El Barcelona de Pep Guardiola nació a causa de una muerte lenta y dolorosa, como esa que te advierten las cajetillas de tabaco antes de encenderte otro cigarro. Quizá por ello, Guardiola, en su llegada al banquillo del Camp Nou, quiso deshacerse de todos los ‘cánceres’ que excavaron la tumba de Frank Rijkaard. Adiós a las vacas sagradas que devolvieron la ilusión a can Barça, las mismas que mutaron en ovejas negras -a palabras de Jose Edmilson- cuando en la cúspide de sus carreras se abandonaron. Adiós a Ronaldinho, adiós a Deco y (casi) adiós a Samuel Eto’o.
Comenzaba otra película, y Joan Laporta, condicionado por la sabiduría de Johan Cruyff, quería iniciarla resucitando a un Barça moribundo como lo hizo Sanderson Reed en La liga de los hombres extraordinarios. Acudió a Pep Guardiola, quien se puso en el mismo papel que Sean Connery reencarnado al legendario aventurero Allan Quantermain. Reunió a genios de orígenes dispares y ordenó sus mejores cualidades para formar una de las mejores orquestas que hayan pasado por el tapete. Si Ricotto Canudo manifestó siete artes en 1911, equipos como aquel, y en memorables actuaciones como la de ese ya muy lejano 11 de marzo de 2009, han conseguido que los que aman este deporte no necesiten de papel y lápiz para señalar que hay artistas que nos regalan una octava disciplina de lo más estética. No precisan apuntarlo en ninguna lista, pues, los ojos, como en el cine, bastan para disfrutar del espectáculo.
Guardiola preparó a sus hombres y apagó las luces. Claqueta, un pitido inicial y acción.
El largometraje tuvo un inicio convencional. Primeras presentaciones tras el empate a uno de la ida, inspección del nuevo lugar de batalla y todos los invitados a la velada escondiendo sus cartas en el bolsillo para que el enemigo no supiera muy bien por dónde irían los tiros durante la noche. La primera premisa de los lioneses era clara: no sucumbir en los mismos errores en los que habían caído muchas de las víctimas que habían pasado anteriormente por el Camp Nou ese mismo curso y salir con vida de aquella jaula cuando tocara coger aire en el medio tiempo. El Barça pareció engañarles durante los compases iniciales haciéndoles ver que se saldrían con la suya hasta que la figura de Andrés Iniesta dibujó una triangulación perfecta con Thierry Henry y Xavi Hernández que el propio manchego acabó enviando más allá de la escuadra. Ese Barça te cambiaba la banda sonora en un momento; de un vals al hardcore mientras parpadeabas.
Tras aquella jugada empezó el vendaval. La presión asfixiante y el alto ritmo de la circulación del balón imperaron en el juego azulgrana. El Olympique, aturdido, perdido, desnortado, era incapaz de reconducir la trama. Y en esas, en el ecuador de la primera parte, Rafa Márquez, desde su casa, cogió el francotirador de Bradley Cooper y con la precisión milimétrica a larga distancia que le caracterizaba disparó con frialdad a la retaguardia enemiga para dejar el camino libre a Thierry Henry. El francés, quizá por sus ocho años en tierras británicas o por su natural elegancia, cual agente 007, se personó frente a frente ante Hugo Lloris de punta en blanco. Mientras susurraba al oído de su compatriota la muletilla de “me llamo Tití, Tití Henry”, la grada del Camp Nou ya festejaba el primer tanto de los suyos. Por si acaso, dos minutos después, el ’14’ acudió al mismo lugar del crimen después de un servicio de Xavi, presentó de nuevo su licencia para matar y puso el 2-0 en el marcador.
Ese Barça te cambiaba la banda sonora en un momento; de un vals al hardcore mientras parpadeabas
Aquel tormentoso arrebato ofensivo del Barça precedió a una mentirosa calma. Los encargados de guionizar así la historia fueron los de siempre. A la vez que Andrés Iniesta cogía la katana de Uma Thurman para descuartizar la medular de los galos con una coreografía impoluta, Xavi Hernández le acompañaba en el papel de don Vito Corleone sin mancharse las manos, era más de dirigir el cotarro desde un segundo plano embustero, pues se encargaba él de preservar los valores -y el estilo- de su familia. Y cuando la música clásica de la pareja del centro del campo llegó al final de su partitura, otro loco bajito pidió un poco de rock en el acto.
A falta de cinco minutos para que el árbitro señalara el camino a los vestuarios, Leo Messi, en esos tiempos anclado en banda diestra, la recibió enganchado en la línea de cal. Se puso en modo Gladiador y tumbó a todo aquel que salía a su paso. En diagonal hacia el arco, vislumbrando aquel sueño que era Roma, no le importó que Comodo ni Claude Puel le echaran encima tigres u otros gladiadores, se zafó de ellos, buscó la complicidad de Samuel Eto’o y dejó el balón reposado en la portería, como en tantas otras ocasiones, señalando su camino hacia la eternidad. El Barça, como tras el primer gol, atestó dos golpes consecutivos. Poco después de que el ’10’ firmase el 3-0, el que había sido su socio, Eto’o, se aprovechó de la complicidad que tenía con Thierry Henry. Rebeldes, espontáneos e imprevisibles, copiaron los papeles de Will Smith y Martin Lawrence en Bad Boys en una jugada en la que demostraron su buen entendimiento. Desde el vértice del área, el galo encontró con una tensa asistencia al camerunés que, sin miramientos, controló y lanzó un disparo fuerte y seco a la escuadra.
Se acercaba el final de un primer tiempo sublime, cuestionándose Michael Robinson en la retransmisión la duda de que “haya visto algo tan brillante jamás”, pero Makoun sacó a relucir la tara de la obra maestra que había producido el Barcelona en aquellos espectaculares 45 minutos. Tras un saque de esquina, el Barça fue Aquiles y el centrocampista camerunés fue directo a su talón para señalar el mal endémico que persiguió a los azulgrana en tiempos de Pep Guardiola: sus constantes fugas de agua en los balones parados en contra. Al descanso, el luminoso proyectaba una goleada de escándalo, normalizada en el primer curso de Guardiola a los mandos de la plantilla culé, pues aquel año en el Camp Nou era habitual disfrutar de 45 minutos de puro vértigo y de otros tantos con el freno de mano echado.
En el segundo acto, se les complicó el trabajo a los catalanes. Nadie dijo que la europea fuera una batalla sencilla. Y Juninho Pernambucano consiguió poner por momentos el miedo en el cuerpo a los barcelonistas tras llegar desde segunda línea a un centro de Delgado justo al iniciar la segunda parte. El brasileño sumaba más puntos para convertirse en el villano de una película en la que le había tocado bailar con Andrés Iniesta, a quien buscó sacar del partido desde el primer momento sin éxito. Al final, quizá fruto de la impotencia, acabó yéndose más pronto que nadie a los vestuarios después de ver la segunda cartulina amarilla por protestar una decisión arbitral. Entre el gol y la expulsión del capitán del Olympique poco ocurrió en el Camp Nou. Más allá de un primer tramo de descontrol, la última media hora estuvo marcada por la monotonía de un Barça que quiso bajarle las pulsaciones al partido mientras los franceses veían como sus piernas empezaban a padecer el cansancio acumulado y solo pudieron poner en apuros a la parroquia azulgrana con un potente y desviado golpeo de un jovencísimo Karim Benzema.
El desenlace, con un Olympique casi comatoso, quiso que Seydou Keita, actor de reparto en ese equipo, tuviera una escena final en la que fuera el protagonista y lapidara, si no había sucedido ya, el transcurso de los lioneses en la Champions League de la 2008/09. Ya en el minuto 95, con el conflicto zanjado, Xavi Hernández sacó la escuadra y el cartabón para dibujar un pase preciso al maliense, que se escurrió entre la defensa, se zafó de Hugo Lloris y cerró el marcador con el 5-2. Fue una de las tantas actuaciones memorables que dejó aquella generación. Siempre con un guión similar, el de liquidar a sus rivales en el menor tiempo posible, y recurriendo a las tantísimas armas y recursos que tenían los artistas principales de ese Barça para el recuerdo.