para redondear la que iba a ser la mejor tarde de la historia del Dépor. “Después del lanzamiento solo habrá alegría o tinieblas. Ni el guionista más psicópata podría haber escrito algo así. El árbitro pita y Djukic coge aire con una enorme bocanada. Para mí está todo ahí, en cómo Djukic intenta llenarse los pulmones justo antes de arrancar para tirar el penalti. He visto cientos de veces aquel vídeo, cómo su pecho se hincha exagerado y su boca trata de aspirar todo el oxígeno que le rodea. Pero no puede. El aire no termina de entrar. Casi es imperceptible, pero ese aire no llega. Ni siquiera me hago una idea de la soledad del jugador serbio mientras contempla la pelota. El portero del Valencia, desenfocado, de fondo. Esos segundos en los que todo desaparece y Djukic se queda solo con los latidos de su corazón. Al coger aire, Djukic quería tomarnos en su pecho, meternos a todos dentro de él. Y todos juntos dimos el primer paso hacia la pelota, inmóvil, mojada, estática, esperando que el pie de todos los coruñeses la propulsase para ser campeones. Pero es que ese aire no terminó de entrar”, recuerda Nacho Carretero (A Coruña, 1981) en la maravilla que es Nos parece mejor (Libros del K.O., 2018), el Hooligans Ilustrado del Deportivo; un libro en el que el autor de Fariña relata su relación con el que siempre ha sido su equipo desde que su abuelo le inculcó la pasión por todo lo blanquiazul, a los siete años.
“Que bien hubiera hecho en abandonar aquello en ese momento. Debí haber captado la señal: ahórratelo. No te metas en esto. A la larga te hará daño”, rememora Carretero, que se bautizó como deportivista con una promoción de ascenso a Primera perdida contra el Tenerife (89-90). Pero mantenerse al margen del Dépor era una misión imposible en el amanecer de los 90 (“Hacerte de un equipo es como una conga: es muy fácil entrar, pero muy difícil salir”), en aquellos años en los que todo el país se bañaba en excesos. También el Dépor, que comenzó a despertar del letargo, de la depresión, que vivió en la década de los 70; que encontró la brújula para recuperar el rumbo después de muchos años deambulando por el desierto, por el barro de Segunda. “Nadie quería quedarse atrás. Ya se vería luego cómo pagar lo impagable. La gran huida. Hacia adelante. Eran los años en los que nos resistíamos a abandonar la fiesta de los elegidos tirando billetes al aire mientras nos aparcaban el Cadillac. En la ciudad, muy en el fondo, todos sabíamos que no podíamos permitirnos aquel tren de vida. Que estábamos en el restaurante equivocado y que acabarían sacando de allí a patadas. Pero nos importó un carajo. Seguimos adelante. Sobraba el dinero. Había que ser muy agorero para interrumpir aquella vida”, remarca el autor de Nos parece mejor, una obra que, sin quererlo, se erige en una crónica imprescindible para comprender la metamorfosis que protagonizó este país en los años 90, en aquella época en la que, olvidadas las penurias de los 80, todo parecía florecer; en aquellos tiempos en los que, entre promesas de progreso, ningún milagro parecía irrealizable.
Aquellos fueron, también, los tiempos en los que el Dépor se transformó en el Súper Dépor, en aquel equipo, en aquel simpático rebelde, que, haciendo de convertir lo imposible en posible su rutina, sintiéndose grande, capaz de todo, llegó a codearse cinco temporadas seguidas con la realeza del fútbol continental. “Pegamos tal grito aquellos años que el eco aún se escucha”, reivindica Carretero, un periodista, escéptico por naturaleza, que se define a sí mismo como un “absolutista, nostálgico, proteccionista y supremacista blanquiazul. Un viejo cascarrabias convencido de que antes todo era mejor, ciego ante el progreso, enfadado con el negocio, el show, el despilfarro”. De hecho, el genial Nos parece mejor también es un emotivo canto a la nostalgia, a la melancolía, por un fútbol que quizás ya ni siquiera existe. Desencantado con un balompié que ha sido arrasado por la mercadotecnia, que cada vez es menos humano, menos real (“Apenas reconozco lo que mi abuelo me descubrió a gritos en el salón de su casa. Ahora casi siempre veo un negocio que se come todo lo demás. A mí me han quitado un poco las ganas, sinceramente”), Carretero optó por refugiarse en su Dépor, en el equipo al que quedó unido para siempre aquel triste 14 de mayo del 1994 en el que, de adolescente, vio como la liga volaba hacia Barcelona, como se escapaba entre las manos. “Recuerdo que yo lloraba de camino a casa y que mi viejo me dijo: ‘No se llora por el fútbol’. Yo no lloraba por el fútbol. Lloraba por el Dépor”, admite el periodista, que ha regresado un millón veces a aquel penalti, a aquel día sobre el que, como decía Arsenio Iglesias, hay tanto que decir y tan poco que contar.
“Si es que no pedimos tanto. Por no pedir no pedimos ni ganar. Eso nos parece muy fácil”
Con todo, después de una década soñando “con lo que nunca soñamos soñar”, disfrutando “de lo que jamás nadie soñó que podríamos disfrutar”, las burbujas acabaron pinchándose. Había que pagar las facturas, las consecuencias de una gestión tan suicida como insostenible. Los grandes éxitos habían escondido la realidad durante años, pero detrás de ellos no había nada más que las ruinas de un club desnortado que empezó a morir, que “pasó del palco VIP al sótano en tiempo récord”. Enterradas las gloriosas tardes de gloria, el objetivo pasó a ser sobrevivir, encontrar el sol entre las nubes que cercaron un Riazor deprimido que en 2011 vio cómo, después de dos décadas en la cima, el Dépor volvía a los infiernos; resucitando viejos fantasmas. Pero el regreso a Segunda le concedió al cuadro blanquiazul la oportunidad de recuperar la identidad, aquel tesoro que había quedado enterrado, olvidado, entre tantos billetes. Dar la espalda a su equipo no fue una opción para la hinchada blanquiazul, que, al ritmo del Ser de los que ganan es muy fácil. Ser del Deportivo nos parece mejor, se aferró más que nunca a los suyos, acompañándolos de norte a sur, de este a oeste; por toda la geografía española. “Lo que movió aquella locura fue el reencontrarnos con el equipo. Tras años de dispendio y mercadeo, tuvimos que bajar al fango para recuperar lo único que pedimos en A Coruña: identidad. Estábamos en Segunda División, pero sabíamos quien éramos. Si es que no pedimos tanto. Por no pedir no pedimos ni ganar. Eso nos parece muy fácil”, reivindica Carretero, feliz de saber que, más allá de victorias o de derrotas, más allá de actuar en los mejores teatros del continente o de hacerlo en la categoría de plata de nuestro balompié, “el deportivismo es un asunto generacional que pasa de padres a hijos y que ha logrado que los coruñeses se sientan orgullosos de ser del Dépor. Eso es difícil en una época en la que el Madrid y el Barcelona tienen un marketing tan gigantesco. Cada vez es más complicado convencer a un niño para que no sea de ninguno de esos dos equipos, pero en A Coruña todavía resistimos”, como admitía en el #Panenka85. Porque, en definitiva, en medio de un balompié tan trastornado, tan pervertido, como el actual, esta identidad, este sentimiento de pertenencia que trasciende a los resultados, es lo único que le da sentido a toda esta locura. Así lo ve Nacho Carretero, aquel crío que se enamoró del fútbol en el suelo del salón de sus abuelos, con una tela blanquiazul grapada a un palo; aquel niño que en las pachangas prefería ser Bebeto, Manjarín o Fran antes que Butragueño, Laudrup o Romario; aquel joven que el 14 de mayo del 1994 descubrió lo cruel que puede ser la vida; aquel adolescente que un día corrió sin rumbo, desatado, borracho de alegría, por el césped de Riazor; aquel periodista que pensó en dimitir de su trabajo como responsable de cubrir la actualidad del Dépor si se clasificaba para la final de la Champions League de la 03-04; aquel hombre que un día, en un partidillo, recibió un pase de Juan Carlos Valerón. Se dispuso a marcar el gol de su vida, pero falló. “Lo importante es no perder el equilibrio en la vida”, le dijo El Flaco. Este el secreto de todo.